Mike comprendió que si vacilaba dos segundos nunca tendría valor para entrar allí. Amartilló las dos armas y entró agachado por la abertura.
41
La lamprea llegaría antes que ellos a la puerta principal.
Cordie Cooke hacía todo lo posible por conducir el camión cisterna en línea recta por los cuarenta metros de acera hasta la puerta principal. Uno de los neumáticos de atrás parecía destrozado y hacía que el extremo del cargado camión se inclinase y colease. Kevin alternaba entre golpear el tablero, tratar de hablar de nuevo con Mike por el walkie-talkie y dar prisa a Cordie.
La lamprea alcanzó el sitio enarenado cerca de la puerta norte, se hundió por última vez y se encabritó al bajar el camión los últimos quince metros de acera en dirección a ella.
Kevin vio las frágiles tablas que habían tendido Dale y Harlen sobre los peldaños; comprendió inmediatamente que no podrían sostener un solo instante el peso del camión, y entonces se dio cuenta de que tenía que largarse de aquí. El impacto sólo tardaría unos segundos en producirse.
Su portezuela estaba atascada.
Kevin sólo perdió un segundo en intentar abrirla antes de deslizarse sobre el asiento y empujar a Cordie contra la puerta del conductor, mientras buscaba sobre su falda el tirador de aquélla.
– ¿Qué coño estás…?
– ¡Salta! ¡Salta! ¡Salta! -gritó Kevin, golpeándola.
El camión se desvió a la izquierda, pero Cordie y él agarraron el volante y rectificaron la dirección, en el momento en que la lamprea surgía del suelo delante de ellos como un muñeco gigantesco de una caja sorpresa.
Cordie abrió la portezuela y ambos saltaron y fueron a caer contra la gravilla con tanta fuerza que a Kevin se le rompió un diente y una muñeca. La muchacha rodó inconsciente sobre la hierba cuando el camión chocó con la lamprea a setenta kilómetros por hora. El parabrisas atravesó el hocico de aquella cosa como una jabalina.
Kevin se incorporó sobre la grava, torciendo el cuello de dolor al no sostenerle la muñeca derecha; se arrastró sobre las rodillas y con la otra mano empezó a tirar de Cordie hacia atrás, en el momento en que el camión y la lamprea que se desenroscaba se estrellaron contra el porche principal.
Después de todo no fue un impacto directo. El guardabarros delantero izquierdo del camión golpeó la baranda de cemento y la cabina chocó y se torció a un lado, al detener los dos primeros escalones el eje de delante, y se derrumbó lo que quedaba de ella sobre la lamprea, mientras la cuba de acero de cuatro toneladas era lanzada verticalmente contra el porche y atravesaba la entablada puerta principal.
Pero la cuba era demasiado ancha. Se arrugó como una lata gigantesca de cerveza al empujar la pared y el marco de la puerta hacia dentro, lanzando astillas de contrachapado y listones de ochenta años de antigüedad a veinte metros en el aire. El cuerpo de la lamprea fue sacado de su agujero como una serpiente con los dientes de un coyote, y Kevin tuvo una rápida visión del cuerpo segmentado al ser aplastado contra la puerta y su marco. El olor a gasolina llenó el aire al caminar Kevin, tambaleándose, hacia la hilera de olmos, con Cordie debajo del brazo derecho. No tenía idea de dónde estaban la pistola del 45 de su padre, ni el encendedor de oro.
«El encendedor.»
Kevin se detuvo, se volvió y se derrumbó sobre el césped, sin tener que preocuparse ya de la segunda lamprea.
La gasolina no había estallado. Podía ver los riachuelos que fluían de la cuba destrozada; podía ver la gasolina que había salpicado las paredes y se filtraba en el interior; podía oír el borboteo y oler los vapores. «No ha estallado.»
Maldita sea, esto no era justo. En las películas que él veía, un coche saltaba de un acantilado y estallaba en el aire sin más razón que las aficiones pirotécnicas del director. Aquí él había destruido algo que casi valía cincuenta mil dólares y que era el medio de vida de su padre, había lanzado cuatro toneladas y casi cuatro mil litros de gasolina contra un colegio que era un polvorín… ¡y nada Ni una maldita chispa!
