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– Quería decirte -comenzó Mason, mientras se hurgaba en los bolsillos- que he hecho hacer una copia de la llave de mi consulta. Es la 1242 del ala sur. -Sacó la llave y se la entregó a Sara-. Pensé que a lo mejor tú y tu familia querríais descansar allí. Sé que es difícil encontrar un poco de intimidad en el hospital.

– ¡Oh! -exclamó Sara sin coger la llave. Jeffrey estaba perceptiblemente tenso-. No quiero causarte molestias.

– No es ninguna molestia, de verdad. -Le puso la llave en la mano, dejando que sus dedos se demoraran en la palma de Sara más tiempo de lo necesario-. Mi consulta está en Emory. Aquí sólo tengo un escritorio y un sofá para el papeleo.

– Gracias -dijo Sara, pues no podía decir otra cosa.

Se metió la llave en el bolsillo mientras Mason volvía a tenderle la mano a Jeffrey.

– Encantado de conocerte, Jeffrey -se despidió Mason. Jeffrey estrechó la mano de Mason con menos reservas que antes. Esperó con paciencia mientras Sara y Mason se despedían, y sus ojos no perdieron detalle de sus movimientos. Cuando Mason se marchó, dijo:

– Un tipo simpático -en el mismo tono en que hubiera podido decir: «Un gilipollas».

– Sí -contestó Sara, dirigiéndose hacia la puerta principal. Intuía que algo desagradable se avecinaba, y no quería hacer una escena en el vestíbulo del hospital.

– Mason. -Pronunció el nombre como si le provocara un sabor amargo en la boca-. ¿Es el tipo con el que salías cuando trabajabas aquí?

– Ajá -contestó ella, abriéndole la puerta a una pareja mayor que entraba en el hospital-. Hace mucho de eso -dijo.

– Ya -dijo él, metiéndose las manos en los bolsillos-. Parece un tipo simpático.

– Lo es -concedió Sara-. ¿Tienes el coche en el aparcamiento?

Jeffrey asintió.

– Y guapo.

Ella salió y dijo:

– Ajá.

– ¿Te acuestas con él?

Sara se quedó demasiado consternada para responder. Comenzó a cruzar la calle hacia el aparcamiento, deseando que Jeffrey no insistiera.

Él corrió para atraparla.

– Porque no recuerdo que le nombraras cuando intercambiamos nuestras listas de ex novios.

Ella se rió, incrédula.

– Porque tú no te acordabas ni de la mitad de las tuyas, semental.

Jeffrey le lanzó una mirada desagradable.

– Eso no ha tenido gracia.

– Oh, por amor de Dios -se quejó Sara, sin poder creer que Jeffrey hablara en serio-. Echaste tantas canas al aire de joven que ya no creo que te salga ninguna.

Un grupo de gente pululaba por la entrada de las escaleras del aparcamiento, y Jeffrey se abrió paso sin decir palabra. Abrió la puerta sin molestarse en comprobar si Sara le seguía antes de cerrar.

– Está casado -dijo Sara, y su voz resonó por las escaleras de cemento.

– Yo también lo estaba -señaló Jeffrey, algo que no decía mucho en su favor, pensó Sara.

Él se detuvo en el primer descansillo, y se quedó esperándola.

– No sé, Sara, recorro un largo camino para venir hasta aquí y te encuentro dándole la manita a otro tipo y con su hijo en el regazo.

– ¿Estás celoso?

La estupefacción le dio tanta risa que apenas pudo formular la pregunta. Que ella supiera, era la primera vez que Jeffrey estaba celoso, porque era demasiado egoísta para plantearse que la mujer que él deseaba pudiera desear a otro.

– ¿Quieres explicármelo? -preguntó.

– Francamente, no -le dijo, pensando que en cualquier momento Jeffrey le diría que le estaba tomando el pelo.

Jeffrey siguió subiendo.

– Si así quieres que estén las cosas.

Sara iba tras él.

– No te debo ninguna explicación.

– ¿Sabes qué? -dijo él, sin detenerse-. Chúpamela.

Sara se detuvo en seco, colérica.

– Tienes la cabeza tan lejos del culo que te lo puedes hacer tú mismo.

Jeffrey se detuvo unos peldaños por encima de ella. Por la cara que puso, se diría que Sara le había engañado y se sentía un estúpido. Ella se dio cuenta de que estaba muy dolido, lo que redujo en parte su irritación.

Sara siguió subiendo.

