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– Gracias.

Al entrar en el despacho vi que parpadeaba el piloto del contestador automático. Apreté la tecla de retroceso y luego lo puse en marcha. Resultó ser Mike, mi amiguete el punkie.

– Hola, ¿Kinsey? Joder, un contestador. Bueno, no importa. Volveré a llamarte. Bueno, soy Mike y quisiera hablar contigo de una cosa, pero es que ahora tengo una clase. En fin, te llamaré más tarde. Hasta luego.

Tomé nota. El cronómetro del contestador señalaba que la llamada se había efectuado exactamente a las 7.42 de la mañana. Puede que volviera a llamar a mediodía. Lamenté que no hubiera dejado ningún teléfono en el que pudiera localizarlo; lástima.

Llamé a Jonah y le conté lo de la escala de Elaine.

– ¿Podrías enviar una descripción suya a la policía de San Luis?

– Claro. ¿Crees que es allí donde está?

– Eso espero.

Tenía ganas de charlar un rato con él, pero no me dejaron. Oí un golpe y se abrió de súbito la puerta del despacho. Beverly Danziger se encontraba en el umbral y parecía furiosa. Le dije a Jonah que volvería a llamar, colgué y centré la atención en Beverly.

Capítulo 18

– ¡Hija de la gran puta! -Cerró de un portazo echando chispas por los ojos.

No me hace ninguna gracia que me hablen así. Las mejillas empezaron a arderme y la caldera de la rabia se me puso a hervir de manera automática. A lo mejor quería desafiarme a una pelea cuerpo a cuerpo. Le sonreí para demostrarle que el histrionismo no me impresionaba.

– ¿Qué pasa, Beverly? -Incluso yo me di cuenta de que había reaccionado en plan niñata lista y pensé que más me valía buscar algo contundente para darle en la boca, por si se lanzaba en picado sobre mí. Pero no encontré más que un lápiz sin punta y un tubo de pegamento.

Se me puso con los brazos en jarras.

– ¿Por qué coño llamaste a Aubrey? ¿Cómo te has atrevido? ¡¡Cómo coño te has atrevido!!

– Yo no llamé a Aubrey. Fue él quien vino a verme.

– Yo te contraté. Yo. ¡No tenías ningún derecho a hablar con él, ningún derecho a discutir mis asuntos a mis espaldas! ¿Sabes qué voy a hacer? ¡Voy a llevarte a los tribunales por esto!

Que presentara una denuncia no me preocupaba. Me preocupaba que sacara unas tijeras del bolso y se hiciera un edredón con mis pedazos. Estaba ahora casi subida a la mesa y amenazaba con perforarme la cara con el índice estirado. De su boca parecían brotar mensajes explosivos, como en los tebeos. Adelantó la barbilla, las mejillas coloradas, la saliva acumulándosele en las comisuras de la boca. Me entraron ganas de partirle la cara de una hostia, pero no me pareció prudente. Comenzaba a agitársele la respiración y el pecho le subía y bajaba a toda velocidad. La boca empezó a temblarle y los feroces ojos azules se le llenaron de lágrimas. Lanzó un sollozo. Dejó caer el bolso y se llevó las manos a la cara igual que una niña pequeña. ¿Estaba loca o qué?

– Siéntese -dije-. Encienda un cigarrillo y dígame qué le ocurre.

Miré el cenicero. Allí seguían las reveladoras hebras del tabaco de Aubrey y el fragmento de papel negro. Lo vacié con discreción en la papelera. Se dejó caer en el asiento con pesadez; la cólera había cedido el paso a una aflicción profunda. Lamento decir que no me sentí conmovida. Cuando hace falta, la sangre se me vuelve muy fría.

Preparé café mientras lloraba. Se entreabrió la puerta, Vera asomó la cabeza y me miró a los ojos. Al parecer había oído el alboroto y quería comprobar que me encontraba bien. Enarqué las cejas, le hice un visaje y desapareció. Beverly sacó un pañuelo de papel, se cubrió la nariz y se lo pegó a los ojos como para extraerse las últimas lágrimas que le quedasen. El cutis de alabastro se le había cubierto de manchas y el pelo negro y reluciente había adquirido un aspecto estropajoso, como una estola de piel a merced de la lluvia.

