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– Trescientos mil -dijo, mientras Bobby ponía la bandeja sobre su mesa.

El silbó por lo bajo.

– Entonces, ¿cuál es el total?

– Con esto, estaremos guardando para él unos seiscientos mil.

– Pronto necesitaremos una caja de caudales mayor.

Hal Yamataka puso la otra ropa de Frank sobre el velador.

– Hay algo equivocado en la cremallera de los pantalones. No quiero decir que funcione mal, porque no es así. Quiero decir que hay algo muy extraño en ella.

Hal, Frank y Julie acercaron sus sillas al velador cubierto de cristal y bebieron café negro mientras Bobby, sentado en el diván, inspeccionaba meticulosamente las prendas. Además de las rarezas que había percibido en el hospital, descubrió que casi todos los dientes de la cremallera del pantalón eran metálicos, mientras que otros cuarenta, salteados, parecían ser de goma dura negra; de hecho, la corredera se había atascado en dos de éstos.

Bobby miró desconcertado la cremallera anómala, pasando despacio un dedo arriba y abajo de una de las muescas, cuando de repente le asaltó una idea. Cogió uno de los zapatos que Frank había llevado y examinó el tacón. Parecía perfectamente normal. Pero en el tacón del segundo zapato vio treinta o cuarenta fragmentos minúsculos de metal incrustados en la goma, de tal modo que formaban con ella una superficie uniforme.

– ¿Tiene alguien a mano una navaja? -preguntó.

Hal sacó una del bolsillo. Bobby la usó para extraer dos de los brillantes rectángulos que parecían haberse insertado en la goma cuando ésta estaba aún reblandecida. Dientes de cremallera. Cayeron sobre el cristal con un leve tintineo. De una sola ojeada, Bobby apreció que la cantidad de goma desplazada por aquellos dientes equivalía a la que había encontrado en la cremallera.

Cuando se acomodó en el despacho de los Dakota, embellecido por Disney, Frank Pollard se vio asaltado por una extenuación tan extremada que resultaba casi de dibujos animados, el suficiente grado de agotamiento para dejar al pato Donald tan lánguido que podría deslizarse por una silla y derramarse en el suelo formando un charco de carne y plumas de ave. Le había estado minando día tras día, hora tras hora desde que despertó en aquel callejón, la semana anterior; pero ahora le invadía súbitamente, como si se hubiese roto un dique. Aquella avasalladora marea de extenuación no tenía la densidad del agua sino del plomo líquido, y él se sentía sobremanera pesado; sólo podía levantar un pie o mover una extremidad a costa de gran esfuerzo e incluso mantener erguida la cabeza representaba un trabajo ímprobo para su cuello. A decir verdad, sentía un dolor sordo en cada articulación del cuerpo, sobre todo las del codo, muñeca y dedos, pero aún más las de las rodillas, caderas y hombros. Estaba febril, no enfermo de gravedad sino como si un virus infeccioso que le hubiese afectado toda su vida estuviera consumiendo poco a poco sus energías. La extenuación no le había embotado los sentidos; por el contrario, le raya las terminaciones de los nervios con tanta precisión como lo haría un fino papel de lija. Los sonidos fuertes le hacían encogerse, la luz brillante le obligaba a contraer los doloridos ojos y sentía una extraordinaria sensibilidad para el calor, el frío y las estructuras de cada objeto que tocaba. El agotamiento parecía ser, sólo en parte, el resultado de su incapacidad para dormir más de dos horas por la noche. Si podía dar crédito a Hal Yamataka y los Dakota, y Frank no veía ninguna razón para suponer que le mentían, él había realizado varios actos increíbles de desaparición durante la noche, si bien al volver a su cama y quedar quieto allí no había podido recordar nada de lo que había hecho. Cualquiera que fuese la causa de tales desapariciones y dejando aparte el «adonde», el «cómo» y el «porqué», el acto de desaparecer parecía requerir un gasto de energía equivalente al de la carrera, el levantamiento de grandes pesos o cualquier otro esfuerzo físico similar. Por consiguiente, su debilidad y su profunda extenuación eran, quizás, el resultado de sus misteriosos viajes nocturnos.

