– ¡Dejen de disparar! -les gritó Vespasiano a los soldados que servían las ballestas-. ¡DEJEN DE DISPARAR!
Las últimas flechas pasaron por encima de las cabezas de la primera cohorte, afortunadamente, y luego se hizo un extraño e inquietante silencio antes de que los defensores se dieran cuenta de que ya no había peligro. Rugiendo su grito de batalla salieron corriendo al descubierto y cruzaron en tropel los restos de sus defensas, por encima y alrededor de la puerta principal. Inmediatamente, una lluvia de flechas, piedras y rocas acribilló a los soldados de la primera cohorte. Su comandante, el centurión más antiguo y experimentado de la legión, dio la orden de formar en testudo y en un momento una pared de escudos rodeó a la cohorte y la cubrió por arriba. Acto seguido el ritmo del avance se hizo más lento, pero entonces los hombres estaban protegidos de los misiles que llovían sobre ellos y que golpeteaban sin causar daño sobre las anchas curvas de sus escudos. El repiqueteo de los impactos era perfectamente audible desde el lugar donde se encontraban Vespasiano y su Estado Mayor.
La primera cohorte dobló el recodo de la última curva y empezó a avanzar entre un bastión y la puerta principal. Aquél era el momento más peligroso del asalto. Los soldados se hallaban bajo los disparos provenientes de dos lados y no podían empezar a utilizar el ariete contra la puerta hasta que no se hubiera tomado el bastión. El centurión superior conocía bien su trabajo y en tonos calmados y comedidos dio la orden para que la primera centuria de la cohorte se separara del testudo. Los soldados se dieron la vuelta bruscamente y subieron por la empinada cuesta hacia el bastión. Los Durotriges que habían sobrevivido al aluvión de proyectiles se lanzaron contra sus atacantes, sacando el mayor provecho posible de la ventaja que les proporcionaba la altura. Varios legionarios esgrimieron sus armas, cayendo y deslizándose cuesta abajo. Pero los enemigos eran demasiado pocos para resistir mucho tiempo el ataque Romano y las espadas de los legionarios, con sus despiadadas arremetidas, los hicieron trizas.
En cuanto se hubo desalojado el bastión, los soldados armados con arcos compuestos subieron a él rápidamente y empezaron a disparar a los defensores de la puerta principal, agachándose para colocar la siguiente flecha tras los escudos de la centuria que había tomado el bastión. Los Durotriges cambiaron la dirección de sus disparos y los lanzaron contra la nueva amenaza, lo que disminuyó la presión sobre el testudo situado al pie de la puerta. Entonces los ingenieros subieron con el ariete y, bajo la protección del testudo, iniciaron un lento y rítmico ataque contra las sólidas vigas de madera de la puerta principal.
Los sordos golpes del ariete llegaron a oídos de Vespasiano, que pensó entonces en Cato y su pequeño grupo al otro lado del poblado fortificado. Ellos también oirían el ariete y empezarían a actuar.
Bajo el barranco de desagüe al otro lado de la fortaleza, el montón de desperdicios y aguas residuales cobró vida de repente. De haber habido un centinela en la empalizada de más arriba, tal vez le hubiera costado creer lo que veían sus ojos cuando un pequeño grupo de lo que parecían guerreros celtas salieron de entre la hedionda pila de residuos y silenciosamente subieron por las vertientes del ribazo en dirección a la abertura de madera de la empalizada.
Mientras los ingenieros estaban atareados nivelando el terreno, un pequeño grupo de legionarios, los mejores hombres de la antigua sexta centuria de la cuarta cohorte, habían rodeado sigilosamente la fortaleza bajo las órdenes de su optio y del alto guerrero Iceni que les habían presentado aquella misma noche. Desnudos y pintarrajeados con los dibujos celtas hechos con tintura azul, iban equipados con espadas largas de caballería que a simple vista podrían pasar por armas nativas.
Prasutago los había guiado por los terraplenes y a través de las zanjas llenas de estacas hacia el maloliente montón de residuos. Allí, con silenciosas expresiones de asco, se habían ocultado entre los excrementos y líquidos de desecho y esperaron, inmóviles, a que amaneciera y el ariete atacara la puerta principal.
