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Aunque medio dormido, sabía que estaba en casa -había llevado al viejo en la camioneta sobre las dos colinas, más allá del cementerio y de la casa de Henry, el tío de Dale, y después, por la carretera Seis del condado, hasta la casa de campo. Había metido al viejo en la cama y había montado el nuevo distribuidor antes de cocinar una hamburguesa-, pero le sorprendía que se hubiese dormido con el auricular de la radio murmurando todavía en su oído.

Duane dormía en el sótano, en un rincón que había aislado con una manta colgada y varias cajas. La cosa no era tan triste como parecía. La segunda planta estaba demasiado fría y vacía en invierno, y el viejo había desistido de dormir en la habitación que había compartido con la madre de Duane.

El viejo dormía ahora en el salón, y Duane disponía del sótano; aquí abajo se estaba caliente cerca del horno, incluso cuando soplaba el viento sobre los rastrojos en lo más crudo del invierno; había una ducha, en vez de la bañera de la segunda planta, y Duane había bajado una cama, un tocador, su material de laboratorio y de cámara oscura, su banco de trabajo y sus aparatos electrónicos.

Duane escuchaba la radio por la noche hasta muy tarde, desde que tenía tres años. El viejo también lo había hecho, pero hacía algunos años que había renunciado a ello.

Duane tenía radios de galena y auriculares comprados en la tienda, aparatos Heath y consolas reconstruidas, una radio de onda corta e incluso un nuevo modelo de transistor. Tío Art había sugerido que Duane se hiciese radioaficionado, pero esto no le interesaba. No quería transmitir; quería escuchar.

Y escuchar es lo que hacía, hasta altas horas de la noche, en las sombras de su sótano, con hilos de antena colgados en todas partes, conectados con cañerías y saliendo por las ventanas. Duane escuchaba emisoras de Peoria, de Des Moines, de Chicago, y desde luego las grandes emisoras de Cleveland y Kansas City; pero disfrutaba sobre todo con las más lejanas, los murmullos de Carolina del Norte, Arkansas, Toledo, Toronto, y en ocasiones, cuando la capa de iones era la adecuada y las manchas solares estaban tranquilas, el parloteo en español o en el tono lento de Alabama, casi tan extranjero como aquél, o las llamadas de una estación de California o un programa de Quebec.

Duane escuchaba deportes, cerrando los ojos en la oscuridad de Illinois e imaginándose los campos de béisbol iluminados, donde la hierba era tan verde como roja era la sangre, y escuchaba música; le gustaba la clásica, adoraba la Big Band, aunque le entusiasmaba el jazz. Pero sobre todo escuchaba los programas de preguntas y respuestas en que pacientes e invisibles locutores esperaban que oyentes sin rostro llamasen para hacer sus vacilantes pero fervientes comentarios.

A veces se imaginaba que era el único tripulante de una nave espacial situada a años luz de la Tierra, incapaz de dar media vuelta, condenada a no volver jamás, incluso imposibilitada de alcanzar su destino en el tiempo de una vida humana, pero todavía conectada por este arco expansivo de radiación electromagnética, elevándose ahora a través de capas superpuestas de viejos programas de radio, viajando hacia atrás en el tiempo como viajaba él hacia delante en el espacio, escuchando voces de personas muertas hacía mucho tiempo, moviéndose hacia atrás en dirección a Marconi, y después silencio.

Alguien estaba murmurando su nombre.

Duane se incorporó en la oscuridad y se dio cuenta de que los auriculares aún se hallaban en su sitio. Había estado probando el nuevo modelo Heath antes de quedarse dormido.

La voz sonó de nuevo. Probablemente era femenina, pero parecía extrañamente asexuada. El tono estaba debilitado por la distancia, pero era tan claro como las estrellas que había visto al venir desde el granero a medianoche.

Ella… ello… le llamaba por su nombre.

– Duane… Duane…, venimos a buscarte, querido.