– Jeff…

Él no dijo nada.

– Los dos estamos cansados -afirmó Sara, parándose en el peldaño inferior al suyo.

Él se dio media vuelta y subió el siguiente tramo.

– Vuelvo a casa a limpiarte la cocina y tú estás aquí…

– No te he pedido que me limpiaras la cocina.

Jeffrey se detuvo en el descansillo, apoyando las manos en la barandilla, delante de una de las grandes cristaleras que daban a la calle. Sara sabía que o bien se mantenía fiel a sus principios y pasaban las cuatro horas de viaje hasta Grant en completo silencio o se esforzaba en aliviar el ego de Jeffrey a fin de que el trayecto se hiciera soportable.

Estaba a punto de ceder cuando Jeffrey inhaló profundamente, levantando los hombros. Espiró con lentitud, y Sara vio cómo se calmaba de forma progresiva.

– ¿Cómo está Tessie? -preguntó Jeffrey.

– Mejor -dijo ella, inclinándose sobre el pasamanos-. Va mejorando.

– ¿Y tus padres?

– No lo sé -contestó Sara, y la verdad era que no quería planteárselo.

Cathy parecía estar mejor, pero su padre seguía tan enojado que cada vez que Sara lo miraba sentía que la culpa la asfixiaba.

Unas pisadas anunciaron la presencia de al menos dos personas por encima de donde se encontraban. Esperaron a que las dos enfermeras bajaran las escaleras, y ninguna de las dos consiguió disimular una risita.

Cuando pasaron de largo, Sara dijo:

– Todos estamos cansados. Y asustados.

Jeffrey miró la entrada principal del Grady, que se erguía imponente sobre el aparcamiento como la cueva de Batman.

– Estar ahí debe de ser duro para los dos.

Sara se encogió de hombros, subiendo los últimos peldaños hasta el descansillo.

– ¿Cómo te fue con Brock?

– Creo que bien. -Los hombros se le relajaron aún más-. Es un tipo tan raro…

Sara comenzó a subir el siguiente tramo de escaleras.

– Deberías conocer a su hermano.

– Sí, me ha hablado de él. Jeffrey subió hasta donde estaba ella-. ¿Roger sigue en la ciudad?

– Se fue a Nueva York. Creo que ahora es agente de no sé qué.

Jeffrey se estremeció de manera exagerada, y Sara se dio cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo para superar la discusión.

– Brock no es tan malo -le dijo Sara, sintiendo la necesidad de ponerse de parte del empresario de la funeraria.

Cuando iban a la escuela, los chavales se metían con él de manera inmisericorde, algo que Sara no soportaba. En la clínica veía a dos o tres chicos al mes que, más que enfermos, estaban hartos de que se metieran con ellos en el colegio.

– Sobre todo me interesará ver el análisis de toxicología -dijo Jeffrey-. El padre de Rosen parece creer que estaba limpio. Su madre no lo tiene tan claro.

Sara levantó una ceja. Los padres siempre eran los últimos en enterarse de que sus hijos tomaban drogas.

– Sí -dijo Jeffrey, reconociendo su escepticismo-. De Brian Keller no me fío tanto.

– ¿Keller? -preguntó Sara, mientras cruzaba el descansillo y ascendía otro tramo.

– Es el padre. El hijo tomó el apellido de la madre.

Sara se detuvo para coger aire.

– ¿Dónde demonios has aparcado?

– En el piso de arriba -dijo-. Un tramo más.

Sara se agarró a la barandilla, ayudándose para subir.

– ¿Qué le pasa al padre?

– No lo sé, pero hay algo que me tiene mosca -dijo Jeffrey-. Esta mañana parecía querer hablar conmigo, pero en cuanto llegó su mujer se le cerró la boca.

– ¿Vas a volver a interrogarle?

– Mañana. Frank está haciendo algunas averiguaciones.

– ¿Frank? -preguntó Sara, sorprendida-. ¿Por qué no mandas a Lena? Su posición es más ventajosa para…

Jeffrey la cortó.

– Lena no es policía.

Sara subió en silencio los últimos peldaños, casi derrumbándose de alivio cuando por fin abrió la puerta que estaba al final de las escaleras. Aun cuando ya acababa el día, la planta superior estaba abarrotada de coches de todas las marcas y modelos. Sobre ellos se gestaba una tormenta, y el cielo era de un ominoso color negro. Las luces de seguridad parpadearon cuando se acercaron al vehículo de policía camuflado de Jeffrey.