Изменить стиль страницы

Jim Harlen se quedó con el sheriff aquel sábado por la noche, y su madre se emocionó al enterarse de las acciones de su hijo cuando volvió de Peoria a casa a la mañana siguiente.

Memo, la abuela de Mike, empezó a dar claras señales de mejoría y pudo murmurar algunas palabras y mover el brazo derecho en la segunda semana de agosto. «Algunas personas ancianas se defienden bien», fue el comentario del doctor Viskes. El señor y la señora O'Rourke hablaron con el doctor Staffney para buscar especialistas que dictasen la terapéutica necesaria para su plena recuperación.

La semana de después del incendio los muchachos empezaron de nuevo a jugar al béisbol, a veces hasta doce horas seguidas, y Mike acudió a la casa de Donna Lou Perry para disculparse y pedirle que volviese a jugar con ellos como pitcher. Ella le cerró la puerta en las narices, pero su amiga Sandy Whittaker empezó a jugar con ellos el día siguiente, y muy pronto otras de las muchachas más atléticas se presentaron por la mañana para elegir su equipo. Michelle Staffney resultó ser una tercera base muy aceptable.

Cordie Cooke no jugaba al béisbol pero iba de excursión con los muchachos y a menudo se sentaba en silencio con ellos mientras jugaban al Monopolio los días de lluvia o se quedaba rondando por el gallinero. Su hermano Terence fue declarado fugitivo por la oficina del sheriff del condado y por la Patrulla de Carreteras. La señora Grumbacher ayudó a la familia Cooke cuando se tuvo la seguridad de que el señor Cooke se había largado definitivamente, y algunas damas de la Sociedad Benéfica Luterana visitaron la casa Cooke, llevando comida y otras cosas. El padre Dinmen venía de Oak Hill a decir misa sólo los miércoles y los domingos, en San Malaquías, y Mike continuó haciendo de monaguillo, aunque pensaba dejarlo en octubre, que era cuando la diócesis debía designar un nuevo sacerdote.

Pasaron los días y creció el maíz. Las pesadillas de los muchachos no desaparecieron del todo pero se hicieron menos inquietantes.

Las noches se alargaban un poco cada día, pero parecían mucho más cortas.

El señor y la señora Stewart habían venido a la casa del tío Henry para cenar y habían traído consigo a los O'Rourke y a los Grumbacher. La madre de Harlen llegó más tarde con un caballero amigo, con quien ahora se veía «regularmente». El hombre, llamado Cooper, era alto y tranquilo, y en realidad se parecía un poco al actor Gary Cooper, pero sus dientes de delante estaban un poco torcidos. Tal vez por esto sonreía raras veces. Regaló a Harlen un guante Mikey Mantle en su visita del último fin de semana, y le sonrió tímidamente al estrecharle la mano. Harlen no estaba todavía seguro de él.

Los muchachos comieron en el suelo, encima del garaje del tío Henry, consumiendo sus bistecs en platos de papel y bebiendo leche fresca y limonada. Después de cenar, mientras los mayores hablaban en el patio de atrás, los chicos se dirigieron a las hamacas instaladas en el extremo sur del terrado y contemplaron las estrellas.

Durante una pausa en su conversación sobre la vida extraterrestre y si los niños de otros planetas, que giraban alrededor de otras estrellas, tendrían o no maestros, Dale dijo:

– Ayer quise ir a ver al señor McBride.

Mike cruzó las manos detrás de la cabeza y se sentó en su hamaca encima de la baranda.

– Creía que iba a trasladarse a Chicago o a alguna otra parte

– Sí -dijo Dale-, para vivir con su hermana. Y ya se ha ido. Le vi el martes, cuando estaba a punto de marcharse. Ahora la casa está vacía.

Los cinco muchachos y la niña guardaron silencio durante un momento. Cerca del horizonte, un meteorito surcó silenciosamente el cielo.

– ¿De qué hablasteis? -preguntó Mike al cabo de un rato.

Dale le miró.

– De todo.

Harlen se estaba atando el zapato, sin dejar de meterse en su hamaca.

– ¿Te creyó?

– Sí -dijo Dale-. Me dio todas las libretas de Duane. Las viejas libretas en las que había estado escribiendo.

