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Y lo mío, además, no sólo era complejo, también había cuestiones prácticas de por medio que me hacían anhelar levantarme una mañana convertida por arte de magia en un clon de Jane Birkin: el problema de no encontrar nunca ropa de tu talla, por ejemplo, o el de tener que hacerte los sujetadores a medida (desde la llegada de la silicona ha sido más fácil encontrarlos de talla cien, antes imposible), o el de asumir que no podías entrar sola en según qué bares a la hora del carajillo porque tu llegada se anunciaba con un humillante clamoreo de aleluyas y silbidos entonados a coro por parte del grupo de obreretes que allí hacían la pausa de las doce.

Y para colmo yo quería ser siniestra, y una siniestra que se preciara no iba por la vida convertida en una chica de centerfold de Playboy, porque para más colmo de males la naturaleza me había hecho rubia. Y rubia y tetona equivale, en el inconsciente colectivo, a tonta de solemnidad. Lo que te dije antes: anatomía es destino. Porque yo me figuraba que si hubiera nacido plana, esbelta y morena como mi hermana Laureta, que viene a ser una clónica de Linda Fiorentino con su aire exótico y oriental de mujer misteriosa y muy vivida, habría podido atraer a intelectuales y artistas, a hombres menos interesados en lo obvio que en lo sugerido, a connaiseurs que abrieran ante mí un reino de infinitas posibilidades por explorar en lugar de tener que cargar con el tipo de gañán que indefectiblemente se interesaba por mí. Sin ir más lejos, el propio David Muñoz, un chico que escuchaba a Los Secretos y decoraba su habitación con pósters que en realidad eran la página central del Lib. Y lo peor es que para más inri Laureta no leía nada y venía a ser tan misteriosa como la publicidad de una lejía pero, eso sí, pillaba siempre a novios forradísimos, bellezones extranjeros (indefectiblemente guiris) que avanzaban por la vida exhibiendo ese inconfundible desdén por las cosas mundanas que fingen sentir ciertos hombres de mundo, hombres cuya presencia en casa conseguía que yo secretamente me reconcomiera de la envidia.

Más o menos desde los dieciocho fantaseaba con operarme, pero dos inconvenientes de aquella presunta solución me echaban atrás: el primero, las inevitables cicatrices; y el segundo, la idea de que si algún día, en un futuro, me decidía a tener un hijo, me gustaría darle de mamar. Ya ves, al final me dejé las tetas puestas para nada, porque no te amamanto, y no tanto por decisión propia como por razones ajenas a mi voluntad y por doble recomendación médica: la de la pediatra, que opinó que podía asfixiarte (cualquiera de mis dos tetas -desmesuradamente enormes tras el embarazo- era bastante más grande que tu cabeza y puede que incluso una sola pesara más que tu cuerpo entero: he pasado de ser una chica russmeyeriana a una matrona felliniana), y la del ginecólogo, que aseguró que con semejante tamaño de pecho, y teniendo en cuenta que dos días después del parto de allí seguía sin salir leche, estaba haciendo oposiciones a una mastitis segura. Además, añadió, a sus tres hijos los habían criado con biberón y eran los más altos de su clase.

Así que me dieron unas pastillas inhibidoras de la prolactina que cortaron para siempre la poca o ninguna leche que quedara y la posibilidad de mastitis y, se suponía también que, de paso, la segregación de oxitocina.

Lo más patético del caso es que tamaña desmesura no impide que los gañanes de costumbre me sigan dedicando por la calle todo tipo de adjetivos calificativos constituyendo, una vez más, la prueba empírica de la llamada Primera Ley de la Gañanodinámica de Eva Agulló: la medida de tus tetas va en relación inversa al cociente intelectual de los hombres a los que atraerás con ellas. A más grandes, menos cerebro, y viceversa.

Te lo digo desde ya, no sea que en quince años me salgas de esas adolescentes que le piden a su sufrida mamá que les regale un par de tetas nuevas como premio por sacarse la selectividad porque su amiga Susana, que es tetona, se lleva de calle a los chicos en las discotecas (que no exagero, te lo advierto, que esto lo vi en «El Diario de Patricia»). La que avisa no es traidora, y te habla la voz de la experiencia.