Al oír el primer golpe distante del ariete, Cato empujó a un lado los restos en descomposición de un ciervo bajo los que se había escondido y trepó a cuatro patas hacia la estructura de madera. Con una agilidad natural, Prasutago subió por el extremo más alejado del barranco y a Cato le recordó a un mono que había visto una vez en los juegos en Roma. En torno a ellos se hallaba el resto de soldados que Cato había seleccionado, fuertes y de extracción gala en su mayoría, para que así tuvieran más posibilidades de pasar por Britanos.
Cuando llegaron a lo alto del barranco, el ruido sordo del ariete se había convertido en un golpeteo regular que anunciaba la sentencia de muerte del fuerte y de sus defensores. Cato señaló el espacio bajo la abertura e, igual que en la ocasión anterior, Prasutago colocó su robusto cuerpo en posición. Cato trepó y miró con cautela por encima del borde hacia el interior del poblado fortificado, aquella vez bajo la luz del día. La planicie situada justo frente a él se hallaba desierta. A la derecha, tras la gigantesca figura del hombre de mimbre, había una oscura concentración de cuerpos que se apiñaban en torno a la puerta principal, esperando a lanzarse contra la primera cohorte en cuanto el ariete atravesara los gruesos troncos de la entrada. Entre ellos había algunas capas negras de los Druidas y Cato sonrió con satisfacción; las pocas probabilidades con las que contaban él y su pequeño grupo habían aumentado un poco.
Se encaramó al borde, salió del agujero y bajó el brazo para agarrar la mano del próximo soldado. Uno a uno treparon a través de la abertura y a gatas avanzaron hasta situarse junto al redil más próximo. Al final ya sólo quedó Prasutago y Cato se afirmó bien contra el armazón de madera de la plataforma antes de alargar sus manos hacia Prasutago. El guerrero Iceni agarró a Cato por los antebrazos, hizo fuerza para levantarse del suelo y en cuanto pudo pasó a asirse del borde de la abertura.
– ¿Todos los Iceni pesan tanto como tú? -preguntó Cato, jadeando.
– No. Mi padre… más grande que yo.
– Pues me alegro un montón de que estéis de nuestro lado. Avanzaron con sigilo para reunirse con los demás soldados y entonces Cato los llevó siguiendo los corrales hacia el recinto de los Druidas. Cuando llegó al último de los rediles les hizo señas a sus hombres para que se quedaran quietos y luego asomó lentamente la cabeza por el panel de adobe y cañas, maldiciendo en Voz baja al ver que aún había dos Druidas vigilando la entrada al recinto. Estaban en cuclillas y masticaban unos pedazos de pan, nada preocupados al parecer por la desesperada lucha que tenía lugar en la puerta. Cato retiró la cabeza e hizo una señal a sus hombres para que siguieran agachados. Debían mantenerse ocultos hasta que la puerta cayera y rezar para que los Druidas no hubieran ejecutado ya a sus rehenes.
– Esto no va demasiado bien -refunfuñó Vespasiano al tiempo que observaba la distante batalla frente a la puerta. La mayoría de los soldados del bastión habían sido abatidos y los disparos Britanos se concentraban en los legionarios agrupados junto a la puerta. El suelo ya estaba lleno de los escudos rojos y las armaduras grises de los Romanos.
– Podríamos decirles que regresaran, señor -sugirió Plinio-. Lanzar una nueva descarga e intentarlo de nuevo.
– No -repuso Vespasiano de manera cortante. Plinio lo miró, a la espera de una explicación, pero el legado no dijo nada. Cualquier relajación de la presión en la puerta principal pondría en peligro a Cato y a sus hombres. Por lo que el legado sabía, podría ser que ya estuvieran muertos, pero él tenía que suponer que ellos estaban llevando a cabo su parte del plan.
En aquellos momentos Cato era el único que podía salvar a los rehenes. Debían darle una oportunidad. Lo cual significaba que la primera cohorte tenía que permanecer en el mortífero campo de batalla junto a la puerta de la plaza fuerte. Había otro motivo para mantenerlos allí. Si ordenaba que volvieran a descender los terraplenes iban a perder más soldados por el camino. Luego, mientras los ballesteros renovaban sus descargas, los supervivientes del primer asalto tendrían que esperar sabiendo que debían enfrentarse a los peligros del ataque una vez más. Vespasiano podía imaginarse muy bien lo que aquello supondría para el espíritu de lucha de los soldados. Lo que entonces necesitaban allí arriba era ánimo, algo que intensificara su determinación.