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Al comienzo de sus relaciones, Clint se había preguntado si su sordera tendría algo que ver con su propia capacidad para ser tan extrovertido en su presencia. Sorda de nacimiento, Felina nunca había oído la palabra hablada y, por tanto, no había aprendido a hablar con claridad. Así, pues, respondía a Clint con el lenguaje de las señas que él había aprendido para entender su habla dactilológica. Al principio, había pensado que el principal estímulo para su intimidad era la incapacidad de ella, por medio de la cual se aseguraba de que sus sentimientos y secretos más íntimos no serían divulgados cuando se los revelaba. Por consiguiente, una conversación con Felina era casi tan privada como una conversación consigo mismo. Sin embargo, a su debido tiempo, comprendió que se franqueaba con Felina pese a su sordera, no por causa de ella, que deseaba hacerle compartir cada uno de sus pensamientos y experiencias y compartir también los de ella simplemente porque la quería.

Cuando contó a Felina que Bobby y Julie se habían reunido tres veces en el cuarto de baño durante la entrevista con Frank Pollard para charlar en privado, rió encantada. Adoraba aquel sonido, era claro y singularmente melodioso, como si la gran alegría de vivir que no podía expresar con palabras se canalizase por entero mediante su risa.

– Menuda pareja son los Dakota -dijo él-. Cuando los ves por primera vez parecen tan distintos que no les crees capaces de trabajar juntos. Pero, al conocerlos bien, observas que encajan como dos piezas de rompecabezas y te das cuenta de que les unen unas relaciones casi perfectas.

Felina dejó su cuchara y respondió mediante signos:

– Nosotros también.

– Por descontado.

– Nosotros encajamos mejor que piezas de rompecabezas. Encajamos como la clavija y la hembra del enchufe.

– Por descontado -convino, sonriente, él.

Luego captó la alusión al sexo, y rió.

– Eres una moza con una mente muy sucia, ¿sabes?

Ella asintió con una mueca alegre.

– Clavija grande y hembra prieta, buen ajuste.

– Más tarde revisaré tu instalación eléctrica.

– Necesito desesperadamente un electricista de primera. Pero cuéntame más acerca de ese nuevo cliente.

El trueno estalló y retumbó en la noche, y una ráfaga súbita proyectaba la lluvia contra la ventana. El estruendo de la tormenta hizo aún más acogedora la cálida y aromática cocina. Clint suspiró satisfecho y luego experimentó una tristeza repentina al comprender que aquella sensación de abrigo tan satisfactoria, inducida por los sonidos del trueno y la lluvia, era un placer que Felina no podría experimentar ni compartir nunca con él.

Sacó del bolsillo del pantalón una de las gemas rojas que Frank Pollard había llevado a la oficina.

– Tomé prestado esto porque quería que lo vieras. Ese individuo tiene un tarro lleno de otras iguales.

Felina cogió la piedra, del tamaño de una uva, con el pulgar y el índice y la alzó hacia la luz.

– Muy bonita -dijo con la mano libre. Colocó la gema junto a su tazón, sobre la superficie de color marfil de la mesa-. ¿Tiene mucho valor?

– Aún no lo sabemos -respondió él-. Mañana tendremos un informe del perito.

– Creo que es valiosa. Asegúrate de que no tienes agujeros en el bolsillo cuando la devuelvas a la oficina. Presiento que tendrías que trabajar muchas horas para pagarla si la pierdes.

La piedra absorbía la luz de la cocina, la trasladaba de un prisma a otro y la reflejaba con un tono brillante tiñendo la cara de Felina con luminosas manchas color escarlata, hasta el punto de hacerla parecer manchada de sangre.

Clint barruntó un extraño presentimiento.

Ella preguntó con signos:

– ¿Por qué frunces el ceño?

No supo qué contestar. Su inquietud era desproporcionada. Un hormigueo frío le recorrió la espina dorsal desde la base hasta la nuca como si le cayeran por allí cubitos de hielo uno tras otro. Alargó la mano y movió un poco la gema para que los reflejos de color sangre dieran en la pared y no en la cara de Felina.