– Lo siento -murmuró-. Sé que no debería haberlo hecho. Pero ese hombre me pone furiosa. Me está volviendo completamente loca. Es un hijo de puta. ¡No soporto su fanfarronería!

– Tómeselo con calma, Beverly. ¿Quiere un café?

Asintió. Sacó una polvera del bolso, se miró los ojos, se envolvió un dedo con un pañuelo de papel y se limpió un poco de rímel corrido. Dejó estar la polvera y se sonó sin hacer ruido. No pasó de estrujarse las aletas. Volvió a abrir el bolso y buscó el tabaco y las cerillas. Las manos le temblaban, pero en cuanto encendió el cigarrillo pareció liberarse de toda la tensión. Tragó una bocanada profunda de humo como si fuera el éter que se inhala poco antes de una operación. Ojalá el tabaco me sentara a mí igual de bien. Cada vez que doy una calada la boca me sabe a hierbajos chamuscados y huevos podridos. Y estoy convencida de que el aliento me huele igual. El despacho estaba ahora como si se hubiera llenado de niebla. Se puso a cabecear con desesperación.

– No puede usted imaginar lo que he pasado -dijo.

– Oiga -dije-, será mejor que…

– Ya sé que usted no ha hecho nada. Que no ha sido culpa suya. -Los ojos se le humedecieron otra vez-. Ya tendría que haberme acostumbrado.

– ¿A qué?

Se puso a arrugar el pañuelo en el regazo. Hablaba con lentitud, luchando por dominarse, separando las frases con momentos de silencio y murmullos quejumbrosos cuando el llanto la ahogaba.

– Le gusta… emmm… a él le gusta ir chismorreando por ahí. A los demás les dice… emmm… que bebo mucho y a veces dice que soy una ninfómana o que me tratan con electroshocks. Lo primero que se le ocurre. Lo que cree que va a hacerme más daño.

Yo no sabía qué hacer. Él me había dicho que ella era una alcohólica. Él me había dicho que se iba por ahí a correrse borracheras de tres días. Él me había dicho que ella le había atacado con unas tijeras y que cabía la posibilidad de que hubiera matado a su hermana para vengarse por la aventura que había tenido con ella. Y ahora se me presentaba hecha un mar de lágrimas y con el corazoncito destrozado para decirme que él era el causante de todo aquel tinglado patológico. ¿A cuál de los dos tenía que creer? Beverly volvió a estrujarse la nariz de manera silenciosa y recuperó la compostura. Se me quedó mirando con el blanco de los ojos manchado de rosa.

– ¿Verdad que le ha dicho algo así? -preguntó.

– Yo creo que sólo estaba preocupado por Elaine -dije, tratando de escurrir el bulto hasta dar con una solución-. En realidad no hablamos de nada personal, así que deje de preocuparse. ¿Cómo se ha enterado de que estuvo aquí?

– Se le escapó mientras hablábamos -dijo-. Ya no recuerdo qué dijo. Pero así es como se comporta. Se dedica a darme pistas y espera hasta que las capto. Y si no descubro por casualidad de qué se trata, me lo restriega por la cara y finge que está arrepentido y confuso.

Iba a decirle «Como con el lío que tuvo con Elaine», pero pensé de pronto que a lo mejor no era verdad, o que, de ser verdad, podía ocurrir que ella no estuviera al tanto del asunto.

– Póngame un ejemplo -dije.

– Tuvo una aventura con Elaine. Ponerse a follar con mi propia hermana. Dios mío, no puedo creer que me hiciera una cosa así. Por lo que respecta a ella no me cupo la menor duda. Siempre fue una envidiosa. Cogía todo lo que podía. ¿Pero él? Me sentí como una idiota. Se puso a follar con ella nada más morirse Max y yo fui tan burra que tardé años en adivinarlo. ¡Años!

Emitió una de esas risas que, más histéricas que alegres, tropiezan con una burbuja de saliva.

– Pobre Aubrey -continuó-. Tuvo que poner a prueba todo su ingenio para que yo me percatara de sus insinuaciones. Al final se inventó una artimaña absurda diciendo que Hacienda quería revisarle las declaraciones. Le dije que ya se encargaría el contable de esas cosas, pero me dijo que Harvey quería que revisáramos los cheques anulados y los recibos de las tarjetas de crédito. Y yo piqué como una retrasada mental y acabé enterándome.