A todo esto, Bobby Dakota había extraído sólo dos dientes metálicos del tacón del zapato. Después de examinarlos durante unos instantes, soltó la navaja, se arrellanó en el sofá y miró pensativo el cielo sombrío pero sin lluvia más allá de los grandes ventanales. Los demás guardaron silencio, esperando escuchar lo que había deducido del estado de aquellos zapatos y ropas.

Aunque exhausto y preocupado con sus propios temores, Frank calculaba, después de un día de contacto con los Dakota, que Bobby era el más imaginativo y el de mayor agilidad mental de los dos. Tal vez Julie fuera más sagaz que su marido y una pensadora más metódica, pero menos propensa a las variaciones súbitas de la lógica para llegar a deducciones perspicaces y soluciones imaginativas. Por lo general, Julie tendría más aciertos que Bobby, pero cuando se tratara de que la empresa resolviese aprisa los problemas de un cliente, la resolución sería atribuible a Bobby. Ambos formaban una buena pareja, y Frank confiaba en sus dos naturalezas complementarias para salvarse.

Volviéndose otra vez hacia Frank, Bobby preguntó:

– ¿Te dice algo la posibilidad de que tú mismo te puedas «teletransportar» de un lugar a otro en un abrir y cerrar de ojos?

– Pero eso es… magia -respondió Frank-. Yo no creo en la magia.

– ¡Ah, pues yo sí! -exclamó Bobby-. No en brujas, hechizos o genios dentro de botellas pero sí en la posibilidad de cosas fantásticas. El mero hecho de que el mundo exista, de que nosotros estemos vivos, de que podamos reír, cantar y sentir al sol sobre nuestra piel… se me antoja una especie de magia.

– ¿«Teletransportarme» yo mismo? Eso será si puedo. Y no sé que pueda. Evidentemente, primero he de quedarme dormido. Lo cual significa que el «teletransporte» debe de ser una función de mi subconsciente, por tanto involuntaria.

– No estabas dormido cuando reapareciste en la habitación del hospital ni en ninguna de tus otras desapariciones -dijo Hal-. Quizá la primera vez, pero no más tarde. Tenías los ojos abiertos. Y me hablabas.

– Pero yo no lo recuerdo -dijo, frustrado, Frank-. Sólo recuerdo que me fui a dormir, y de pronto me encontré despierto sobre la cama, con mucha congoja y confusión, y todos vosotros estabais allí.

– ¡«Teletransporte»! -suspiró Julie-. ¿Cómo puede ser posible tal cosa?

Bobby se encogió de hombros. Tomó un sorbo de café, mostrándose más sereno que ningún otro ocupante de la habitación como si tener un cliente con un portentoso poder psíquico fuese, si no un acontecimiento ordinario, sí al menos una situación que todos debieran considerar inevitable dados los muchos años que llevaban trabajando en el negocio de la seguridad privada.

– Yo le vi desaparecer -convino Julie-, pero no veo por qué eso ha de probar que él se… «Teletransportara».

– Cuando desapareció, fue a alguna parte -dijo Bobby-. ¿Conforme?

– Bueno… sí.

– Y el ir, instantáneamente, de un lugar a otro como un acto estrictamente volitivo… es «teletransporte», que yo sepa.

– Pero, ¿cómo? -inquirió Julie.

Bobby encogió los hombros otra vez.

– Ahora mismo el «cómo» no importa. Limítate a aceptar la hipótesis del «teletransporte» como punto de partida.

– Como una teoría -añadió Hal.

– Vale -convino Julie-. Supongamos, teóricamente, que Frank puede «teletransportarse».

Para Frank, a quien la amnesia le impedía hacer cabalas con su propia experiencia, eso equivalía a suponer que el hierro era menos pesado que el aire para facilitar un argumento que estableciera la posible existencia de dirigibles revestidos de acero. Pero se mostró deseoso de seguirles la corriente.

– Está bien, pues -dijo Bobby-. Entonces la hipótesis explica por sí sola las condiciones de esa ropa.