– ¿Cuándo durmió usted al fin otra vez? -preguntó Julie.
– Eso sería la tarde del viernes, ¿no?
– Sí. Intenté permanecer despierto con cantidades ingentes de café. Me senté ante la barra de un pequeño restaurante contiguo al motel y bebí café hasta que me pareció flotar sobre el taburete. La acidez de estómago era tan fuerte que hube de parar. Volví a mi habitación. Cada vez que empezaba a dar cabezadas, salía a dar un paseo. Pero todo fue inútil. Me fue imposible permanecer despierto para siempre. Me derrumbé, por así decirlo. Necesitaba algún descanso. Así que poco después de las ocho de la tarde, me fui a la cama y me quedé dormido al instante. No me desperté hasta las cinco y media de la mañana.
– El sábado por la mañana.
– Sí.
– ¿Y todo marchó bien? -inquirió Bobby.
– Por lo menos no había sangre. Pero había otra cosa.
Todos esperaron.
Pollard se humedeció los labios e inclinó la cabeza como si se confirmara a sí mismo su voluntad de continuar.
– Fíjense, me había ido a la cama con mis calzones de boxeo… pero cuando desperté… estaba vestido de pies a cabeza.
– Un caso de sonambulismo -dijo Julie-. Se vistió mientras dormía.
– Pero yo no había visto antes la ropa que llevaba encima.
Julie parpadeó.
– ¿Cómo dice?
– No era la ropa que llevaba cuando me desperté dos noches antes en aquel callejón, y no era la ropa que me compré en la tienda el jueves por la mañana.
– Entonces, ¿de quién era la ropa? -inquirió Bobby.
– ¡Oh, debía de ser mía! -contestó Pollard-. Porque me sentaba demasiado bien para que perteneciera a otra persona. Me sienta al pelo. Incluso los zapatos. No pude quitar la ropa a otra persona y tener la suerte de que todo me sentara tan bien.
Bobby se deslizó de la mesa y empezó a pasear.
– ¿Qué estás diciendo? ¿Qué abandonaste el motel en ropa interior y fuiste a unos almacenes para comprar ropa, y que nadie te recriminó por tu indecencia y ni siquiera te hizo preguntas al respecto?
Pollard contestó sacudiendo la cabeza:
– No lo sé.
– Pudo haberse vestido en su habitación mientras andaba sonámbulo -dijo Clint-. Luego salió, compró otra ropa y se la puso.
– Pero ¿para qué iba a hacer eso? -preguntó Julie.
Clint se encogió de hombros.
– Me he limitado a sugerir una explicación posible.
– Veamos, señor Pollard -dijo Bobby-, ¿por qué habría de hacer usted algo semejante?
– No lo sé. -Pollard repetía tanto aquellas tres palabras que empezaba a gastarlas; cada vez que las repetía su voz parecía más tenue y borrosa que la anterior-. No creo que lo hiciera. Quiero decir que eso no suena bien… como explicación. Además, no me dormí en el motel hasta después de las ocho. Y, probablemente, no pude haberme levantado otra vez para salir y comprar la ropa antes de que los comercios cerraran.
– Algunas tiendas están abiertas hasta las diez -observó Clint.
– Existiría la oportunidad de colarse en una -convino Bobby.
– No creo que haya irrumpido en unos almacenes después de la hora establecida -dijo Pollard-. Ni robado la ropa. No creo que sea un ladrón.
– Sabemos que no lo eres -dijo Bobby.
– No sabemos nada de eso -saltó, agriamente, Julie.
Bobby y Clint la miraron, pero Pollard siguió examinando sus manos, demasiado tímido o confuso para defenderse.
Ella se sintió como una camorrista por haber puesto en entredicho su honradez. Pero, ¡naranjas de la China!, ellos no sabían nada de su vida. ¡Qué diablos, si estaba contando la verdad no sabía nada de sí mismo!
– Escuchad -dijo-, aquí la cuestión no es saber si robó o compró la ropa. No puedo aceptar ni una cosa ni otra. Al menos, no en nuestro escenario. Resulta demasiado extravagante… que un hombre vaya en ropa interior a una tienda o al K Mart o a cualquier otro lugar y se provea por su cuenta mientras anda sonámbulo. ¿Podría hacer todo eso sin despertar… y parecer despierto para los demás? No lo creo. No sé nada sobre sonambulismo, pero si lo investigamos, no encontraremos nada así, a mi juicio.
