Изменить стиль страницы

Pues eso, que allí estábamos, la Bea, Paz y yo, cuando vemos emerger de entre la cola al joven más guapo que había visto yo aquel día (y te diré que, justamente ese día, había visto a unos cuantos), un adonis rubio de sonrisa de anuncio y ojos azul eléctrico que destacaba entre la multitud que recorre en Sant Jordi la ciudad como una blanca orquídea en un campo de amapolas. Codazo e inclinación de cabeza de Eva a Paz, gesto que se reproduce acto seguido, de idéntica manera, de Paz a Bea. A buenas entendedoras pocas palabras bastan. El adonis se presenta por fin ante mí y yo le dedico una sonrisa, esta vez completamente espontánea. Entonces él me dice que quiere que le dedique mi libro a «su princesa», y no me paro a pensar en lo cursi que resulta que un hombre le llame a su chica «princesa» porque pienso que un hombre como ése tiene bula para llamarle a su chica princesa, bomboncito o caramelito, y me sale del alma escribir sobre la primera página del libro: Nuria, princesa, ¡QUÉ suerte tienes! Que disfrutes el libro y, sobre todo, el novio, con salud. El chico desaparece y allí nos quedamos las tres comentando la jugada. «Las hay con suerte.» «Es que hombres así no quedan, guapo y encima cariñoso.» «Algún defecto tendrá, seguro… Que no es oro todo lo que reluce.» «Sí, fijo que escribe con faltas de ortografía.» «O es impotente…» Y no seguimos viboreando porque el escritor que está sentado a mi lado -un cuarentón desabrido con tripa y gafas de pasta que no tiene cosa mejor que hacer que escuchar nuestra conversación pues nadie ha acudido a que le firme- empieza a mirarme con cara rara.

Al rato aparece por una esquina de la caseta una chiquita rubia, bastante mona, que me dice: «Yo no vengo a que me firmes ningún libro, sólo quiero darte esta nota.» Me deja un papel azul sobre la mesa y desaparece. Guardo el papel en el bolso con la sana intención de leerlo más tarde, rogando a la Diosa que no se trate de una carta de amor enfebrecido del mismo tono delirado de algunas de las que suelo recibir por parte de lectoras de Enganchadas, enganchadas también ellas no sólo al libro, sino a todas las drogas habidas y por haber, y no lo leo hasta la mañana siguiente.

Aquí tengo la nota, la guardo para que la leas de mayor y para que tengas un recuerdo de cuando estabas dentro de mí.

Te la transcribo:

«Querida Eva, soy la "princesa" a la que has felicitado por el novio. Me encantó Enganchadas. Yo también estuve enganchada a la coca mucho tiempo, y me identifiqué absolutamente con el capítulo de Gloria… Pero esta nota no es para contarte mi vida. Es para decirte que el libro me gustó tanto que se lo presté a todas mis amigas y al final, como suele suceder en estos casos, una no me lo devolvió y me quedé sin él. De ahí que mi novio, que sabe lo mal que me sentó perderlo, me lo haya vuelto a regalar por Sant Jordi, pero esta vez ¡firmado! Me ha hecho muchísima ilusión.

»Sé que estás embarazada y quiero felicitarte de corazón. Yo tengo ahora treinta años y a veces pienso en tener un hijo, pero me asaltan un montón de dudas: ¿se me deformará el cuerpo?, ¿perderé mi libertad?, ¿sabré quererle? Por eso me parece tan importante que una mujer como tú escriba un libro sobre la experiencia, porque sé que no harás nada cursi ni lleno de tópicos. ¡Anímate a empezarlo! Y luego anímate a acabarlo, claro. Por favor… muchas te lo agradeceríamos.

Nuria»

Te diré que lo primero que me sorprendió fue la preocupación aquella por la posible deformación del cuerpo. En realidad, me pareció bastante frívola. Poco podía yo imaginar que acabaría compartiendo aquella inquietud que tan absurda me resultaba. Y sí, claro que se me deformó el cuerpo, aunque como tampoco es que antes del embarazo lo tuviera de top model, lo cierto es que no hubo que lamentar grandes desgracias.

Pero después venía su petición: que escribiera sobre mi estado.

