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– ¿Dónde está Macro? -dijo jadeando. -El centurión Macro está ahí -Cato señaló hacia los restos de un muro y el mensajero empezó a moverse.

– ¡Espera! -le gritó Cato. Le enojaba la forma en que algunos de los hombres de las demás centurias permitían que el resentimiento que sentían por su juventud anulara el respeto que se merecía su rango.

El hombre se detuvo y de mala gana se dio la vuelta de cara al optio y se puso firmes.

– Eso está mejor -asintió Cato-. La próxima vez que hables conmigo te diriges a mí como optio o señor. ¿Entendido?

– Sí, optio. -Muy bien. Puedes seguir con lo tuyo. El soldado desapareció por el extremo del muro y Cato continuó poniéndose el equipo. Momentos después el mensajero reapareció, dirigiéndose de nuevo hacia la puerta, y entonces llegó Macro en busca de su subordinado.

– ¿Qué ocurre, señor?

– Se trata de ese maldito idiota de Diomedes. Se ha largado.

Cato sonrió ante la aparente estupidez de la afirmación. ¿Adónde iba a ir el griego? Y lo que era aún más importante, ¿por qué iba a escapar de la seguridad de la cohorte?

– Y eso no es todo -continuó diciendo Macro con una adusta expresión en el rostro-. Dejó sin sentido a uno de los muchachos que vigilaban a los Druidas y luego los destripó antes de desaparecer.

CAPÍTULO XIV

– ¡Hum! No es una visión agradable -dijo el centurión Hortensio entre dientes-. Diomedes hizo un trabajo muy concienzudo.

A los Druidas les habían apartado las túnicas de un tirón y los habían rajado salvajemente desde las costillas hasta la entrepierna. junto a cada uno de ellos había una maraña de brillantes tripas y vísceras en un charco de sangre. Con una basca convulsiva, a Cato le subió el vómito por la garganta y se atragantó con su sabor agrio. Se dio la vuelta en tanto que Hortensio empezaba a dar instrucciones a los demás centuriones.

– No hay ni rastro del griego. Es una lástima. -Hortensio arrugó la frente, furioso-. Ardo en deseos de emprenderla con él a patadas hasta que cambie de color siete veces. Nadie mata a mis prisioneros a menos que me los haya comprado primero.

Los demás oficiales asintieron con un gruñido. Los prisioneros que iban a ser vendidos como esclavos se conseguían a costa de un gran riesgo personal, y eso ocurría demasiado poco frecuentemente como para que se perdieran de esa manera, incluso aunque se tratara de una cuestión de venganza. Si Diomedes reaparecía, Hortensio se aseguraría de exigir una compensación.

Alzó una mano para acallar las enojadas voces de fondo.

– Nos dirigiremos de vuelta a la legión con los demás prisioneros. Son muchos para mandarlos con una escolta, la cohorte se resentiría demasiado. Y sin el griego para que hable por nosotros, dudo que seamos muy bien recibidos en las otras aldeas atrebates que se supone tenemos que visitar. De modo que regresaremos inmediatamente.

Eso suponía incumplir las órdenes, pero la situación lo merecía y macro movió la- cabeza en señal de aprobación.

– Vamos a ver -continuó diciendo Hortensio-. Unos cuantos de esos cabrones hijos de puta y sus monturas lograron escabullirse y podéis estar seguros de que regresarán con sus amiguitos echando leches. El poblado fortificado Durotrige más próximo se encuentra a más de un día a caballo. Si van a movilizar a un ejército para que nos siga, al menos hasta dentro de dos días no tendríamos que verlo. Aprovechemos al máximo esta ventaja. Que vuestros hombres marchen con brío, tenemos que alejarnos lo más posible de este lugar antes de que anochezca. ¿Alguna pregunta?

