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Volví en el ínterin a la comunidad de propietarios y sostuve una breve charla con Roland Makowski, el administrador, que corroboró lo que ya sabía por Julia. Pat Usher se había marchado con todo lo suyo el mismo día en que yo había estado hablando con ella. Obediente, había dejado una dirección -un motel cercano a la playa-, pero cuando Roland quiso hablar con ella por teléfono, descubrió que el motel no existía. Le pregunté el motivo de aquella llamada. Me dijo que Pat Usher, a modo de despedida, había echado un montón de porquería en la piscina y escrito su nombre en el hormigón con un pulverizador de pintura.

– ¿Qué me dice?

– Lo que oye -dijo-. Dejó flotando en el agua un zurullo del tamaño de un chorizo polaco. Tuve que hacer que la vaciaran y desinfectaran, y aun así hay vecinos que ya no quieren bañarse. Esa mujer está loca. ¿Y sabe qué es lo que la puso así? ¡Que le dijera que no podía tender las toallas en el balcón! Habría tenido que ver cómo reaccionó. Le entró tal ataque de furia que los ojos se le pusieron en blanco y empezó a jadear. La verdad es que me asusté mucho. Está enferma.

Le miré de hito en hito.

– ¿Ha dicho que empezó a jadear?

– Casi le salió espuma por la boca.

Pensé en la persona que había entrado por la noche en casa de Tillie.

– Creo que hay que echar un vistazo al piso de Elaine -dije con actitud terminante.

El hedor nos recibió a puñetazos en cuanto abrimos la puerta. Lo habían destrozado todo bestialmente y a conciencia. Había rastros de excremento por todas partes y habían acuchillado el sofá y las sillas. Saltaba a la vista que la responsable lo había hecho con el mayor sigilo. Al contrario que en casa de Tillie, no se había roto ningún cristal ni volcado ningún mueble. En su lugar, había abierto todas las latas de comida y las había vaciado en las alfombras y moquetas. Se había dedicado a cubrir el suelo de galletas, fideos, mermelada, especias, café, vinagre, sopa, fruta pasada y aportaciones de su propio intestino grueso. La pasta de olor inefable llevaba allí varios días, y el calor y la humedad de Florida la habían convertido en un vivero de hongos y putrefacción. Las bolsas de congelados que había abierto sobre aquel pantano pegajoso bullían con una hormigueante vida propia que no me atreví a inspeccionar. En derredor zumbaban con malignidad las moscardas de cabeza brillante como un fanal.

Roland se había quedado sin habla y cuando me volví, los ojos se le habían humedecido.

– Esto ya no hay quien lo limpie -dijo.

– No tiene por qué hacerlo usted -dije de manera automática-. Contrate a alguien. Puede que el seguro se haga cargo. Mientras tanto, será mejor que llame a la policía.

Asintió, cruzó la puerta de espaldas con la mano en la boca y el piso quedó a mi disposición. Puse mucho cuidado en ver dónde ponía los pies y en mi agenda mental apunté que nunca, nunca, bajo ningún pretexto, reprocharía nada a Pat Usher. Por mí podía colgar las toallas donde le diera la gana.

Capítulo 21

Dado que la pasma estaba en camino, no tenía mucho tiempo. Anduve por el piso abriendo cajones con precaución y con un pañuelo en la mano para no alterar las posibles huellas digitales. No encontré nada después de una revisión superficial, aunque no me sorprendió en absoluto. Había desnudado la casa. Todos los cajones y armarios estaban vacíos. No había dejado siquiera un tubo de dentífrico. Ella podía estar en cualquier parte en aquellos momentos, aunque tenía una intuición acerca de su paradero. Sospechaba que había vuelto a Santa Teresa sirviéndose de los dos pasajes que le quedaban. Cerré la puerta y fui a casa de Julia para contarle lo sucedido. Eran las dos y media de la tarde, tenía que coger el avión a las cuatro y había una hora de camino hasta el aeropuerto. El cielo volvía a estar despejado, el aire olía a una humedad dulzona y el vaho brotaba de las aceras. Volví a meter las maletas de Elaine en el coche alquilado y partí, no sin prometer a Julia que la llamaría en cuanto hubiese alguna novedad. El caso estaba tocando a su fin. Me lo decía un sexto sentido. Llevaba ya en él una semana y había conseguido sacar a Pat Usher de su escondrijo. Ignoraba lo que le había hecho a Elaine y por qué, pero la había puesto en fuga y yo le iba a la zaga. íbamos a cerrar el círculo volviendo a Santa Teresa, donde todo había comenzado.

