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Pasé los dedos por el marco de la ventana e iluminé con la linterna la pintura blanca levantada, arrugada y apergaminada por el fuego, como un pellejo marchito y sin vida. Vi el punto por donde se había levantado la madera, vi el punto por donde había vuelto a clavarse: pum, pum, pum. Apoyé la linterna en el alféizar. Tardé unos minutos en colocarla de modo que pudiese ver lo que hacía con ambas manos libres. Introduje el extremo curvo de la palanqueta en la ranura del marco de la ventana y cedió con un crujido tan ruidoso y ensordecedor que el corazón me dio un vuelco. Pensaba que a Elaine la habían matado con un contrapeso de la guillotina y que, acabada la operación, lo habían restituido y habían vuelto a clavar al marco. Se me había ocurrido en un chispazo intuitivo al ver cómo golpeaba la ventana de mi cuarto de baño contra el jambaje.

Era ingenioso. A Marty tuvo que gustarle el sentido de orden casero que entrañaba. Si la casa se hubiera incendiado totalmente aquella noche, ¿quién lo habría descubierto? Las excavadoras habrían derribado los restos del edificio, los hubieran cargado en camiones de caja abatible y éstos los hubieran depositado en los basureros municipales. Pero incluso con la casa en el estado actual, ¿quién iba a descubrirlo? En cierto modo se comportaba como una idiota imprudente por querer recoger el arma homicida. ¿Por qué no la dejaba donde estaba? Sin duda se había puesto nerviosa, había sido presa del pánico y quería atar todos los cabos sueltos para sentirse a salvo dondequiera que estuviese. Podían detenerla, pero ¿qué podía demostrarse? En el arma homicida estarían sin duda sus huellas. Incluso era posible que aún pudiesen detectarse en ella cabellos de Elaine, fragmentos de hueso, partículas microscópicas de carne. Me pregunté qué pensaría hacer con aquel objeto siniestro. Enterrarlo en algún lugar, probablemente, arrojarlo al agua desde cualquier muelle.

Metí un destornillador grueso en la estrecha rendija que había entre el marco y el madero que lo sujetaba. Pensé que las distintas partes y secciones de un ventana tenían que tener designación específica, pero ignoraba los nombres. Yo me limitaba a imitar el arte de mi cerrajera Becky. El resultado iba a ser el mismo. Desmonté el marco y quedaron al descubierto los dos juegos de contrapesos, la correa que los movilizaba y las poleas que regulaban la subida y bajada de la guillotina. Los puse bien a la vista, guardándome de tocar nada. Mierda, allí no iba a verse ni una sola huella. El metal estaba cubierto por una fina película de serrín y suciedad. La humedad había generado tanta herrumbre que cualquier huella latente se habría borrado ya. Que hubieran transcurrido seis meses no mejoraba las cosas. Los restos de sangre seca se podían ver a través del microscopio, pero ignoraba qué más podía descubrirse. Recorrí la guillotina con el haz luminoso de la linterna. Enganchados en un nudo de color marrón oscuro vi brillar unos cabellos rubios. Hice una mueca de asco.

Puse un plástico alrededor y lo pegué con cinta adhesiva. Abrí la hoja de la navaja multiuso que había cogido y corté las correas, haciendo chocar los contrapesos sin querer al meterlos en una bolsa de plástico. El teniente Dolan y sus expertos en huellas habrían apretado los puños si me hubieran visto tratar de aquel modo las pruebas, pero no tenía elección. Metí la navaja multiuso en la bolsa de plástico, junto con el resto de las herramientas, haciendo crujir la bolsa con cada movimiento; por eso no oí a Leonard y Marty hasta que los tuve en la puerta trasera.

Capítulo 26

La llave se introdujo en la cerradura y sentí un trallazo en la cabeza. El miedo se apoderó de mí como una descarga eléctrica y el corazón empezó a latirme con tanta fuerza que noté las palpitaciones en el cuello. Mi única ventaja consistía en que yo sabía que ellos estaban allí, mientras que ellos ignoraban mi presencia.