Capítulo 36

Hacia la una de la madrugada, Hal Yamataka se encontraba totalmente absorto en la novela de John D. MacDonald, The Last One Left. La única butaca de la habitación no era precisamente el asiento más confortable sobre el que hubiese aparcado alguna vez su trasero, el olor a antiséptico del hospital le causaba siempre un poco de náuseas, y los pimientos rellenos que había cenado le volvían a la boca, pero el libro era tan absorbente que Hal pasaba por alto todos aquellos menores inconvenientes.

Incluso se olvidó de Frank Pollard durante un rato, hasta que oyó un leve silbido, como de aire escapando bajo presión, y sintió una corriente súbita de aire. Levantó la vista del libro, esperando ver a Pollard sentado en la cama o intentando salir de ella, pero Pollard no estaba allí.

Alarmado, Hal se levantó dejando caer el libro al suelo.

La cama estaba vacía. Pollard había estado allí toda la noche, durmiendo hasta última hora, pero ahora no era así. La habitación no estaba muy iluminada porque los fluorescentes de detrás de la cama estaban apagados, pero las sombras que se originaban tras la lámpara de lectura no eran suficientemente densas como para ocultar a un hombre. Las sábanas no estaban revueltas sino dobladas pulcramente sobre el colchón, y las barandillas de ambos lados seguían en su lugar, como si Frank Pollard se hubiese disuelto cual figura esculpida en hielo.

Hal estaba seguro de que habría oído a Frank Pollard bajar una de las barandillas, salir de la cama y volver a colocarla en su sitio.

La ventana estaba cerrada. La lluvia resbalaba por el cristal devolviendo la luz de la habitación con reflejos plateados. Era un sexto piso, de modo que Frank Pollard no podía haber escapado por la ventana. No obstante, Hal la revisó y comprobó que no sólo estaba cerrada sino también con pestillo.

Acercándose a la puerta del lavabo, llamó:

– ¿Frank?

Al no recibir respuesta, entró. También estaba vacío.

Sólo quedaba el angosto armario como escondite viable. Hal lo abrió y encontró dos perchas con la ropa que llevaba Frank cuando había ingresado en el hospital. También vio allí sus zapatos, junto con los calcetines pulcramente enrollados y metidos dentro de ellos.

– No puede haber pasado por delante de mí para salir al vestíbulo -dijo, en voz alta, Hal, como si quisiera insinuar que por arte de magia esa posibilidad pudiera ser cierta.

Abrió la pesada puerta y salió presuroso al pasillo. No vio a nadie en ninguna dirección.

Se volvió hacia la izquierda y marchó aprisa hacia la salida de urgencia al final del pasillo y abrió la puerta. Plantado en el descansillo del sexto piso aguzó el oído por si percibía pasos ascendentes o descendentes, pero no oyó nada; se asomó por la barandilla de hierro y miró hacia abajo, luego hacia arriba. No había nadie.

Volviendo sobre sus pasos entró en la habitación de Pollard y miró debajo de la cama vacía. Todavía incrédulo, siguió hasta la confluencia de pasillos, dobló a la derecha y se encaminó hacia la cabina acristalada de las enfermeras.

Ninguna de las cinco enfermeras del turno de noche había visto a Pollard. Puesto que los ascensores estaban frente a la cabina de las enfermeras y Pollard tendría que haber esperado allí, a la vista de todo el mundo, parecía improbable que hubiese abandonado el hospital por aquella vía.

– Pensé que usted le vigilaba -dijo Grace Fulgham, la supervisora de pelo gris de la sexta planta. Su sólida constitución, su carácter indómito y su rostro ajado pero amable habrían sido perfectos para la protagonista de El viejo remolcador Annie si Hollywood hubiese pensado en volver a hacer esa película-. ¿Acaso no era ésa su misión?

– No he salido ni un instante de la habitación, pero…