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Me duché y me vestí. No quería volver al despacho, pero me obligué a hacerlo. Tenía que volver al principio y echar al agua sedales nuevos, a ver si pescaba algo. Estaba a punto de quedarme sin recursos y era imprescindible que encontrara más en algún sitio.

Al entrar en el despacho vi parpadear el piloto del contestador automático. Abrí el balcón para que entrase el aire y apreté la tecla de retroceso.

– Hola, Kinsey. Soy Lupe, de Santa Teresa Travel. Parece que con lo del equipaje diste en el clavo. Llamé a Reclamación de Equipajes de la TWA y pedí que miraran. Las cuatro maletas estaban allí. El empleado me dijo que si quieres las pueden embarcar esta misma tarde. Llámame para saber qué hago.

Detuve la cinta, agité los puños en el aire y grité «¡Por fiiiiiiiin!» para mis adentros con una sonrisa de oreja a oreja. Llamé a Jonah antes que nada y le conté cómo estaban las cosas. Me sentía como nueva. Era la primera buena noticia que recibía desde la localización del gato.

– ¿Qué hago, Jonah? ¿Necesito una orden judicial para abrir las maletas?

– Déjate de bobadas. Tienes los resguardos, ¿no?

– Claro, en el bolsillo.

– Entonces ve a Florida y recoge las maletas.

– ¿No es mejor que me las envíen?

– ¿Y si ella está dentro de una?

Aquello me hizo pensar en una escena que no me gustó. Sentí un par de retortijones.

– ¿No crees que ya lo habrían notado? Ya sabes, el olor… algún goteo…

– ¡Venga ya, mujer! Una vez encontramos un cadáver que llevaba seis meses en el portaequipajes de un coche. Era una prostituta, le habían metido un zapato de aguja por la boca y acabó momificada. No me preguntes cómo ni por qué, pero no se descompuso. Se secó y ya está. Parecía una estatua de cuero.

– Puede que haga lo que dices.

A las diez en punto de la noche ya estaba en el avión.

Capítulo 19

Lloviznaba y la temperatura había rebasado los 20 °C cuando aterrizamos; eran exactamente las 4.56 de la madrugada, hora local. Aún era de noche, pero el aeropuerto, con su iluminación monótona y su aire acondicionado, parecía una estación espacial que girase a cientos de kilómetros de la tierra. Los pasajeros madrugadores avanzaban con decisión por los pasillos vacíos mientras las puertas se abrían y cerraban con silbante automatismo y los altavoces canturreaban sin parar ni esperar respuesta. Tenía entendido que todo el sistema estaba automatizado y que a aquella hora funcionaba sin que la mano humana interviniese para nada.

La oficina del servicio de equipajes de la TWA no abría hasta las nueve, así que me dediqué a matar el tiempo. No había llevado equipaje, sólo una bolsa de lona donde había metido el cepillo de dientes y demás trebejos de la vida cotidiana, entre ellos unas bragas limpias. Nunca voy a ninguna parte sin un cepillo de dientes y unas bragas limpias. Fui al lavabo de señoras para lavarme un poco. Me mojé la cara y me pasé las manos húmedas por el pelo, sin dejar de advertir lo macilento de mi piel a la luz de los tubos fluorescentes. Detrás de mí había una mujer cambiándole los pañales a uno de esos niños creciditos y de mejillas sonrosadas que parecen adultos llenos de dignidad. No paraba de mirarme con tanta seriedad como fijeza. Los gatos me miran a veces de ese modo, como si fuéramos agentes extranjeros intercambiándonos mensajes silenciosos en un apartadísimo punto de reunión.

Me detuve en un quiosco y compré un periódico. La cafetería estaba abierta y mientras engullía unos huevos revueltos con bacón, tostadas y zumo de frutas, leí un artículo lleno de interés humano acerca de un hombre que había legado toda su fortuna a un estornino. No puedo hacer frente a las noticias de primera página antes de las siete.