Ya te he dicho que no era la primera vez que alguien me decía que debía escribir sobre el embarazo, o sobre mi embarazo (la verdad es que yo odio decir embarazo y prefiero decir preñez, porque la palabra embarazo implica algo vergonzoso, molesto, mientras que preñez reivindica la parte más animal del asunto). De hecho, todos me lo decían por aquel entonces, conocidos y desconocidos, amigos que me llamaban para felicitarme (por el éxito del libro o por mi nuevo estado o por ambas cosas) y periodistas que me entrevistaban, gente que me abordaba por la calle porque me acababan de reconocer (te digo que me hice muy famosa, sobre todo porque en el libro había testimonios sobre adolescentes que vivían la cultura del botellón o del éxtasis, y como el tema estaba candente, me llamaron para que participara en tropecientos mil programas de radio y en algunos debates de televisión), hasta el mismo portero del edificio me lo preguntó. En fin, tú imagínate que a Iñaki Gabilondo le sale una erupción en la piel y de repente todo cristo le pregunta si se está planteando escribir un libro sobre la dermatitis atópica. Pues más o menos así me sentía yo. ¿Qué iba a poder escribir? ¿De qué otra cosa iba a poder escribir? ¿Cómo evitar contar la realidad de mi embarazo, que en nada se parecía a esas vivencias color pastel que la gente gusta de asociar con lo que llaman «el estado de buena esperanza»? ¿Qué editorial iba a querer publicar algo así?:

«Hoy me he levantado con una náusea pegajosa en el estómago, como si me hubiera comido un kilo de toffees. Además, me dolía cada hueso de mi cuerpo. Cuando de alguna manera he conseguido arrastrarme hasta el cuarto de baño me he encontrado en el espejo con una réplica de mi persona a la que por poco no reconozco, porque no me acordaba de que las tetas me llegan hasta el ombligo. Y la verdad, no sé cómo había podido olvidarme, porque me duelen tanto que se me hace imposible obviarlas. En fin… ¡qué bonito es estar embarazada!»

Y es que, lejos del éxtasis sublime y la sensación de plena realización que se suponía que yo debía experimentar, llevaba cuatro meses más que largos viviendo lo que parecía ser la gripe más persistente de mi vida, un malestar físico constante, no lo suficientemente grave para que tuviera que guardar cama pero sí lo bastante insidioso como para que cualquier actividad física o mental me resultase una tortura, no digamos ya la promoción de un libro por los pueblos de España con sus correspondientes sesiones de entrevistas y firmas. Y, para colmo, todo el mundo, lectoras incluidas, empeñados en que escribiera sobre el bonito estado en el que me encontraba. Lo dicho: «buena esperanza» le llaman. Esperanza de que aquello acabara de una vez.

Cuando terminamos con las sesiones de firmas, y aprovechando que en el día de Sant Jordi los libros se venden con descuento, me compré, en la misma librería en cuya caseta había firmado el libro para Nuria la princesa, una especie de diario-ensayo cuya lectura me había recomendado fervientemente Elena: Tiempo de espera, de Carme Riera. Lo leí -o más bien lo devoré- en menos de una hora y, cuando lo cerré, me quedé con la sensación de que un abismo se abría entre la percepción del embarazo según la Riera y la realidad que yo estaba viviendo. En aquellas páginas -maravillosamente escritas, por cierto- se describía una especie de remanso idílico de días huecos y redondos, una paz derivada de la conexión mística entre la madre y el bebé. Nada que ver con lo mío: yo me sentía como la teniente Ripley teniendo que manejar una nave en la que se había colado un alien, con la diferencia de que no contaba ni con el valor ni con la resistencia física de la heroína galáctica. Además, ¿acaso nunca había vomitado la Riera, no se había mareado, no se cansaba, no le dolían todos y cada uno de los huesos?

Pensaba yo que quizá mi malestar físico no fuera otra cosa que una manifestación psicosomática: en realidad no quería tener un bebé, así que mi cuerpo estaba haciendo todo lo posible por rechazarlo. ¿No sería que ella era una mujer de una pieza, estable y serena, y yo poco más que una niñata inmadura e histérica? Acabé por escribir a la autora y le dije algo así como: «Me ha encantado tu libro, pero lo que describes no se parece en nada a mi vivencia del embarazo…» Ella me respondió a vuelta de e-mail, amabilísima, y vino a decirme que sí, que claro que había vomitado durante el embarazo y que lo había pasado tan mal como cualquiera, pero que, como el libro estaba destinado a su hija, quiso insistir en la parte más amable del proceso para que la niña pensara que ella había nacido como resultado de un acto de amor y no de una simple crisis de vómitos.