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Candy descendió al primer piso y prendió fuego a la alfombra de la sala con un rayo proyectado desde la mano izquierda.

Ni Frank ni las mellizas valoraron jamás el carácter inmaculado de su nacimiento, y de hecho, habían relegado el incomparable estado de gracia para abrazar el pecado y hacer la tarea del diablo. Candy no cometería nunca ese error.

Oyó sobre su cabeza el rugido de las llamas, el hundimiento de un tabique. Por la mañana, cuando el sol iluminase el montón humeante de ennegrecidos escombros, los restos de aquel nido de corrupción atestiguarían la perdición final de todos los pecadores.

Candy se sintió purificado. Las imágenes psíquicas de la degeneración febril de los Dakota habían sido borradas de su mente.

Volvió a las oficinas de Dakota amp; Dakota y prosiguió su búsqueda.

Bobby se puso a conducir porque pensó que Julie no debía estar más tiempo tras el volante aquella noche. Llevaba despierta más de diecinueve horas, sin llegar a la maratón de veinticuatro, pero se encontraba exhausta; y el dolor reprimido por la muerte de Thomas le nublaba los sentidos y embotaba sus reflejos. Por lo menos, él había dormitado dos veces desde que el telefonazo de Hal les había despertado la noche anterior.

Cruzó casi toda Santa Bárbara y entró en Coleta antes de buscar una estación de servicio en donde pudieran explicarle la forma de ir a la Pacific Hill Road.

A petición suya, Julie abrió la guía telefónica sobre su regazo y, con ayuda de una pequeña linterna de la guantera, buscó el apellido Fogarty. El no sabía el nombre de pila, pero sólo le interesaba un Fogarty que tuviese el título de doctor.

– Quizá no viva en esta zona -dijo Bobby-, pero tengo el presentimiento de que sí.

– ¿Quién es él?

– Cuando Frank y yo viajamos, nos detuvimos dos veces en la consulta de ese individuo. Bobby le explicó aquellas breves visitas.

– ¿Cómo no lo mencionaste antes?

– Hube de resumir el relato cuando te contaba lo que había sucedido en el despacho y adonde habíamos ido Frank y yo, y como ese Fogarty no ofrecía demasiado interés, me abstuve de citarlo. Pero cuanto más tiempo he tenido para pensar en ello, más me parece que podría ser una clave de esto. Mira, Frank nos hizo salir de allí muy de prisa porque parecía reacio a poner en peligro a Fogarty por si Candy nos seguía de cerca. Si a Frank le preocupaba la seguridad de ese hombre, nos convendría tener una charla con él.

Julie se inclinó sobre la guía para examinarla de cerca: Fogarty, James; Fogarty, Jennifer; Fogarty, Kevin…

– Si no es médico, o no usa el título o «doctor» es un apodo, tendremos problemas. Incluso aunque sea médico no te molestes en mirar las páginas amarillas porque el individuo tiene ya sus años y debe de estar jubilado.

– ¡Aquí está! -exclamó ella-. Fogarty, Dr. Lawrence J.

– ¿Pone las señas?

– Sí. -Julie arrancó la página de la guía.

– Estupendo. Tan pronto como hayamos visto la infamante casa Pollard, haremos una visita a Fogarty.

Aunque Bobby había visitado tres veces aquella casa, lo había hecho siempre viajando con Frank y no conocía la ubicación exacta del 1458 Pacific Hill Road, como tampoco hubiera sabido exactamente por qué ladera del monte Fuji habían ascendido. No obstante, lo encontraron sin dificultad siguiendo las instrucciones de un individuo melenudo con bigote de puntas colgantes que encontraron en una estación Union 76.

A pesar de que las casas de la Pacific Hill Road correspondían a las señas de El Encanto Heights, no pertenecían a ese suburbio ni a la Goleta, que separaba El Encanto de Santa Bárbara, sino a una estrecha parcela de tierra que había entre ambas y que conducía en dirección este hacia un coto reservado de mezquitas, chaparros, arbustos desérticos y grupos de robles californianos y otros árboles de madera dura.