Duane se sentó en la cama y apretó con más fuerza los auriculares en sus oídos. La voz no parecía llegar a través de ellos. Parecía venir más bien de debajo de la cama, de la oscuridad de encima de las tuberías de la calefacción, de las paredes de ladrillos.

– Vendremos, querido Duane. Vendremos pronto.

Nadie llamaba «querido» a Duane. Ni siquiera en broma. No tenía idea de si su madre lo había hecho cuando estaba viva. Duane pasó la mano por el cordón del auricular y localizó el enchufe frío sobre la manta, donde lo había dejado después de apagar el receptor.

– Vendremos pronto, querido Duane -murmuró la voz, apremiante, a su oído-. Espéranos, querido.

Duane se inclinó en la oscuridad, buscó el cordón colgante y encendió la luz.

Los auriculares no estaban enchufados. El receptor estaba apagado. Ninguna radio estaba encendida.

– Espéranos, querido.

5

Dale olió la Muerte antes de verla.

Era el viernes, tres de junio, el segundo día de verano de los chicos, y todos éstos habían estado jugando a béisbol desde después del desayuno -a media tarde estaban cubiertos de polvo, que se había puesto fangoso por el sudor-, cuando Dale olió la Muerte que venía.

– ¡Dios mío! -exclamó Jim Harlen desde su sitio entre la primera base y la segunda-. ¿Qué es aquello?

Dale estaba acercándose a la base del bateador, pero retrocedió y señaló.

El olor venía del este, junto con la brisa que soplaba en el camino de tierra que conectaba el campo de béisbol de la ciudad con la Primera Avenida. Era un olor de muerte, de corrupción, el hedor de animales muertos en la carretera, de gases producidos por las bacterias en hinchados vientres muertos, y se estaba acercando.

– ¡Uffff! -dijo Donna Lou Perry desde el montículo del pitcher.

Retuvo la pelota en la mano derecha, se llevó el guante a la boca y la nariz, y se volvió a mirar en la dirección que indicaba Dale.

El camión de recogida de animales muertos giró lentamente desde la Primera Avenida y rodó por los cien metros de camino de tierra en dirección a ellos. La cabina era de un rojo escandaloso y el suelo del camión detrás de aquélla estaba resguardado por sólidos listones. Dale pudo ver cuatro patas sobresaliendo rígidas hacia arriba -tal vez de una vaca o de un caballo, era difícil saberlo a aquella distancia-, con el cuerpo arrojado evidentemente entre otros y las pezuñas señalando hacia el cielo como una caricatura de un animal muerto.

Pero esto no era una caricatura.

– Huy, descansemos un poco -dijo Mike desde su posición de catcher detrás de la base del bateador. Se tapó la boca y la nariz con la camiseta al hacerse más fuerte el hedor.

Dale se alejó otro paso de la base, con los ojos húmedos y el estómago revuelto. El camión llegó al final del camino de tierra y se detuvo en la herbosa zona de aparcamiento detrás de las gradas a su derecha. El aire pareció espesarse alrededor de los muchachos, y el hedor de animales muertos se cerró sobre la cara de Dale como una mano.

Kevin llegó corriendo desde la tercera base.

– ¿Es Van Syke?

Lawrence se levantó del banco y se acercó a Dale, y los dos miraron bizqueando hacia el camión, con las viseras de sus gorras de béisbol bajadas.

– No lo sé -dijo Dale-. No puedo ver lo que hay en la cabina, con este maldito resplandor. Pero Van Syke suele conducir ese camión en verano, ¿no?

Gerry Daysinger había estado esperando detrás de Dale. Ahora sostuvo el bate como un fusil e hizo una mueca.

– Sí, casi siempre lo conduce Van Syke.

Dale miró al muchacho bajito. Todos sabían que el padre de Gerry conducía a veces aquel camión o segaba la hierba del cementerio, pequeños trabajos de los que se solía cuidar Van Syke. Nadie había visto nunca al señor Van Syke con un amigo, pero el padre de Gerry iba algunas veces con él.

Como si leyese sus pensamientos, Daysinger dijo: