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(Y vuelve a ser importante mencionar que en todos esos días de cama compartida nadie rebusca en el cajón de la mesilla donde debiera estar el imprescindible nido de condones, que el pene trota libre, que nadie lo empaqueta en funda de plástico y que a nadie se le ocurre mencionar una ausencia tan obvia. A mí, porque he llegado a un vacío existencial tan profundo que sólo se me ocurre, para llenarlo, jugarme la última carta a vida o muerte a esta absurda ruleta rusa: si sale muerte me contagiará el sida, si sale vida me quedaré embarazada. Aunque también podría no suceder nada, que me quede como esté o que pille una molesta pero fácilmente solucionable candidiasis. En cuanto a él, yo no sabía entonces lo que se le pasaba por la cabeza, pensaba que supondría que yo tomaba la píldora o que prefería, antes que hacer caso a las campañas que insistían en la profilaxis sexual, creer en aquella leyenda urbana que asegura que en Occidente hay más posibilidades de morir atropellado por un automóvil que de pillar el sida en un coito heterosexual. Pero tiempo más tarde me reconocería que él también jugaba su particular ruleta rusa. Cargador vacío, la pierdo. Cargador con bala, no podrá olvidarme tan fácilmente.)

Acabo esta carta bajo la improbable protección de la Virgen de la Asunción, cuya estampa está prendida con un alfiler en un corcho, junto a recordatorios de facturas impagadas y teléfonos de editores, y mientras en mi escritorio la aguja imantada de la brújula que guió mis pasos hacia tu concepción, la misma brújula que te dejaré en herencia junto con mi casa y este manuscrito, apunta al Sur, al mismo Sur que el corazón señala con su punta, el Sur hacia el que viaja el curso de la sangre. A ti, que eres mi sangre, me gustaría haberte transmitido, para el día en que leas esta carta -si lo haces-, que cuando asume una su pasado y sus condicionantes y no intenta ocultarlos y engañarse, y los mira a distancia y con desapasionamiento, cuando una consigue por fin adquirir una visión más amplia sobre la situación en la que vive, es cuando finalmente puede decidir qué papel jugará frente a esta situación, elegir si formar parte activa o pasiva de ella. Y esta decisión debe tomarla frente a una misma a partir del nivel de convicción que tenga sobre la legitimidad de las situaciones que viva, para entonces, y únicamente entonces, plantearse cuándo quiere ser víctima o cuándo no. Cuanto más me sumerjo en la memoria reviviendo años que creía borrados, cuantos más detalles y fórmulas conscientes añado, que entonces no podía reconocer o utilizar, porque no se presentaban claros ni decisivos ni traducibles ni confesables a palabras, cuanto más asumo e interpreto, más acopio de verdades puedo extraer del silencio. No sé si entiendes lo que digo, no sé si estos folios emborronados algo te enseñarán, pero me gustaría que comprendieras que sólo cuando una decide dejar de ser hija de alguien, hermana de alguien, mujer de alguien, sólo cuando se atreve a mencionar su nombre a solas sin tener que definirlo siempre a partir de una preposición, sólo en ese momento empieza a ser persona por sí misma, y quiero que razones por qué en cierto modo la muerte de mi madre me preparó para ser madre a mi vez y me obligó a tomar un camino recto en lugar de continuar tropezando en círculos alrededor de un mismo punto: mi propio ombligo. Porque yo podía hundirme estando sola -al fin y al cabo mi descenso no iba a arrastrar a nadie tras de mí-, pero no podía hundirme llevando una carga y remolcándola conmigo hacia el fondo. Si yo sigo empeñándome en ser la mujer que quieren los demás que sea, la víctima, la loca, la sufridora, entonces voy a convertirte a ti en lo que mi madre me convirtió: una réplica.

