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– Vamos -gimió Scooter. Al ver que eso no funcionaba, capituló-. Deberías saberlo, tía. Trabajas con él.

Lena dejó caer las jeringuillas y casi suelta la botella antes de poder reaccionar.

– ¿Chuck?

Scooter se tiró al suelo, recogiendo las jeringuillas como si fuesen dinero encontrado.

– ¿Chuck? -repitió Lena.

Estaba demasiado atónita para decir nada más. Echó un trago de vodka y, a continuación, apuró el resto de la botella. Se sentía tan confusa que tuvo que volver a sentarse en la cama.

– ¿Lena? -chilló Ethan desde el otro lado de la puerta.

Scooter comenzó a inyectarse. Lena se lo quedó mirando, hipnotizada, mientras se sacaba un poco de sangre y luego se bombeaba la droga en la vena. Tenía el extremo de la banda elástica entre los dientes, y la soltó con un chasquido cuando el émbolo de la jeringa llegó al final.

Scooter soltó un grito ahogado, y todo el cuerpo sufrió una sacudida. Tenía la boca abierta, y el cuerpo le temblaba al entregarse a la droga. Los ojos vagaban sin rumbo, desorbitados, y le castañeteaban los dientes. Le temblaba tanto la mano que la jeringa se le cayó al suelo y rodó debajo de la cama. Lena lo contemplaba, incapaz de desviar los ojos, mientras su cuerpo experimentaba las acometidas del ice en las venas.

– Oh, tía -susurraba Scooter-. Joder, tía. Oh, sí.

Lena contempló la otra jeringa que había en el suelo, preguntándose cómo se sentiría si se dejaba ir, si permitía que la droga controlara su cuerpo durante un rato. O le quitara la vida.

Scooter se puso en pie de un salto tan bruscamente que Lena reculó y se golpeó la cabeza contra la pared.

– Joder, qué calor hace aquí -dijo Scooter, y sus palabras le salían como balas de una ametralladora mientras caminaba por la habitación-. Qué calor, hace demasiado calor para respirar, no sé si puedo respirar, tú puedes respirar, pero no se está mal, no crees.

Parloteaba sin cesar, tirándose de las ropas como si quisiera quitárselas.

– ¡Lena! -chilló Ethan.

El pomo sufrió una violenta sacudida, y la puerta se abrió de golpe, golpeando de nuevo la pared.

– ¡Gilipollas! -gritó Ethan, empujando a Scooter tan fuerte que, éste cayó contra la nevera.

Lleno de energía a causa del speed que le corría por las venas, Scooter se levantó de otro salto, y no dejaba de parlotear acerca de la temperatura de la habitación.

Ethan vio la otra jeringuilla en el suelo y la pisoteó hasta que el plástico se hizo añicos, y el claro líquido formó un charquito alrededor. A continuación, como si previera hasta dónde era capaz de llegar Scooter con tal de colocarse otra vez, deslizó la suela del zapato por el charco hasta que ya no quedó nada que se pudiera recuperar.

Ethan agarró a Lena de la mano y le dijo:

– Vamos.

– ¡Mierda! -gritó Lena.

Le había cogido la muñeca dolorida. Casi se desmaya del dolor, pero Ethan no la soltó hasta que no estuvieron en el pasillo.

– ¡Capullo! -dijo Lena, golpeándole el hombro con la mano-. Estaba a punto de averiguar algo.

– Lena…

Ella se dio la vuelta para marcharse. Ethan intentó agarrarla del brazo, pero ella fue más rápida.

– ¿Adónde vas? -preguntó Ethan.

– A casa.

Lena continuó pasillo arriba, mientras su mente le daba vueltas a lo que le había dicho Scooter. Necesitaba anotarlo todo ahora que aún lo tenía fresco. Si Chuck estaba implicado en algún tipo de red de traficantes de droga, cabía la posibilidad de que se hubiera cargado a Andy Rosen y a Ellen Schaffer para cerrarles la boca. Todas las piezas comenzaban a encajar. Sólo tenía que retenerlas en el cerebro lo suficiente para poder anotarlas.

De pronto, Ethan se acercó a ella.

– Deja que te acompañe a casa.

– No necesito escolta -dijo Lena, mientras se tocaba la muñeca y se preguntaba si se la había roto.

– Has bebido mucho.

– Y lo que me queda -dijo ella, apartando a un grupo de gente que bloqueaba la entrada.