La casa Pollard estaba casi al final de la Pacific Hill, al borde de un terreno urbanizado, con pocos vecinos. Orientada hacia el suroeste, dominaba las agradables urbanizaciones que miraban al Pacífico, espléndidamente situadas en las colinas inferiores. De noche, el panorama era espectacular, un mar de luces desembocando en un mar auténtico rodeado de oscuridad. Sin duda, el vecindario era rural, y se veía libre de casas modernas y caras porque la legislación urbanística prohibía edificar dada la proximidad del coto reservado.

Bobby reconoció al instante la casa Pollard. Los faros apenas revelaron el seto eugenia y la herrumbrosa verja de hierro, entre dos altos pilares. Aminoró la velocidad al pasar por delante. La planta baja estaba a oscuras. En una habitación de arriba se veía luz; un pálido resplandor se filtraba por las rendijas de una persiana bajada.

Inclinándose hacia delante para mirar detrás de Bobby, Julie dijo:

– No se ve gran cosa.

– No hay mucho que ver. Es una mole ruinosa.

Recorrieron unos trescientos metros hasta el final de la calle, luego giraron y volvieron a pasar. Yendo cuesta abajo la casa quedaba del lado de Julie, y ésta insistió en que redujeran todo lo posible la velocidad para poder examinarla bien.

Cuando circulaban muy despacio ante la verja, Bobby vio también una luz en la parte trasera de la casa, en el primer piso. Verdaderamente no veía ninguna ventana iluminada sino sólo el resplandor que salía de ella y trazaba un rectángulo de luz pálida en el patio lateral.

– Todo está oculto entre sombras -dijo, por fin, Julie volviendo la cabeza para mirar hacia atrás-. Pero he visto lo suficiente para saber que es un lugar maldito.

– Mucho -asintió Bobby.

Violet estaba tendida de espaldas en la cama de la tenebrosa habitación con su hermana, dejándose calentar por los gatos que las cubrían y bullían a su alrededor. Verbina estaba tendida de costado, acurrucada contra Violet, una mano sobre los pechos de su hermana, sus labios rozando el hombro desnudo de Violet vertiendo su cálida respiración sobre la tersa piel de Violet.

No se habían echado para dormir. A ninguna de las dos le gustaba dormir por la noche porque ésa era la hora salvaje, cuando un gran número y variedad de depredadores naturales merodeaba por doquier y la vida era más excitante.

Por el momento, no estaban sólo una en otra y en todos los gatos que compartían la cama con ellas, sino también en una lechuza hambrienta que escrutaba la noche, cerniéndose sobre la tierra en busca de los ratones que no hubieran sido lo bastante espabilados para recelar de las tinieblas y permanecer en sus escondrijos. Ninguna criatura tenía una visión nocturna tan aguda como la lechuza, y sus garras y pico eran todavía más agudos.

Violet se estremeció de antemano esperando el momento en que algún ratón u otra criatura menuda fuera descubierta abajo, deslizándose entre la hierba por creer que eso lo ocultaría de la vista. Conocía por experiencia el terror y el dolor de la presa, el júbilo salvaje del cazador, y ahora ansiaba experimentar ambas cosas a la vez.

A su lado, Verbina murmuró, ensoñadora.

Cerniéndose a gran altura, planeando en espiral, ascendiendo de nuevo, la lechuza no había vislumbrado todavía su cena cuando el coche llegó, procedente de la colina, y se detuvo casi ante la casa Pollard. Eso llamó la atención de Violet, por supuesto, y a través de ella la atención de la lechuza, pero perdió el interés cuando el coche ganó velocidad y prosiguió su marcha. Sin embargo, unos segundos más tarde volvió a interesarse porque el vehículo había vuelto y casi se había detenido una vez más, frente a la verja.

Transmitió instrucciones a la lechuza para que sobrevolara el coche a una altura de dieciocho o veinte metros. Luego, la envió delante del coche y la hizo descender aún más, a unos seis metros antes de guiarla alrededor de él para aproximarse finalmente de frente al curioso automovilista.