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Capítulo 25

Mientras reflexionaba sobre el paso que daría a continuación, empezó a salirme en la rodilla un cardenal que dolía lo indecible y que quizá no se me fuera nunca. No quería irme de allí ahora que tenía a tiro al enemigo. No había ningún teléfono público en varios kilómetros a la redonda, y ¿a quién podía llamar, por otra parte? Pensé en salir del vehículo y arrastrarme hasta la casa, pero nunca se me han dado bien estas operaciones. Nunca encuentro ventanas abiertas donde más las necesito. Las pocas veces que me he acercado lo bastante para escuchar a hurtadillas sólo me he enterado de estupideces. Nadie se pone a enumerar en voz alta los detalles fundamentales de sus delitos más recientes. Ponte a espiar por una ventana y lo más probable es que sorprendas a los malos jugando al julepe. Jamás he visto a nadie descuartizar un cadáver o repartir el botín de un atraco. En consecuencia, decidí quedarme en el coche y esperar.

No hay nada tan llamativo como una persona sola al volante de un coche aparcado en un barrio residencial. Con un poco de suerte, me vería un vecino aburrido, llamaría a la policía y yo tendría que dar un montón de explicaciones enrevesadas a los agentes. Preparé en la cabeza una versión resumida de la trama que había desembocado en asesinato para poder contarla con toda rapidez si se presentaba la oportunidad. La casa estaba en silencio. Pasó una hora y tres cuartos y la oscuridad creciente redujo los objetos tridimensionales a un plano de sombras. Las luces de las casas se fueron encendiendo, y también las de la casa de Lily Howe. Un vecino fumigó el barrio con perfume de barbacoa. Tenía hambre, quería cambiar el agua al canario, pero la idea de acuclillarme tras un matorral me parecía arriesgada. Creo que no siento envidia del pene, pero en momentos así añoro ciertas ventajas anatómicas.

A las nueve y veinte se abrió la puerta principal y salieron Leonard y Marty. Me pegué a la ventanilla y entorné los ojos para ver mejor. No hubo despedidas largas. Entraron en el coche, cerraron las portezuelas y el vehículo reculó hasta la calle. Esperé hasta que se perdieron de vista y me acerqué a la casa. Habían apagado la luz del porche. Llamé con la mano. Hubo un instante de silencio y a continuación oí que echaban la cadena de seguridad. Lily había leído todos los manuales sobre la prevención de las violaciones. Bravo por ella.

– ¿Quién es? -dijo dentro una voz amortiguada.

– Yo -dije entre susurros-. Me he dejado el bolso.

Lily quitó la cadena de segundad y entreabrió la puerta. Empujé con tanta energía que la puerta casi le rompió la nariz. Oí el impacto y la mujer lanzó un grito, pero yo ya había cerrado la puerta a mis espaldas.

– Tenemos que hablar -dije.

Se había llevado la mano a la cara y las lágrimas le desbordaban de los ojos, no porque yo le hubiese hecho daño, sino porque estaba hecha un manojo de nervios.

– Ella me dijo que me mataría si decía una sola palabra.

– Va a matarte de todos modos, tonta del higo. ¿Qué te piensas? ¿Que se va a marchar tranquilamente, dejándote aquí para que le riegues las macetas? ¿Te ha contado lo que hizo con Wim Hoover? Pues le metió una bala detrás de la oreja. Eres carnaza. No tienes escapatoria.

Se puso pálida. Un sollozo empañó la superficie igual que una burbuja de aire cuando surge del fondo de una piscina, aunque pareció recuperarse. Cerró los ojos y cabeceó, como un prisionero ante el potro de tortura. Pero le traía sin cuidado lo que le dijera, no tenía intención de hablar.

– ¡Maldita sea tu estampa, dime qué ha ocurrido!

La expresión se le endureció y me pasó por la cabeza una imagen vivida de lo que tuvo que haber sido aquella mujer de pequeña. La hermana de Leonard sabía cómo tratar a las bravuconas como yo. Con tozudez, con pasividad, con una actitud defensiva que por lo visto había perfeccionado con el tiempo a modo de táctica para repeler las agresiones. Sencillamente se escondía, se encerraba en sí misma igual que un molusco. De pequeña tuvieron que tener la costumbre de amenazarla cotidianamente con todo y por todo, con ponerle inyecciones antitetánicas si no se lavaba las manos cada vez que se tiraba un pedo, con llamar a la policía si no miraba a ambos lados antes de cruzar la calle. Y en vez de aprender las reglas del juego, había aprendido a desaparecer.

