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Mientras lo miraba me puse a interpretar lo que acababa de decir. Camilla había chascado los dedos y él perdía el culo por verla. Las niñas, y un jamón.

– ¿Qué ocurre? -dije.

Hizo un gesto vago y me contó una historia inacabable sobre mojar la cama, pesadillas, consultas a un psiquiatra infantil que había recomendado una sesión con toda la familia. Yo decía aja, aja, sin entender siquiera a cuál de las niñas se refería. Hasta había olvidado sus nombres. Bueno, sí, Courtney y no sé qué.

– Estaré de vuelta el sábado, te daré un toque. Si te viene bien, podríamos volver allá arriba para pegar unos cuantos tiros -dijo y sonrió otra vez.

– Sí, sería estupendo -dije, devolviéndole la sonrisa.

Estuve a punto de sugerirle que se trajera una foto de Camilla para que nos sirviera de blanco, pero contuve la lengua. Sentí un poco de tristeza, lo cual me sorprendió un montón. Ni siquiera me había ido a la cama con él… vamos, es que ni se me había ocurrido (bueno, quizás en algún momento). Pero ya había olvidado cómo son los hombres casados, hasta qué punto siguen casados aunque la «ex» viva en otra ciudad… sobre todo cuando la «ex» vive en otra ciudad. La cosa era mucho más sencilla porque ya había sospechado yo que aquella «ex» en concreto no había perdido los papeles todavía. En cualquier caso, a él se le estaban acabando las cenas congeladas y ella había tenido que darse cuenta ya de que había muy pocas oportunidades en el país de los sinpareja. Advertí de pronto que empezaba a preocuparme por mí misma también.

– Bueno. Será mejor que siga con lo mío. Muchas gracias. Me has hecho un gran favor.

– A mandar -dijo-. Si necesitas algo, Spillman estará a cargo de esto mientras yo esté fuera. Le daré instrucciones para que sepa de qué va, pero quiero que tengas cuidado. -Me apuntó con el índice como si fuera una pistola.

– No te preocupes. No me arriesgo a menos de que sea necesario -dije-. Espero que las cosas se arreglen en el norte. Hablaremos cuando vuelvas.

– Claro que sí. Buena suerte.

– Lo mismo te digo. Saluda a las niñas de mi parte. -Fue una imbecilidad. Ni las conocía ni era capaz de acordarme del nombre de la otra. ¿Sarah? Empujé la puerta.

– Kinsey. -Me volví-. ¿Dónde tienes aquel sombrero que llevabas? Me gustaba. Deberías llevarlo puesto siempre.

Sonreí, me despedí con la mano y me fui. No necesitaba consejos sobre cómo vestirme.

Capítulo 22

Era media mañana y de pronto me entró tanta hambre que me habría comido un obispo. Dejé el coche delante de Jefatura, donde lo había estacionado, y fui andando hasta una especie de quiosco que se llama El Huevo y Yo. Pedí mi desayuno habitual, que consiste en bacón, huevos revueltos, tostadas, mermelada, zumo de naranja y café a discreción. Es la única comida a la que soy adicta sin remedio porque contiene todos los elementos que me hacen falta: cafeína, sal, azúcar, colesterol y grasa. ¿Cómo resistirse? En California hay tantos capullos dietéticos pululando por ahí que el solo hecho de comer un plato como éste se considera intento de suicidio.

Leí el periódico mientras comía, fijándome en los asuntos locales. Acababa de engullir la segunda tostada de pan integral cuando entró Pam Sharkey acompañada de Daryl Hobbs, el director de Lambeth and Creek. Me vio y la saludé con la mano. No lo hice con entusiasmo. Fue un saludo sin compromiso alguno, para darle a entender que yo era una buena colega y que no me sentía superior porque la hubiera vencido en nuestro último encuentro. La cara se le descompuso, desvió su mirada y pasó junto a mi mesa sin decir ni pío. El desaire fue tan manifiesto que hasta Daryl pareció avergonzarse. Yo me sentí confusa, pero no ofendida, y me encogí de hombros con resignación. A lo mejor el ingeniero aeroespacial había resultado un berzas.

Terminé el desayuno, pagué, cogí el coche y pasé por el despacho para dejar los papeles que me había dado Jonah. Estaba cerrando otra vez la puerta cuando vi a Vera en el pasillo en el momento de salir de la Fidelidad de California.