Kevin arrastró a Cordie otros veinte metros, apartándola del lugar de la catástrofe, reclinó a la inconsciente y posiblemente muerta muchacha en el tronco de un olmo, rasgó una larga tira de tela de sus harapos y volvió atrás…, tambaleándose como un borracho, sin tener idea de dónde estaba el encendedor, ni de cómo podía producir una llama, ni de cómo escaparía con vida si la encendía. Ya se le ocurriría algo.
Dale y Harlen lanzaron gritos de advertencia al oír a Mike en la escalera. Los dos chicos saltaban de un pupitre a otro, tratando de mantenerse a una hilera de distancia del Soldado y de Van Syke. Los copiosos hongos y los cadáveres que ocupaban los asientos hacían que aquellas cosas se moviesen con dificultad entre los pupitres. Pero el bulto blanco que era Tubby surgió en forma de una mano blanca buscándoles a tientas, y de una cara blanca levantándose del moho a sus pies.
El doctor Roon y Mink Harper se colocaron a los lados de la puerta, esperando a Mike. Se echaron encima de él en el instante en que pasó por la abertura. Roon era demasiado rápido; de un manotazo apartó el cañón del arma en el instante en que Mike apretaba el gatillo. En vez de volarle la cabeza al director, el disparo cortó un trozo de red del techo, rompió una bolsa y saltó toda la masa de tendones y filamentos serpenteantes.
Mink Harper no fue tan rápido. Empleó lo que le quedaba de los dedos para agarrar la muñeca derecha de Mike y los restos de su cara se alargaron como un embudo, pero Mike tuvo tiempo de amartillar el arma, aplicar el cañón de cuarenta y cinco centímetros contra el vientre de Mink y apretar el gatillo. El cuerpo pareció levitar, envolviéndose en los hilos que colgaban entre la lámpara y el retrato de Washington por Gilbert Stuart. Inmediatamente, la red de tendones empezó a desbordarse y a introducirse en la carne de Mink. Mike hurgó en su bolsillo, tocó los dos cartuchos que le quedaban, sacó uno de ellos, tiró el casquillo vacío del cargador de la Savage y metió el nuevo en él.
El doctor Roon hizo un ruido y le arrancó la escopeta casi sin el menor esfuerzo. Dio una patada a Mike en la cabeza, al tratar el muchacho de esquivar el golpe aunque no lo hizo con la suficiente rapidez, y bajó el punto de mira de la Savage hacia la cara inconsciente de Mike.
– ¡No! -gritó Dale.
Él y Harlen estaban a sólo unos pocos pasos de Van Syke, saltando de un pupitre a otro hacia el Soldado que esperaba; pero ahora Dale saltó por encima de sus brazos estirados. Chocó con el hombro de Roon y después con el marco de la puerta, y se apartó rodando al desviarse la escopeta y disparar. El disparo alcanzó a la señora Duggan en mitad del pecho, destruyendo los últimos restos del vestido de difunta y lanzándola contra la pizarra. Poco a poco, los brazos crispados tiraron de la cosa hacia su mesa.
El cuerpo de la señora Doubbet empezó a ponerse en pie, separándose los hilos de la red carnosa con unos sonidos suaves. Sus párpados se agitaron furiosamente sobre las órbitas. Lawrence había vuelto en sí, en su silla, y empezó a tirar de sus ataduras al acercarse la maestra.
El doctor Roon levantó a Dale por la pechera de la camisa y lo sacudió.
– ¡Maldito seas! -jadeó a la cara del chico.
Lo arrojó de cabeza a través de la puerta y salió tras él.
La negra forma de Karl Van Syke se inclinó sobre Mike.
Jim Harlen había saltado a la primera hilera de pupitres, tratando de acudir en auxilio de su amigo, pero los grandes rollos de cuerda pendían todavía de sus hombros y le hicieron perder un instante el equilibrio y caer, agarrándose a una fina red pero logrando sólo arrastrarla con él al caer sobre los hongos entre los pupitres. La red era cálida al tacto y rezumaba.