Volvieron a guardar silencio. La conversación apagada de los adultos se mezclaba con el canto de los grillos y el ruido de las ranas en el estanque del tío Henry.

– De una cosa estoy seguro -dijo Mike-. Nunca me dedicaré a cultivar el campo cuando sea mayor. Demasiado trabajo. Tal vez la construcción; trabajar al aire libre es agradable, pero no en el campo.

– Yo tampoco -dijo Kevin. Aún estaba masticando un rábano-. Estudiaré para ingeniero. Ingeniería nuclear. Tal vez serviré en un submarino.

Harlen balanceó las piernas sobre la baranda y se meció en su hamaca.

– Yo voy a hacer algo con lo que ganar mucho dinero. Compraventa de fincas. O banca. Bill es banquero.

– ¿Bill? -preguntó Mike.

– Bill Cooper -dijo Harlen-. O tal vez seré contrabandista.

– El whisky es legal -dijo Kevin.

Harlen hizo un guiño:

– Sí, pero hay otras cosas que no lo son. La gente siempre paga mucho dinero por esas cosas.

– Yo voy a ser profesional de béisbol -dijo Lawrence, que estaba sentado sobre la baranda-. Probablemente catcher. Como Yoghi Berra.

– ¡Ah! -dijeron los otros cuatro chicos al unísono-. Seguro.

Cordie también se hallaba sentada en la baranda. Había estado contemplando el cielo, pero ahora miró a Dale.

– ¿Y tú, qué vas a ser?

– Escritor -dijo Dale a media voz.

Los otros lo miraron fijamente. Dale no había sugerido nunca nada como esto. Sacó confuso una de las libretas de Duane que llevaba en el bolsillo.

– Deberíais leer esto. De veras. Duane se pasó horas… años… escribiendo sobre el aspecto de las personas, lo que dicen y cómo andan… -Hizo una pausa, dándose cuenta de lo tonto que sonaba esto pero sin que le importase-. Bueno, es como si supiese exactamente lo que iba a ser y el tiempo que tardaría en prepararse para serlo…, años de trabajo y de práctica antes de que incluso pudiese intentar algo tan difícil como un cuento… -Dale tocó la libreta-. Todo está aquí. En todas sus libretas.

Harlen le miró de soslayo, dubitativo.

– ¿Y tú vas a escribir los libros de Duane? ¿Los libros que él habría escrito?

– No -dijo suavemente Dale, sacudiendo la cabeza-. Escribiré mis propios relatos. Pero me acordaré de Duane. Y trataré de aprender de lo que él estaba haciendo, de lo que se estaba enseñando él mismo…

Lawrence pareció excitado.

– ¿Vas a escribir sobre todas las cosas reales? ¿Sobre lo que ha sucedido?

Dale pareció confuso, dispuesto a poner fin a este tema de conversación.

– Si lo hago, tonto, voy a describir lo grandes y móviles que son tus orejas. Y lo pequeño que es tu cerebro…

– ¡Mirad! -le interrumpió Cordie, señalando al cielo.

Todos levantaron la mirada para observar cómo se deslizaba silenciosamente Eco por el cielo. Incluso los adultos interrumpieron su conversación para mirar cómo se movía entre las estrellas aquel satélite que parecía una pequeña ascua.

– ¡Caramba! -exclamó Lawrence.

– Está allá arriba, ¿no? -susurró Cordie, con una cara extrañamente dulce y resplandeciente a la luz de las estrellas.

– Exactamente donde y cuando Duane dijo que estaría -comentó Mike.

Dale bajó en silencio la cabeza, sabiendo que el satélite, como la Cueva de los Contrabandistas, como tantas otras cosas, estaría allí mañana por la noche y pasado mañana, pero que este momento, con los amigos a su alrededor y la noche suave, con sus sonidos y brisas de verano y las voces de sus padres y de los amigos de éstos más allá de la casa, y con la sensación de los interminables días de verano que agosto traía consigo…, que este momento era sólo para ahora y debía ser conservado.

Y mientras Mike, Lawrence, Kevin, Harlen y Cordie observaban el paso del satélite, con las caras levantadas y maravillándose de la brillante y nueva era que empezaba, Dale los observaba a ellos, pensando en su amigo Duane y viendo las cosas a través de las palabras que hubiese podido emplear Duane para describirlas.