– ¿Podemos hablar? -dijo.

– Claro. Pasa. -Abrí el despacho y entré delante de ella-. ¿Qué tal te va? -dije, pensando que se trataba de una conversación de carácter social. Se echó detrás de la oreja un mechón de pelo rojizo mientras me miraba por las lentillas azules que le hacían los ojos más grandes y serios.

– Bueno, mira, es que tengo que decirte una cosa -dijo con algo de nerviosismo-. Se ha armado un lío impresionante por el asunto ese de Leonard Grice.

La miré estupefacta.

– No entiendo.

– Parece que Pam Sharkey le llamó después de que hablaras con ella. No sé qué le contaría, pero el hombre está que trina. Ha contratado a un abogado que ha dirigido una carta a La Fidelidad amenazándonos con llevarnos ante los tribunales para reclamarnos hasta la camisa. Hay millones en juego.

– Pero ¿por qué?

– Nos acusan de calumnia y difamación, de incumplimiento de contrato, de agresiones. Andy está que arde. Dice que no sabía que estuvieses tú por medio. Dice que nadie te autorizó a ir a casa del individuo a hacerle preguntas, ni La Fidelidad de California ni Cristo que la fundó. Etcétera, etcétera, etcétera. Ya sabes cómo se pone Andy cuando se cabrea. Quiere verte en seguida.

– Pero, ¿qué es todo esto? ¡Leonard Grice ni siquiera ha presentado la reclamación!

– Sigues sin enterarte. La presentó a primera hora del lunes y quiere el dinero ya. Y presentó la demanda encima. Andy está arreglando los papeles a toda velocidad y está que muerde. Le ha dicho a Mac que nos has metido en tal lío que lo mejor es cancelar el acuerdo que tenemos contigo. Los demás pensamos que es un cretino de mierda, pero de todos modos me ha parecido conveniente contarte lo que pasa.

– ¿A cuánto asciende la reclamación como tal?

– A veinticinco billetes por los daños ocasionados por el incendio. Es la cantidad que figura en el contrato de la casa y el individuo nos ha detallado las pérdidas hasta el último orinal. El seguro de vida no se ha discutido para nada. Parece que ya cobró algo por la muerte de su mujer, dos mil quinientos dólares, y se pagaron hace meses, según nuestros libros. Kinsey, ese tipo quiere la cabeza de la persona responsable, quiere tu cabeza. Andy está buscando a quién acusar para que Mac no lo acuse a él.

– Mierda -dije. No se me ocurría nada. Lo último que quería en aquel momento era que me echara la bronca Andy Montycka, el encargado de reclamaciones de La Fidelidad. Andy es un cuarentón conservador e inseguro, cuyas obsesiones más elementales consisten en morderse las uñas y pasar inadvertido.

– ¿Le digo que no estás? -preguntó.

– Sí, hazme ese favor, ¿quieres? Oigo lo que haya en el contestador automático y desaparezco -dije. Abrí el archivador, cogí el expediente de Elaine y me volví-. ¿Sabes? Esto es dinamita pura. Leonard Grice ha tenido seis meses para presentar una reclamación y no ha movido un dedo. Ahora, de pronto, entra a saco en la compañía de seguros para que le paguen. Me gustaría saber qué le ha estimulado.

– Oye, lo siento pero me voy, si no, vendrán a buscarme -dijo Vera-. Y, por favor, no te cruces hoy en el camino de Andy o te lo hará pagar caro.

Le di las gracias por avisarme y quedamos en llamarnos. Salió al pasillo y cerró a sus espaldas. Noté con algo de retraso que se me encendían las mejillas y el corazón se me ponía a cien. Una vez, en primera enseñanza, me mandaron al despacho de la directora por pasar chuletas en clase y aún no me he recuperado del miedo que pasé. Era culpable de lo que me acusaban, pero jamás me había metido en líos. ¡Si me hubierais visto! Una criatura apocada, de piernas huesudas, y con tanto miedo que me fui directa a casa deshecha en lágrimas. Mi tía me llevó de vuelta inmediatamente y se puso a vociferar contra todo el mundo mientras yo estaba en el patio, sentada en un banco de madera, pidiendo al cielo que me matara. Es difícil hacerse la adulta cuando una parte de mí sigue estancada en los seis años, totalmente sometida a la autoridad.