Dejando aparte el hecho de que te creas de verdad que el amor de un hombre pueda tener que ver con un mayor o menor perímetro o unos senos más turgentes que colgantes, te puedo ir prediciendo una sucesión de catástrofes sentimentales que ríete tú de las siete plagas de Israel o de la historia sentimental de tu madre, sin ir más lejos. Porque quien se valora sólo como un cuerpo no se valora en esencia, y es bien sabido pero conviene recordarlo que la que se quiere poco a sí misma acaba atrayendo a gente que la querrá aún menos. Espero enseñarte esto desde muy pequeña, porque a mí me ha costado lágrimas aprender a aplicarme el cuento (si es que me lo he aplicado, que está por ver). Lo cierto, nena, es que si tienes una autoestima sólida no te hará ninguna falta un buen par de tetas.

Lo dicho, que si no te amamanto y por tanto no segrego oxitocina, entonces no hay excusa química para que pueda quererte tanto, y nos tendremos que aferrar a la explicación de Desmond Harris según la cual tanto los bebés humanos como los lactantes de cualquier mamífero -sea éste cachorro, gatito o bebé foca- presentan una especial disposición de los rasgos de la cara (ojos exageradamente grandes, nariz y boca pequeñas, óvalo redondeado) que incita automáticamente al amor de sus progenitores y, ya de paso, al de cualquier adulto de su especie. Es el efecto Bambi.

Y es por eso que cada vez que viene uno de tus innumerables tíos y tías postizos a verte a casa no puedan evitar deshacerse en oooooohs y aaaaaahs, cautivados todos por tus ojazos de agua, por tu piel increíblemente suave, por los gorjeos con los que los saludas en un heroico lenguaje de tu propia invención y por la desesperada forma en que les agarras el dedo con tu puñito a la mínima que ves la oportunidad, impulsados por una programación genética o un plan divino que los ha diseñado incapaces de sustraerse al encanto de una criatura como tú, de una maravilla que es el resultado final de un truco evolutivo depurado durante milenios para garantizar la supervivencia de la especie.

Antes de conocer a tu padre yo estuve casi cuatro años manteniendo una relación con otro hombre, de la que entraba y salía como a través de puertas giratorias. Llevaba siempre conmigo su imagen obsesionante ceñida como un cilicio. Era como una montaña rusa emocional: un día estaba en lo más alto, en la cima del éxtasis y la felicidad, y al siguiente descendía en picado hasta las más negras simas del desamor y la desdicha. Acabé por aceptar su presencia en mi vida con la misma resignación fatalista con que hubiera aceptado una tormenta de granizo o cualquier otra catástrofe natural, sin preguntarme los motivos ni intentar huir de ella. Y durante esos cuatro años me perdí totalmente, dejé mi cuerpo por una temporada y vino a sustituirme una pálida fotocopia de la que antaño yo fuera. La nueva se pasaba el día llorando y compadeciéndose, nada queriendo y nada deseando, atrapada entre los cuatro muros de su propia impotencia. Puesto que el hoy es un prólogo del futuro, al no tener una idea del futuro, de lo que podía querer o aspirar, no vivía para algo ni por algo, y había quedado atrapada en la desolación del mero dejarse vivir, sin propósito, como un barco expuesto a tormentas, sin la más remota idea del puerto al que podría o debería acogerse.

Hasta que un día Consuelo se presentó en casa sin avisar y me pilló llorando a moco tendido, y me atreví a contarle cosas que hasta entonces no le había contado a nadie, no tanto porque tuviera mucha confianza en ella, aunque la tenía, como, y sobre todo, porque sentía que si no me sacaba aquel lastre de dentro iba a acabar por reventar. «Lo que tú me estás contando se llama maltrato», me dijo. «¿Qué maltrato, si él no me ha pegado nunca?», respondí yo entre lágrimas. «Hay muchos tipos de maltrato. Y por lo que dices, éste se llama abuso psicológico.» Yo ni me acababa de creer ni quería creerme lo que me estaba diciendo, pero aun así acepté un consejo: que fuese a ver a un especialista en el tema, un catedrático que había escrito muchos libros sobre el particular y al que ella conocía porque era tío segundo suyo o algo parecido.