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Vio que Cato se le acercaba y se agachó, sujetando en alto la hoz a un lado, listo para lanzarse hacia delante y decapitar o desmembrar a su atacante. Cato atacó con su espada sin perder de vista la reluciente hoz. El jefe druida retrocedió tambaleándose y se dio contra el poste con un ruido sordo y discordante. Cato volvió a atacar y esa vez la hoz lo amenazó con una cuchillada dirigida a su cuello. Cato se precipitó hacia delante, al alcance del arma, y con el pomo de la espada golpeó el rostro del jefe druida con toda la fuerza de la que fue capaz. La cabeza del hombre se estrelló contra el poste y se desplomó, inconsciente. La hoz cayó al suelo a su lado.

En cuanto se dieron cuenta de que habían derribado a su cabecilla, los demás Druidas dejaron las armas y se rindieron. Algunos de ellos no fueron lo bastante rápidos y murieron antes de que los legionarios fueran conscientes de que se habían rendido. -¡Se acabó! -les gritó Cato a sus hombres-. ¡Están acabados!

Los soldados apaciguaron su furia de combate y se quedaron de pie junto a los Druidas, con sus pintados pechos agitándose mientras trataban de recuperar el aliento. Cato le hizo una señal a Prasutago para que se acercara y juntos se quedaron en la puerta, espadas en ristre, para disuadir a cualquiera de los Durotriges que escapaban de tratar de entrar en el recinto en su desesperada huida de los Romanos. En la puerta principal el combate también había terminado, los rojos escudos de los legionarios se desplegaban en abanico por la planicie y mataban a todo aquel que aún osara resistirse. Por encima de las ruinas de la puerta estaba el portaestandarte, y el águila dorada relucía bajo la luz del sol.

Una pequeña formación de legionarios cruzó la planicie a paso rápido en dirección al recinto y Cato vio la roja cimera del legado que sobresalía por encima de los otros cascos. Se volvió hacia Prasutago.

– Cuida de la señora y de su hijo. Voy a presentar mi informe.

El guerrero Iceni asintió con la cabeza y enfundó la espada, y fue andando hacia la esposa del general tratando de no parecer demasiado amedrentador. Cato seguía empuñando la espada cuando salió por la puerta y alzó su mano libre para saludar al legado, que en aquellos momentos ya era perfectamente visible y sonreía alegremente. Cato sintió que lo invadía una cálida oleada de satisfacción. Había cumplido su palabra y el hombre de mimbre que se alzaba por encima de la fortaleza no reclamaría sus víctimas después de todo. Notó que su cuerpo temblaba, aunque no sabía si era por los nervios o por el cansancio.

Tras él, Pomponia lanzó un chillido. -¡Cato! -gritó Prasutago. Pero antes de que Cato pudiera reaccionar, algo le golpeó con fuerza en la espalda. Soltó una explosiva bocanada de aire, se quedó sin respiración y cayó de rodillas. Sintió algo como un puño en lo más profundo de su pecho. Se sacudió cuando el objeto fue arrancado de un tirón. Una mano lo agarró del pelo, le echó la cabeza hacia atrás y Cato vio el cielo azul y luego la expresión desdeñosa y triunfante en el rostro del jefe druida cuando éste alzaba su hoz ensangrentada en el aire. Cato se dio cuenta de que aquella era su sangre, cerró los ojos y aguardó a que le llegara la muerte.

Oyó débilmente a Prasutago lanzar un grito furioso y luego la mano del jefe druida dio una sacudida que le tiró del pelo. Una cálida lluvia cayó sobre él. ¿Cálida lluvia? El jefe druida aflojó la mano. Cato abrió los ojos en el mismo instante en el que el cuerpo del jefe druida se derrumbaba junto a él. Un poco más allá la cabeza del druida se alejaba rodando, todavía con su casco astado puesto. Luego Cato cayó de bruces. Fue consciente de la dureza del suelo contra su mejilla y de que alguien lo agarraba del hombro. Luego oyó vagamente a Prasutago que gritaba:

– ¡Romano! ¡No te mueras, Romano! Y el mundo se quedó a oscuras.