A las nueve menos cuarto, después de recorrer un par de veces el aeropuerto de un extremo a otro, me puse en la ventanilla de reclamación de Equipajes con un carrito cuyo alquiler me había costado un dólar. Vi las maletas de Elaine alineadas con pulcritud en un extremo de las taquillas de portezuela de vidrio. Como si se hubieran sacado de debajo del montón y se tuvieran allí preparadas. Por fin, un cuarentón con uniforme de la TWA y un nutrido manojo de llaves tintineantes abrió el despacho y encendió las luces, fue como si se alzase el telón de una pieza corta de teatro que contase con un decorado sencillo.

Me presenté y le enseñé los resguardos, le acompañé hasta las taquillas exteriores y esperé mientras sacaba las maletas y las ponía en el carrito. Creí que me exigiría algún documento identificador, pero por lo visto le traía sin cuidado quien pudiera ser yo. Puede que los equipajes perdidos sean como las crías de los gatos que nadie las quiere. Que alguien se las llevara le quitaría sin duda un peso de encima.

Cuando abrieron la caseta de Penny-Alquiler de Coches, pedí un utilitario. Había llamado a Julia la noche anterior y por tanto sabía que estaba al llegar. Sólo tenía que buscar la autopista y poner rumbo al norte. Una vez fuera, fui con el carrito hasta la parcela donde estaba aparcado el coche de alquiler. La llovizna se me pegó a la piel como una túnica de seda. Hacía bochorno y el aire olía a lluvia y a polución aeronáutica. Metí las maletas en el portaequipajes y puse rumbo a Boca. Sólo al llegar al parking del edificio y descargar me di cuenta de que las cuatro maletas estaban cerradas y de que no tenía las llaves. Pues qué bien. Tal vez se le ocurriese algo a Julia. Las llevé hasta el ascensor, subí a la primera planta y las trasladé hasta la puerta de Julia en dos viajes.

Llamé y esperé un rato mientras Julia se acercaba con el bastón, dándose ánimos en voz alta.

– Ya casi estamos. No te rindas ahora. Un par de metros más y lo habrás conseguido.

Esbocé una sonrisa ante la puerta todavía cerrada y me volví para echar un vistazo a la puerta de Elaine. No había ni la menor señal de actividad. Incluso habían entrado o tirado el felpudo, dejando en su lugar un rectángulo de polvillo filtrado a través de las cerdas.

Julia abrió por fin. La joroba le sobresalía entre los omoplatos igual que una piedra que la obligara a curvarse bajo su peso. Con los ojos a la altura de mi cinturón, tenía que ladear la cabeza para poder mirarme a los ojos. Tenía la piel transparente como el caucho y le cubría las manos como unos guantes de cirujano. Se veían las venas y los capilares rotos, y los nudillos, que parecían callos. La vejez la volvía transparente, la aplastaba por los cuatro costados como se estruja una lata de refresco.

– ¡Bravo, Kinsey! Sabía que era usted. Estoy despierta desde las seis, esperando su llegada. Entre, por favor.

Se hizo a un lado para dejarme paso. Dejé las cuatro maletas en la entrada y cerré la puerta. Golpeó una con el bastón.

– Sí, son éstas.

– Por desgracia, están cerradas con llave.

Las cuatro, por lo visto, tenían cerradura de combinación con el disco de los números engastado en el cierre metálico.

– Ajajá, esto es trabajo de detectives -dijo con satisfacción-. ¿Le apetece un café antes? ¿Qué tal el viaje?

– No me vendría mal una taza -dije-. El viaje, bien.

El piso de Julia estaba atestado de antigüedades y en conjunto era una mezcla muy personal de artículos de Oriente y objetos de la época victoriana. Vi un aparador inmenso de madera de cerezo tallada y tablero de mármol; y un sofá de pelo negro de caballo; una mampara de marfil recargadísima, figurillas de jade, una mecedora de tabla, dos lámparas de cinabrio, alfombras persas, un espejo-bastidor con el marco de caoba, un piano cubierto por una mantilla, visillos de encaje, tapices de seda bordada. Un televisor portátil de veinticinco pulgadas se alzaba al fondo de la habitación rodeado de fotos de familia incrustadas en marcos macizos de plata. El televisor estaba apagado y su muda pantalla grisácea resultaba extrañamente atractiva en una estancia tan llena de objetos memorables. El único ruido que se oía en el piso era el tictac uniforme de un reloj de péndulo, que sonaba como si alguien tamborilease con unos palillos en una mesa de fórmica.