– Desde luego no fue sólo la ropa -dijo Clint.
– No, no sólo la ropa -replicó Pollard-. Cuando desperté, había una gran bolsa de papel sobre la cama a mi lado, como esas que te dan en los supermercados si no quieres plástico.
Rebusqué en su interior y estaba llena de dinero. Más billetes.
– ¿Cuánto? -preguntó Bobby.
– No lo sé. Un montón.
– ¿No lo contaste?
– Está en el motel donde me encuentro ahora, el nuevo alojamiento. Me mantengo en movimiento constante. Así, me siento más seguro. De cualquier forma, ustedes pueden contarlo más tarde, si lo desean. Yo intenté hacerlo, pero he perdido la capacidad para las más sencillas operaciones aritméticas. Sí, parece demencial, pero es la realidad. No pude sumar las cifras. Lo intenté una vez y otra: los números no significan ya gran cosa para mí. -Diciendo esto bajó la cabeza y se tapó la cara con ambas manos-. Primero, pierdo la memoria. Ahora pierdo las facultades fundamentales, como la aritmética. Me siento como si… como si me estuviera desintegrando, disolviendo… hasta que no quede ni el menor residuo de mí, sólo un cuerpo sin cerebro, todos los pensamientos… en el olvido.
– Eso no sucederá, Frank -dijo Bobby-. Nosotros no lo permitiremos. Averiguaremos quién eres y cuál es el significado de todo esto.
– ¡Bobby! -le reprendió Julie.
El esbozó una sonrisa obtusa.
– ¿Qué?
Julie se levantó de la mesa y fue hacia el lavabo.
– ¡Diablos! -Bobby la siguió, cerró la puerta y puso en marcha el ventilador-. Debemos ayudar a ese infeliz, Julie.
– Evidentemente el hombre sufre una amnesia psicótica. Hace todas esas cosas en estado inconsciente. Se levanta a media noche, cierto, pero no anda sonámbulo. Está despierto, alerta, aunque en estado amnésico. Así podría robar, matar… y no recordar ninguna de esas acciones.
– Apuesto cualquier cosa, Julie, a que la sangre de sus manos era suya. Tal vez tenga pérdida de conciencia, momentos de amnesia, como quieras llamarlo, pero no es un asesino. ¿Cuánto quieres apostar?
– ¿Y sigues diciendo que no es un ladrón? Mirándolo bien, se despierta con una bolsa llena de dinero e ignora de dónde proviene y no es un ladrón, ¿eh? ¿Crees, quizá, que falsifica dinero durante esos accesos de amnesia? No, crees que es una persona demasiado buena para ser un falsificador.
– Escucha -dijo él-, a veces debemos guiarnos por las buenas impresiones y, según mi buena impresión, Frank es un buen chico. Incluso Clint lo cree así.
– Es notorio que los griegos adolecen de gregarismo. A ellos les gusta todo el mundo.
– ¿Me estás diciendo que, a tu juicio, Clint es el típico animal social griego? ¿Estamos hablando del mismo Clint? Su apellido es Karaghiosis, ¿no? Un tipo que parece hecho de cemento y sonríe tanto como un vendedor indio de tabaco.
La luz del baño era demasiado resplandeciente. Se reflejaba en el espejo, el lavabo blanco, las paredes blancas y los azulejos blancos. Entre aquel resplandor y la determinación afable pero férrea de Bobby de ayudar a Pollard, Julie empezó a sentir jaqueca.
Cerró los ojos.
– Conforme, Pollard es patético.
– ¿Quieres volver ahí y escucharle hasta el final?
– Está bien. Pero, maldita sea, no le digas que nos proponemos ayudarle mientras no lo hayas oído todo. ¿De acuerdo?
Volvieron al despacho.
El cielo no tenía ya el aspecto de metal frío y chamuscado a trechos. Estaba más oscuro que antes y parecía hervir. Aunque soplara sólo una brisa suave a ras del suelo, vientos intensos parecían actuar a gran altitud pues unas nubes densas y negras procedentes del mar marchaban veloces tierra adentro.
Las sombras se concentraban en algunos rincones cual limaduras metálicas atraídas por imanes. Julie alargó la mano para encender las luces fluorescentes del techo. Pero no lo hizo al observar que Bobby miraba en torno suyo y contemplaba con evidente placer las lustrosas superficies broncíneas de las lámparas, el brillo suave de las mesas y el velador de roble pulido bajo la luz cálida y mantecosa.