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Cato trepó por la empinada cuesta cubierta de hierba hasta las estacas de la empalizada, hecha de madera toscamente tallada. A lo lejos, al otro lado, desperdigados más allá de la zanja, y por el blanco paisaje que venía después, se podían ver las oscuras siluetas de aquellos que habían logrado escapar a la matanza que había acabado con sus compañeros allí en el poblado. Unos cuantos de sus hombres se unieron a él, ansiosos por salir tras el enemigo.

– ¡Quietos! -logró gritar Cato con voz áspera a pesar del dolor que sentía en la garganta. Algunos de los soldados siguieron adelante y Cato tuvo que volver a gritar, haciendo un esfuerzo para que su orden sonara más fuerte-. ¡Alto!

– ¡Señor! -protestó alguien-. ¡Se escapan!

– ¡Eso ya lo veo, maldita sea! -exclamó Cato con enojo-. No podemos hacer nada. No los atraparíamos nunca. Tenemos que esperar que los exploradores de la caballería los vean.

La disciplina y el sentido común detuvieron a los soldados. Con el pecho palpitante a causa del esfuerzo y el vaporoso aliento que se alzaba por encima de sus cabezas, observaron cómo el enemigo huía adentrándose en la oscuridad. Cato estaba temblando, en parte debido al frío viento que soplaba aún con más fuerza en lo alto del terraplén y en parte por la liberación de la tensión nerviosa.

¿Tan poco tiempo había pasado desde que habían cargado contra el enemigo en el centro de la aldea? Se obligó a concentrarse y se dio cuenta de que todo el asunto no podía haber durado más que un cuarto de hora. El viento no traía sonidos de combate, de modo que la escaramuza en la puerta debía haber finalizado también. Así de rápido había terminado todo. Recordó la primera batalla en la que había combatido. Un pueblo en Germania, no muy distinto de aquél. Pero aquella lucha desesperada había durado toda una tarde y toda una noche hasta que aparecieron los primeros rayos del amanecer.

Por muy corta que hubiese podido ser aquella refriega, la misma exultación ardiente por haber sobrevivido le llenaba las venas y por algún motivo le hacía sentirse más viejo y más sabio.

Le dolía la garganta de manera espantosa y le suponía todo un suplicio tragar saliva o mover demasiado la cabeza en cualquier dirección. Ese enorme guerrero Durotrige casi había acabado con él.

CAPÍTULO XIII

El tenue resplandor rosado del cielo le daba un tono aún más pálido a la nieve depositada sobre el poblado arruinado. Como si la mismísima tierra hubiese sangrado durante la noche, pensó Cato mientras se levantaba con rigidez de la esquina de una pared donde había estado descansando bajo su capa del ejército. No había dormido. La incomodidad había sido demasiado grande para que pudiera hacerlo; su delgadez le hacía sentir el frío de una manera más intensa que los más musculosos y endurecidos veteranos de la legión, como Macro. Tal y como era habitual, los fuertes ronquidos del centurión habían llenado la noche, hasta que lo despabilaron para el turno de guardia de su centuria. Luego, tras haber despertado al siguiente oficial de la lista de turnos, había vuelto a sumirse al instante en un sueño profundo con un retumbo gutural que sonaba como un terremoto lejano.

Una fina capa de nieve cayó silenciosamente en cascada de los pliegues de la capa de Cato cuando éste se puso en pie. Cansado, se sacudió el resto y se desperezó. Pisando con cuidado entre los escombros, se acercó a la acurrucada figura de Fígulo y le tocó suavemente con la punta de su bota. El legionario rezongó y se dio la vuelta sin abrir los ojos, por lo que Cato tuvo que propinarle un puntapié.

– En pie, soldado.

Aunque era nuevo en el ejército, Fígulo sabía cuándo le habían dado una orden y su cuerpo respondió deprisa, aunque su mente, más lenta, hizo lo que pudo para no quedarse atrás.

– Enciende una hoguera -le ordenó Cato-. Asegúrate de hacerla en un lugar despejado, lejos de cualquier cosa que sea combustible.

– ¿Señor? Cato le lanzó una dura mirada al legionario, sin estar seguro de que el muchacho no le estuviera tomando el pelo. Pero Fígulo lo miró sin comprender; no había ni rastro de malicia en sus simples facciones y Cato sonrió.