Primero me odiarías, frustrada ante la impotencia de tu incapacidad por ayudarme y ahogada por la compasión y por sentirte culpable por odiarme, y finalmente acabarías por imitarme y te convertirías sin darte cuenta en una víctima más que yo habría creado a mi imagen y semejanza, una mujer que se dejara aplastar por la bota verbal del primero que viniese a machacarla. Es la lógica del vampiro: el que ha sido mordido a su vez acabará mordiendo. Y no quiero seguirla. Yo nunca me he querido, Amanda, y por eso he sentido la tentación de volcar sobre ti ese amor que nunca he sabido volcar sobre mí, pero entiendo muy bien que ese amor sólo conseguiría ahogarte, acabar contigo como el que mata a su rosal favorito cuando, en un exceso de buena voluntad, lo riega a diario. En mi mente agotada y flotante sólo una sensación adquiere peso de realidad: tu carga física y emocional, el lastre que me arrastra al suelo, la plomada que me mantiene en tierra y la mano que tira de mí para ponerme en pie. Sin ti estaría desenraizada, y me habría dejado arrastrar como esas plantas ligeras que el viento se lleva a su paso como hojas en las películas del Lejano Oeste. Yo hasta ahora me dejaba pisar, pero ya no: me niego a que tú tengas que ver cómo lloro o me atormento. Porque nadie puede cambiar las cosas que le han pasado, pero sí puede cambiar su actitud, la forma que tiene de sobrellevar tanto los recuerdos como el presente. He aprendido que tengo derecho a ser feliz, pero, además, desde que tú naciste, tengo también el deber de serlo.

Mi madre ha muerto, ya está fuera de mi alcance, tan inalcanzable como José Merlo y, como en el caso de mi profesor, se ha llevado dondequiera que haya ido todo lo que no se le pudo decir en vida, todo lo que no me pudo dar. Ya está fuera de mi alcance, ya no pertenece a otra que a sí y me he quedado sin saber la razón última de sus silencios y sus melancolías, porque a los vivos se les puede interpretar esperando que más tarde haya una nota en el glosario que lo explique todo, porque la palabra de un vivo es una llama voluble que sube o baja según el aire que le dé, y si hace falta ya se encargarán ellos mismos -o esa esperanza queda- de aclarar sus palabras o sus actos o de rectificar nuestras interpretaciones. La memoria de un muerto, sin embargo, aun siendo recuerdo vivo cargado de resonancia, arde en sí misma, y así yo ya nunca sabré si mi madre de verdad añoraba al tío Miguel o si se compadecía en secreto de la pobre Reme y se alegraba de que la vida le hubiera acabado demostrando, en un alarde de justicia poética, que en realidad no había perdido nada cuando creyó perderlo. Nunca sabré si amó a mi padre o sólo le estuvo agradecida, o si le aguantó tantos años y tantos gritos en un esfuerzo por demostrarle al mundo (a Miguel y a su madre, a mi padre, a la bienpensancia de Alicante), por demostrarle incluso a la propia Eva Benayas lo muy por encima de su marido que estaba, sólo por poder así proclamarle a tantos que valía todo lo que la familia de Miguel no supo ver. No sé si quiso tanto a Reme como parecía o si la quiso a su lado para ratificar su triunfo. Sé muy bien que Reme sí la quiso, pero no sé qué podía haber de culpa en ese amor, culpa por haberle arrebatado a mi madre lo que legítimamente le pertenecía -o así podía pensar-, culpa por no haber sabido sustituirla, no haber sabido consolar a su marido por la pérdida, no haber sabido evitar lo que pasó… culpa que, si existió, Reme expió de sobras, porque está claro que entre el marido y la suegra le debieron de dar una auténtica vida de tango.

Pero esto no son más que elucubraciones. Mi madre ha muerto y lo único que sé es que nunca supe mucho de ella. Por eso no quiero que tú en un futuro tampoco sepas nada de mí, de dónde vienes, por qué naciste, por qué te engendró precisamente tu padre y no otro, por qué tu madre apostó por la vida a pesar de que confiaba tan poco en ella, a pesar de que siempre pensó y a veces todavía piensa que lo mejor es pasar por el mundo de puntillas, como si este valle de lágrimas no fuera sino la estación en la que una espera la llegada del tren que la conducirá al abismo. No quiero que tengas que enterarte, confusamente y por terceros, de partes trascendentales de la historia de tu madre, como me sucedió a mí, y sentir además que te faltan otros pedazos importantes sin los cuales no puedas reconstruir un rompecabezas que quedará irresoluble para siempre. En cualquier caso, quiero que sepas que me prometí a mí misma y a ti, aunque no me entendieras y no supieras lo que te estaba contando, que trataría de no intentar convertirte en un apéndice de mi persona, ni en un vehículo de mis ambiciones, ni en un espejo para mis vanidades, que respetaría tus opiniones y tus gustos incluso si no coincidían con los míos y que me esforzaría en lo posible para hacerte sentir querida y válida.