En cuanto lo hubiera anotado todo, nada como un trago para celebrarlo. Unas horas atrás le preocupaba perder el empleo, y ahora estaba en condiciones de quedarse con el puesto de Chuck.

– Lena…

– Vete a casa, Ethan -le ordenó Lena, tropezando con una piedra del jardín.

Se tambaleó pero no cayó.

Él le pisaba los talones, jadeando para mantener el paso.

– Cálmate un poco.

– No tengo por qué calmarme -dijo Lena, y era cierto.

La adrenalina que avanzaba por todo su cuerpo le mantenía la mente despejada.

– Lena, vamos -dijo Ethan, casi suplicando.

Lena tomó un estrecho sendero que discurría entre dos arbustos espinosos, sabiendo que llegaría al colegio mayor de su facultad si atajaba por el patio de la universidad.

Ethan la siguió, pero había dejado de hablar.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó ella.

Él no respondió.

– No vas a entrar en mi habitación -dijo ella, apartando una rama baja mientras se dirigía a la entrada principal de su residencia-. Hablo en serio, Ethan.

Él no le hizo caso, y se quedó a su lado mientras ella intentaba abrir la puerta. Pero Lena no tenía coordinación, y no podía encontrar la cerradura. Probablemente se debía al Vicodin, nadando en el mar de alcohol que chapoteaba dentro de su estómago. ¿Cómo se le había podido ocurrir mezclar drogas y alcohol de ese modo? Lena sabía que eso no había que hacerlo nunca.

Ethan le quitó las llaves de un tirón y abrió la puerta. Ella intentó recuperarlas, pero él ya estaba dentro.

– ¿Cuál es tu habitación? -preguntó Ethan.

– Dame mis llaves.

De nuevo intentó quitárselas, pero él fue demasiado rápido.

– Eres una capulla -dijo Ethan-. ¿Lo sabías?

– Dame mis llaves -repitió Lena, aunque no quería hacer una escena.

La residencia era tan asquerosa que pocos profesores vivían en ella, pero Lena no deseaba que algún vecino asomara la cabeza.

Ethan estaba leyendo el nombre de Lena en el buzón del vestíbulo. Sin mediar palabra, bajó el pasillo hacia su habitación.

– Basta -ordenó-. Sólo dame…

– ¿Qué has tomado? -preguntó, buscando entre sus llaves la que abría la puerta-. ¿Qué eran esas píldoras que te has tragado?

– ¡Déjame en paz! -gritó Lena, agarrándole las llaves. Apoyó la cabeza contra la puerta y se concentró en abrir la cerradura. Cuando oyó el chasquido se permitió una sonrisa, que rápidamente le desapareció cuando Ethan la empujó hacia el interior de su cuarto.

– ¿Qué píldoras has tomado? -quiso saber.

– ¿Me estás vigilando? -preguntó, pero eso era evidente.

– ¿Qué has tomado?

Lena se quedó en mitad de la habitación intentando orientarse. No había mucho que ver. Vivía en un antro de dos habitaciones con cuarto de baño privado y una cocina americana que siempre olía a grasa de beicon por mucho que limpiara. Se acordó del contestador, pero cuando miró el indicador de llamadas había un cero bien gordo. Esa zorra de Jill Rosen no la había llamado.

– ¿Qué has tomado? -repitió Ethan.

Lena se dirigió al armario de la cocina y dijo:

– Motrin. Tengo calambres, ¿entendido? -pensando que eso le haría callar.

– ¿Eso es todo? -preguntó él, acercándosele.

– Tampoco es asunto tuyo -le dijo Lena, sacando una botella de whisky del armarito.

Ethan hizo aspavientos con las manos.

– Y ahora vas a beber un poco más.

– Gracias por la crónica, jovencito -se pitorreó Lena.

Se sirvió una generosa ración y la apuró de un trago.

– Estupendo -dijo él, y ella se sirvió otra copa.

Lena dio media vuelta y espetó:

– ¿Por qué no me…?

Se calló. Ethan estaba lo bastante cerca como para tocarla, y la desaprobación emanaba de él como el calor de un incendio forestal.

Él se quedó inmóvil, las manos a los lados.

– No lo hagas.

– ¿Por qué no me acompañas? -le preguntó.

– No bebo. Y tú tampoco deberías.

– ¿Eres de Alcohólicos Anónimos?