– No hagas el fuego demasiado cerca de algo que pueda prender.

– Oh, entiendo -Fígulo movió la cabeza en señal de asentimiento-. Ahora mismo me pongo a ello, optio.

– Por favor. Fígulo se alejó sin ninguna prisa al tiempo que se rascaba el trasero entumecido. Cato lo miró y chasqueó la lengua. Aquel muchacho era demasiado corto de luces y demasiado inmaduro para las legiones. Debería sentirse extraño al estar haciendo ese tipo de juicios sobre alguien que era unos cuantos meses mayor que él, y sin embargo no era así. La experiencia le aportaba más madurez de la que nunca podría proporcionar la edad, y eso era lo que contaba en el ejército. Una sensación de bienestar fluyó por el cuerpo de Cato ante aquella otra prueba de que se estaba adaptando completamente a la vida de soldado.

Cato se arrebujó en la capa y salió de entre las chozas destrozadas donde la sexta centuria había pasado la noche. Ya se habían levantado unos cuantos soldados que, no del todo despiertos y con ojos adormilados, estaban sentados contemplando cómo rompía el alba en un cielo despejado. Algunos de ellos llevaban las marcas de la escaramuza de la noche anterior: trapos ensangrentados atados en las cabezas y los miembros. Sólo un puñado de soldados de la cohorte habían resultado mortalmente heridos. Por el contrario, los Britanos habían quedado hechos pedazos. Casi ochenta miembros de su banda yacían agarrotándose junto a la puerta y otros veinte o más estaban amontonados al lado del pozo. Los heridos y prisioneros sumaban más de un centenar, y estaban apiñados en los restos de un establo bajo la cautelosa mirada de la media centuria designada para vigilarlos. Unos cuantos Druidas habían sido atrapados con vida y se encontraban firmemente atados en una de las zanjas de almacenaje.

Mientras sus pasos crujían por la helada nieve en dirección a los hoyos, Cato vio a Diomedes que, sentado en cuclillas junto a uno de los bordes, miraba fijamente a los Druidas. Tenía una tira de tela enrollada en la cabeza y una mancha de sangre seca a un lado de la cara. No levantó la vista cuando el optio se acercó y no dio señales de vida, aparte del ondulado vaho que a intervalos regulares exhalaba al respirar. Cato se quedó un momento de pie a unos pocos pasos de él, esperando que el griego advirtiera su presencia, pero éste no se movió, siguió con la mirada clavada en los Druidas.

Por su parte, los Druidas estaban tendidos de costado, con las manos bien sujetas a sus espaldas y los tobillos atados. Aunque no estaban amordazados, no intentaron hablar y se limitaban a fulminar con iracundas miradas a sus guardias mientras temblaban sobre el suelo nevado. A diferencia de los otros Britanos con los que Cato se había topado, aquellos hombres llevaban el pelo largo, sin señales de que hubieran tratado de adornar su cabello con cal. Abundante y enmarañado, lo llevaban peinado hacia atrás, atado en una larga y desarreglada cola de caballo, mientras que las barbas las llevaban sueltas. Todos tenían un tatuaje de color oscuro en forma de luna en la frente y vestían unas túnicas negras.

– Son gente con un aspecto de lo más desagradable -dijo Cato en voz baja, ya que por algún motivo no quería que lo oyeran los druídas-. Nunca he visto nada igual.

– Pues considérate afortunado, Romano -masculló Diomedes.

– ¿Afortunado? -Sí -respondió Diomedes entre dientes, y se volvió hacia el optio-. Afortunado. Afortunado por no tener a una escoria malvada y sanguinaria como ésta viviendo al margen de tu mundo, sin saber nunca cuándo pueden aparecer entre vosotros para sembrar el terror. Nunca me hubiera imaginado que tuvieran agallas para caer tan al interior del territorio de los atrebates. Nunca. Ahora todos los que vivían aquí están muertos, no queda ni un solo hombre, mujer o niño. Todos ellos han sido asesinados y arrojados a ese pozo. -Diomedes arrugó la frente y apretó los labios con fuerza un momento. Luego se puso en pie y se metió una mano en la capa-. No veo por qué tendría que permitirse que estos cabrones sigan con vida. Los indeseables como ellos no merecen otra cosa más que la muerte.