Vi asombrada que tomaba asiento en uno de los sillones azul turquesa sin pronunciar palabra. Cogió el mando a distancia, puso en marcha el televisor y recorrió seis canales hasta que vio una teleserie cómica que le gustó. Acababa de encender el televisor y quería apagarme a mí. Me acerqué al sillón, me puse en cuclillas junto a ella y le hablé con la mayor seriedad mientras permanecía inmóvil y con los ojos clavados en la pantalla, contemplando con fijeza obsesiva a una rubia tetona y oxigenada, ataviada con una blusa corta de tirantes, que preparaba un pastel de cumpleaños.

– Señora Howe, creo que no acaba de entender lo que está ocurriendo. Su cuñada ha matado a dos personas y, según parece, no lo sabe nadie salvo nosotras.

Se hinchó la masa harinosa y formó una nube enorme que ocultó la cara infantil de la rubia. Por lo visto, la muy tonta había puesto sucedáneo de levadura y levadura auténtica, y la harina seca había subido hasta el techo. Apretaron el botón de la risa y la aguja de las carcajadas se detuvo en «hilaridad». ¡Qué muchacha! ¿Verdad que era graciosa? Lily esbozó una ligerísima sonrisa, tal vez al recordar los desastres culinarios que ella misma había provocado.

Le toqué el brazo.

– Se nos acaba el tiempo, Lil, porque, ¿sabes?, creo que Marty Grice va a volver para matarnos también a nosotras. Si no, vivir para ver.

Nada. Puede que lo que yo le decía no tuviera para ella más realidad que aquel desaguisado con el pastel. La rubia partía huevos ahora y las yemas le saltaban a la cara. Se violaban las sencillas leyes de la naturaleza porque la rubia era el motivo de la guasa. Entró el marido. Se quedó boquiabierto al ver el estropicio. Más carcajadas histéricas. ¿Habrá algo en el mundo real, me pregunté, capaz de aflojarme tanto la risa?

– ¿Adonde han ido? -dije-. ¿Se han marchado de la ciudad?

Se echó a reír con fuerza. La rubia acababa de volcar el cuenco en la cabeza del marido. Y encima le acusaba. Sonaron unos compases de la melodía de la serie y comenzó una tanda de anuncios. Me acerqué al aparato y bajé el volumen hasta enmudecerlo. Un perro patinó en silencio en el linóleo mientras perseguía una lata de hígado picado.

– Eh -dije-, Leonard está en un lío. ¿Vas a ayudarle o no?

Me miró y vi que se le movían los labios. Acerqué el oído.

– Perdona, ¿qué has dicho?

Se le notaba en la cara que estaba haciendo un esfuerzo y parecía tener la mirada desenfocada. Me contempló con la misma concentración que una persona embriagada, incapaz de dominarse y de valerse por sí misma.

– Leonard no ha hecho daño a nadie -dijo-. No sabía lo que había hecho ella hasta que fue demasiado tarde.

Ya me había dicho Mike que Leonard adoraba a su mujer. Para mí no era precisamente una víctima inocente, pero mantuve la bocaza cerrada.

– Está en peligro desde el momento en que lo supo. Podré salvarle si me dices adonde han ido.

– A Los Ángeles -dijo en un susurro-, estarán allí hasta que reciban el nuevo pasaporte de Marty, luego tomarán un avión a Sudamérica. -Los ojos se le llenaron de lágrimas-. Puede que ya no le vea nunca más. Siempre hemos estado muy unidos. No puedo entregarle, no puedo traicionarle, ¿es que no lo comprendes?

– Lo que tienes que hacer es ayudarle, Lily. Él lo entenderá.

– Ha sido espantoso. Una pesadilla. Cuando apareciste tú, pensé que se moría de miedo. Estuvo a punto de sufrir un ataque al corazón, fue entonces cuando volvió ella. Dijo que tú habías cogido el pasaporte de Elaine y está furiosa porque significa un retraso en sus planes. Leonard tiene miedo de ella. Siempre ha tenido miedo de esos ataques que le dan…