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Durante toda su existencia Violet había vivido en la confluencia de muchas corrientes sensoriales, se había bañado en grandes y revueltos ríos de sonido y olor, de vista, gusto y tacto, experimentando el mundo mediante los sentidos propios y los de incontables sustitutos. Durante una parte de su infancia había sido autista, al verse abrumada por una avalancha sensorial que no podía asimilar; así que se había vuelto hacia el interior, hacia su mundo secreto de ricas experiencias, variadas y profundas, hasta aprender a controlar la afluencia entrante en vez de dejarse arrastrar por ella. Sólo entonces optó por relacionarse con las personas de su alrededor, abandonando el autismo; no aprendió a hablar hasta los seis años. No se había elevado nunca sobre las corrientes profundas y rápidas de una sensación excepcional para mantenerse en la orilla comparativamente seca de la vida donde existían otras personas, pero por lo menos había aprendido a asumir hasta cierto grado la interacción con su madre, Candy y otros.

Verbina no había podido asimilarlo nunca tan bien como Violet y, evidentemente, jamás lo haría. Había elegido una vida definida casi de forma exclusiva por la sensación, y mostraba poco o ningún interés por el ejercicio y desarrollo de su intelecto. No había aprendido a hablar, apenas se interesaba por nadie que no fuera su hermana, se sumía con alegre abandono en el océano de los estímulos sensoriales que surgían a su alrededor. Corriendo como una ardilla, volando como un halcón o una gaviota, bebiendo agua fría del arroyo por la boca de un mapache o un ratón de campo, entrando en el cerebro de una perra encelada cuando los machos la montaban, compartiendo el terror del conejo acorralado y la excitación salvaje del zorro depredador, Verbina disfrutaba con un soplo de vida que nadie, salvo Violet, podía comprender. Y ella prefería la emoción constante de aquella inmersión en la vida silvestre del mundo a la existencia mundana de otras personas.

Ahora, aunque Verbina continuaba durmiendo, una parte de ella estaba con Violet porque el sueño no requería tampoco la desconexión total de sus nexos con otros cerebros. La incesante aportación sensorial no era sólo la trama principal que conformaba sus vidas sino también el material que componía sus sueños.

Allá abajo, un rollizo ratón surgió de entre las ramillas secas y la hojarasca, por la maraña espinosa del tojo, y se escurrió a lo largo del desfiladero, alerta para detectar señales de enemigos a ras de suelo pero olvidando la muerte plumada que le observaba desde las alturas.

Sabiendo instintivamente que el ratón podía percibir el aleteo desde una gran distancia y buscaría cobijo en el refugio más cercano tan pronto lo oyera, el halcón plegó silenciosamente las alas y se lanzó en picado hacia el roedor. Aunque había compartido aquella experiencia incontables veces, Violet contuvo el aliento cuando se dejaron caer a plomo desde cuatrocientos metros para recorrer con vuelo rasante el desfiladero; y aunque ella estaba a salvo en su cama, sintió que se le revolvía el estómago y que un terror primitivo le quemaba el pecho aunque dejó escapar un chillido de excitación deleitable.

Sobre la cama, junto a Violet, su hermana dejó oír también un grito sordo.

En el desfiladero, el ratón se inmovilizó, intuyendo la arremetida del destino pero sin saber a ciencia cierta de dónde provenía.

El halcón desplegó las alas en el último instante; de súbito la verdadera sustancia del aire se hizo aparente y procuró un conveniente freno. Extendiendo las patas con los espolones por delante y abriendo las garras, el halcón apresó al ratón, justo cuando la criatura empezaba a reaccionar contra la repentina expansión de las alas e intentaba huir.

Aunque Violet se quedara con el halcón, entró también en el cerebro del ratón un instante antes de que el depredador lo apresara. Sintió, pues, el placer glacial del cazador y el pavor caliente de la presa. Desde la perspectiva del halcón notó cómo se abría la carne blanda del ratón bajo la acometida arrolladora de las garras, y desde la perspectiva del ratón sintió un dolor lacerante y percibió un horrible desgarro de las entrañas. El pájaro miró al chillón roedor entre sus garras y se estremeció con una salvaje sensación de dominio y poder, y con la convicción de que su hambre quedaría saciada de nuevo. Dejó escapar un graznido de triunfo que levantó eco a lo largo del desfiladero. Sintiéndose pequeño y desvalido entre las uñas de su alado asaltante, víctima de un miedo atroz tan intenso como para ser extrañamente afín al más exquisito de los placeres sensoriales, el ratón miró los ojos acerados e implacables y abandonó la lucha y relajó los músculos, resignándose a la muerte. Vio descender el pico feroz, notó cómo le desgarraba pero no sintió ya dolor, sólo conformidad petrificada; luego, un breve momento de dicha desbordante y por fin, nada, nada. El halcón echó hacia atrás la cabeza y dejó que los sangrientos y calientes jirones de carne le bajaran por el gaznate.

En la cama, Violet se volvió de costado para encerrarse con su hermana. Habiendo sido arrebatada de su sueño por el poder de la experiencia con el halcón, Verbina se abrazó a Violet. Y así, desnudas, pelvis contra pelvis, vientre contra vientre, pechos contra pechos, las mellizas permanecieron abrazadas y temblando sin control. Violet jadeaba sobre la tierna garganta de Verbina, y por su nexo con la mente de ésta sintió el flujo caliente de su propio aliento y el calor que comunicaba a la piel de su hermana. Ambas lanzaron sonidos inarticulados, se estrecharon con todas sus fuerzas y su respiración frenética no cesó hasta que el halcón arrancó el último jirón de carne roja y nutritiva a los despojos del ratón y con gran agitación de alas se elevó otra vez hacia el cielo.

Abajo quedó la finca Pollard: el seto Eugenia; la casa deteriorada por la intemperie, con aguijones y techo de pizarra; el Buick de veinte años que había pertenecido a su madre y que Candy conducía algunas veces; los macizos de prímulas encendidos de capullos rojos, amarillos y purpúreos en un arríate estrecho y descuidado que se extendía a lo largo del decrépito porche trasero. Violet vio también a Candy más abajo, en el rincón noreste de la extensa propiedad.

Mientras seguía abrazando a su hermana y rozando la garganta, mejilla y sien de Verbina con una serie de besos suaves, Violet dirigió al halcón para que volara en círculo sobre su hermano. Por mediación del ave le vio de pie y cabizbajo ante la tumba de la madre, llorando su muerte como lo hacía cada día desde la lejana fecha de su defunción.

Violet no lloraba aquella muerte. Su madre le había sido tan extraña como cualquier otra persona del mundo, y no había sentido nada especial cuando la mujer pasó a mejor vida. Y como Candy también tenía dones, Violet se sentía más cerca de él que de su madre, lo cual no era decir mucho, porque ella no lo conocía de verdad ni le tenía un gran afecto. ¿Cómo podía estar cerca de alguien en cuya mente no podía entrar para vivir con él y a través de él? Esa intimidad increíble era lo que la fundía con Verbina y lo que caracterizaba las múltiples relaciones que mantenía gozosa con toda la fauna que poblaba la Naturaleza. No sabía cómo relacionarse con nadie sin aquella intensa y recóndita conexión, y si no podía amar a una persona tampoco podía llorar su muerte.

Muy por debajo del avizorante halcón, Candy cayó de rodillas junto a la tumba.