– ¿Y los cadáveres, señor? -¿Qué pasa con ellos, Macro? -¿Los vamos a dejar ahí y ya está? -Los Durotriges pueden ocuparse de los suyos. Yo me he encargado de nuestros muertos y de los habitantes del pueblo. El escuadrón de caballería tiene instrucciones de poner a nuestros hombres en el pozo con los lugareños y llenarlo de tierra antes de seguirnos. Es lo mejor que podemos hacer. No hay tiempo para piras funerarias. Además, creo que los habitantes de aquí prefieren el entierro.

Los Romanos se estremecieron con desagrado ante la idea de someter a los muertos a una descomposición gradual. Era una de las prácticas más desagradables que empleaban las naciones menos civilizadas del mundo. La incineración era un pulcro y limpio final para la existencia corpórea.

– Volved a vuestras unidades. Nos vamos enseguida.

El sol dibujaba una suave parábola en un cielo despejado el segundo día de marcha de la cohorte de vuelta a la segunda legión. Habían pasado la noche anterior en un campamento de marcha levantado a toda prisa y, a pesar del extenuante esfuerzo de romper el suelo helado para hacer la zanja y el terraplén, el frío y el temor al enemigo privaron del sueño a los hombres de la cohorte. Desde que despuntaba el día Hortensio no permitía que se realizara ninguna parada para descansar y no les quitaba los ojos de encima a los soldados. Cualquier legionario que diera muestras de aflojar el paso recibía una sonora bronca, acompañada de su sarmiento de vid blandido a troche y moche cuando era necesario dar un poco más de ánimo. Aunque el aire era frío y la nieve se había compactado en forma de hielo bajo sus pies, los soldados pronto empezaron a sudar bajo la carga de sus arneses con el equipo. Los prisioneros Britanos, si bien iban encadenados, no llevaban nada a cuestas, lo cual les favorecía. Uno de ellos, que estaba herido en las piernas, se había dejado caer al suelo abandonando la columna hacia el final del primer día. Hortensio se quedó de pie junto a él y arremetió contra el Britano con su sarmiento de vid, pero el hombre se limitó a hacerse un ovillo para protegerse y no se levantaba. Hortensio movió la cabeza con aire grave, clavó el sarmiento en el suelo y con un solo movimiento amplio desenvainó la espada y le cortó el cuello al Britano. Dejaron el cadáver junto al camino y la columna siguió avanzando. Desde entonces ningún otro prisionero se había separado de la línea.

Sin períodos de descanso que permitieran aliviar la presión de las duras barras del arnés sobre los hombros de los soldados, la marcha se estaba convirtiendo en un suplicio. En las filas los soldados se quejaban de sus oficiales en voz baja y cada vez con más resentimiento mientras se obligaban a poner un pie delante del otro. No eran muchos los que habían dormido desde la noche anterior al ataque contra los Durotriges. A primera hora de la tarde del segundo día, cuando el sol empezaba a descender hacia el borroso gris del horizonte invernal, Cato se preguntó si podría resistir mucho más aquella presión. La carga le había rozado la clavícula hasta dejársela en carne viva, los ojos le escocían a causa de la fatiga y a cada paso que daba unas punzadas de dolor le subían desde las plantas de los pies.

Cuando miró al resto de la centuria, Cato vio las mismas expresiones crispadas grabadas en todos los rostros. Y cuando el centurión Hortensio diera la orden de detener la marcha al final de la tarde, los soldados tendrían que empezar con el agotador trabajo de preparar un campamento de marcha. La perspectiva de tener que emprenderla con el suelo helado a golpes de pico aterraba a Cato. Al igual que en muchas otras ocasiones, se maldijo por estar en el ejército y su imaginación se concentraba en las relativas comodidades de las que había disfrutado anteriormente en su condición de esclavo en el palacio imperial de Roma.

En el preciso momento en que se rindió a la necesidad de cerrar los ojos y saborear la imagen de un pequeño y ordenado escritorio junto al cálido y parpadeante resplandor de un brasero, un inesperado grito devolvió a Cato a la realidad. Figulo había tropezado y se había caído y trataba de recuperar rápidamente su equipo desparramado. Contento de tener un motivo para abandonar la columna, Cato dejó su mochila en el suelo y ayudó a Fígulo a ponerse en pie.