Cogí la linterna y me coloqué bajo el brazo los contrapesos envueltos en plástico. Me puse en movimiento y a calcular mis posibilidades con un cerebro que sentía lento y enfriado, como sumergido en agua helada. Me tentaba la idea de subir al piso de arriba, pero contuve el impulso. No había allí ningún escondrijo ni medio de acceder al tejado.

Me dirigí hacia la izquierda, hacia la cocina, con los oídos aguzados al máximo. Capté retazos de una conversación en voz baja. Al parecer trataban de orientarse encendiendo una linterna a intervalos. Si Marty no había estado en la casa desde la noche del incendio, puede que estuviera reaccionando ante el espectáculo, asqueada momentáneamente, como yo, al ver aquellas ruinas carbonizadas. No lo sabían aún, pero no tardarían en saberlo. En cuanto vieran la ventana se pondrían a buscarme.

La puerta del sótano estaba entornada, dibujando una raya negra en sentido vertical que destacaba entre las tinieblas del pasillo. Encendí y apagué la linterna en una fracción de segundo, me colé por la abertura y bajé lo más aprisa que pude sin hacer ruido. Sabía que las puertas oblicuas que daban a un lado del patio estaban cerradas con candado, pero por lo menos allí abajo encontraría algún sitio donde esconderme. Eso esperaba.

Seguí bajando y me detuve al pie de las escaleras para orientarme. Oí arriba el roce, el crujido de pasos. Me encontraba en un lugar más oscuro que la boca de un túnel. Me daba la sensación de que las tinieblas se me pegaban a los ojos como un antifaz grueso y negro que ninguna luz pudiera traspasar. Tuve que arriesgarme a encender otra vez la linterna. Aunque llevaba allí muy poco tiempo, el resplandor me deslumbre y tuve que volver la cabeza para protegerme los ojos. Parpadeé para acostumbrarlos a la luz. Dios mío, ¿cómo iba a salir de aquélla?

Hice una inspección rápida, trazando con la linterna una circunferencia completa. Tenía que ocultar los contrapesos y no contaba con mucho tiempo. Puede que me sorprendieran, pero no quería que cogieran el arma homicida, objetivo concreto de su presencia en la casa. Me acerqué a la estufa, voluminosa y apagada, y con un aspecto tan amenazador como un tanque. Abrí la portezuela y metí los contrapesos, encajándolos entre la pared exterior y la caja de los quemadores del gas. Los goznes chirriaron al cerrar la portezuela.

Me quedé helada y alcé los ojos automáticamente, como si pudiera calcular con la vista hasta dónde había llegado el ruido.

Silencio arriba. Tenían que estar ya en el vestíbulo, tenían que haber visto ya lo que había hecho en la ventana. Estarían escuchando por si me oían, del mismo modo que yo estaba atenta a lo que ellos hicieran. En la oscuridad de una casa antigua como aquélla, el ruido puede ser tan engañoso como la voz de un ventrílocuo.

Busqué a toda prisa un lugar donde esconderme. Los recodos y rincones que veía eran demasiado pequeños, demasiado superficiales para que me sirvieran. Oí crujir una viga del techo. No tardarían mucho ya. Ellos eran dos. Se separarían. Uno iría al piso de arriba, el otro bajaría al sótano.

Fui hacia la izquierda, avanzando de puntillas hasta los escasos peldaños de cemento que desembocaban en el mundo exterior. Me agaché, subí arrastrándome y me agazapé en el espacio angosto del final. Quedé con la espalda pegada a las puertas de madera, las piernas encogidas. Puesto que habían cortado la luz general de la casa, tendrían que buscarme con la linterna y cabía la posibilidad de que no me vieran. Esperaba que fuera difícil localizarme allí hecha un ovillo, pero no podía estar segura.

Mientras tanto, lo único que me separaba de la libertad era aquella superficie oblicua de madera que tenía a la espalda. Percibía el aroma del aire húmedo de la noche que se filtraba por las grietas. La dulce fragancia de los jazmines plantados junto a la casa se mezclaba desagradablemente con la fetidez del hollín y la pintura podrida. El corazón me retumbaba en el pecho, la ansiedad me atenazaba con tal fuerza que los pulmones me dolían. Empuñé la linterna como si fuera una porra y reduje la respiración a un hálito mínimo.