Al llegar al aeropuerto de Miami devolví el coche alquilado y recogí la tarjeta de embarque en el mostrador de la TWA, donde facturé las cuatro maletas. Subí al avión seis minutos antes de emprender el vuelo. Comenzaba a experimentar una inquietud subterránea, ese nerviosismo que se siente cuando sabemos que nos van a operar dentro de una semana. No corría peligro inmediato, pero fantaseaba con un futuro lleno de incertidumbre que me llenaba de temor y retortijones. Pat Usher y yo nos habíamos lanzado a la carrera y estábamos destinadas a chocar, pero no estaba segura de resistir el impacto.

Como entre costa y costa hay tres horas de diferencia, tuve la sensación de que llegaba a California apenas una hora después de partir de Florida y al cuerpo le costó aceptarlo. Tuve que esperar una hora en el aeropuerto internacional de Los Ángeles para salvar la escasa distancia que me separaba de Santa Teresa, pero aun así eran sólo las siete de la tarde cuando llegué a casa, arrastrando las maletas de Elaine igual que un carrito de supermercado. Aún era de día, pero estaba rendida. No había comido y en el avión sólo me habían dado unos objetos cuadrados y envueltos en papel transparente que ni siquiera había abierto a causa del cansancio. Había sido uno de esos vuelos llenos de sacudidas y descensos bruscos e incomprensibles que impiden echar una siesta. A casi todos los pasajeros nos preocupaba mucho cómo iban a recomponer e identificar los cadáveres cuando nos estrelláramos envueltos en llamas. Una señora que tenía detrás y que iba con dos críos de los que no paran de gimotear estuvo casi todo el tiempo hablándoles a propósito de su comportamiento, sin resultado alguno. «Kyle, cariño, recuerda que mamá te dijo que no le gusta que muerdas a Brett porque le hace daño. Vamos, ¿te gustaría que mamá te mordiera a ti?» Un buen tortazo a tiempo habría ahorrado muchos rodeos educativos, pero la mamá de marras no me consultó.

A lo que íbamos. Nada más llegar a casa, fui derecha al sofá y me quedé dormida sin desnudarme siquiera. Por eso no me di cuenta hasta la mañana siguiente de que alguien había estado registrando la casa con discreción, en busca de Dios sabía qué. Me levanté a las ocho, corrí un rato, volví, me duché y me vestí. Me senté a la mesa y cogí la llave para abrir el cajón superior. Es una mesa normal de oficina con un cajón superior cuya cerradura abre y cierra la columna de cajones de la derecha. Por lo visto, alguien había introducido una navaja en la cerradura y la había forzado hasta abrirla. Saber que alguien había estado allí hizo que la nuca se me pusiera como un cepillo.

Me aparté del escritorio, me levanté y giré con rapidez para revisar la casa. Comprobé la puerta de la calle, pero no había indicios de que nadie hubiera toqueteado el cerrojo de doble llave. Siempre cabía la posibilidad de que se hubiese hecho un duplicado, en cuyo caso tendría que cambiar la cerradura. Nunca me ha preocupado la seguridad y no lleno la casa de trampas que me garanticen la inviolabilidad domiciliaria: ni echo polvos de talco junto a la puerta, ni pego cabellos en las ranuras de las ventanas. Me fastidiaba tener que afrontar aquella intrusión, tener que tomar medidas para garantizar una seguridad que siempre había dado por sentada. Comprobé las ventanas y recorrí con tiento el perímetro de la estancia. Nada. Entré en el cuarto de baño e inspeccioné la ventana. Con un cortavidrios habían practicado una pequeña abertura cuadrada encima mismo del pestillo. Estaba claro que habían utilizado esparadrapo para impedir el ruido del vidrio al romperse o al caer. Aún había rastros de pegamento allí donde había estado el esparadrapo. La mampara de tela metálica estaba levantada por una esquina. Sin duda la habían doblado por allí y luego la habían enderezado. Habían hecho el trabajo con pericia, tanto que habrían podido transcurrir semanas sin que lo descubriera. El agujero era lo bastante grande para descorrer desde fuera el pestillo de la ventana y abrirla para entrar y salir. En dicha ventana hay una cortina y, con todo en su sitio, el agujerito del vidrio ni siquiera se veía.