CAPÍTULO XXXV

Le parecía estar parpadeando entre un sueño profundo e inconsciente y momentos de dolorosa y nítida realidad. No tenía noción del tiempo, en absoluto, sólo había fragmentos inconexos de experiencia. El sonido de gritos lastimeros por todas partes cuyo origen era invisible en la oscuridad. El borroso perfil de la espalda de un hombre sentado en un pescante por encima de su cabeza. El olor de las mulas. Por debajo de Cato, las ruedas atronaban y chirriaban, el momento se desvanecía y volvía la oscuridad. Más tarde sintió que unas manos lo ponían boca abajo con suavidad. Le quitaron algo alrededor del pecho y un hombre, su voz distante, tomó aire.

– Un desastre. La mayor parte del daño es muscular. La hoja alcanzó una costilla que permaneció intacta, afortunadamente. Si se hubiera roto…

– ¿Sí? -Las esquirlas podrían haber penetrado en el pulmón derecho, hubiera habido infección y finalmente, bueno… la muerte, señor.

– Pero, ¿se recuperará? -Oh, sí… Es muy probable, vaya. Ha perdido mucha sangre pero parece tener una constitución bastante fuerte, y yo poseo una experiencia considerable con heridas como ésta, señor.

– ¿Posees experiencia considerable en heridas de hoz?

– No, señor. En laceraciones causadas por hojas afiladas. Las heridas de hoz no dejan de ser algo fuera de lo común. No es el armamento que habitualmente elegimos para el campo de batalla, si se me permite el atrevimiento de generalizar, señor.

– Tú cuida de él y asegúrate de que lo alojen en un lugar apropiado para su rango cuando lleguéis a Calleva.

– Sí, señor. ¡Ordenanza! ¡Drene la herida y cambie el vendaje!

– En realidad preferiría que fueras tú quien cambiara el vendaje y, esto… drenara la herida.

– ¡Sí, señor! Enseguida, señor. Cato notó que alguien le palpaba la espalda, a media altura, y luego sintió una terrible sensación de picor. Intentó protestar, pero simplemente murmuró algo y a continuación perdió la conciencia.

Su próximo despertar fue tan gradual como el paso de la sombra en un reloj de sol. Cato era consciente de una débil luz que se filtraba por sus párpados. Oía sonidos, el amortiguado alboroto de una calle muy concurrida. Fragmentos de voces humanas que hablaban un lenguaje que no entendía. El dolor de la espalda se había calmado y se había convertido en unas punzadas constantes, como si un gigante con los puños como rocas le masajeara la carne con brusquedad. Al pensar en la herida Cato se acordó del jefe druida empuñando su brillante hoz y abrió los ojos sobresaltado. Intentó ponerse de espaldas. Inmediatamente el sordo dolor punzante dio paso a una aguda y lacerante agonía. Cato soltó un grito y volvió a desplomarse sobre su pecho.

Sonaron unos pasos en el suelo de madera y al cabo de un momento Cato sintió una presencia a sus espaldas.

– ¡Veo que estás despierto! Y que intentas desgarrarte la espalda a conciencia. ¡Tse!

Unos dedos palparon suavemente la zona de alrededor de la herida. Luego el hombre caminó hasta el otro lado de la cama y se arrodilló. Cato vio los rasgos aceitunados y el oscuro cabello lubricado del imperio oriental. El hombre llevaba la túnica negra del cuerpo médico, ribeteada de azul. Así pues se trataba de un cirujano.

– Bueno, centurión. A pesar de tus esfuerzos el drenaje está aún en su sitio. Sin duda te alegrará mucho saber que esta mañana casi no hay pus. Excelente. En un momento te lo dejo cerrado y vendado. ¿Cómo te sientes?

Cato se humedeció los labios.

– Tengo sed -dijo con voz ronca.

– Me lo imagino -sonrió el cirujano-. Haré que te manden un poco de vino caliente antes de ponerte los puntos. Vino mezclado con unas cuantas hierbas muy interesantes, no notarás nada y dormirás como los muertos.

– Espero que no -susurró Cato.

– ¡Así me gusta! Pronto estarás recuperado. -El cirujano se levantó-. Y ahora, si me disculpas, tengo otros pacientes que necesitan mi atención. Al parecer nuestro legado quiere mantenerme totalmente ocupado.