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El libro que leía, por cierto, resultó ser Madame Bovary, un nombre que al FMN le sonaba a título de ópera y del que yo había encontrado nada menos que cuatro, cuatro ejemplares, en la estantería del salón: uno en inglés, otro en francés, otro en caracteres cirílicos (deduje el nombre del título a partir de la ilustración de portada, de las similitudes del alfabeto cirílico con el griego que había estudiado en la universidad y de mi propia imaginación, que sirvió de argamasa a la hora de construir una deducción), y un cuarto en lo que supuse que debía de ser rumano. Mi presunción la confirmó aquella noche el propietario de los libros, quien de paso me aclaró que, efectivamente, podía leer en los cuatro idiomas, y que si tenía las cuatro traducciones era porque el francés era el idioma original en que la obra había sido escrita, el rumano su lengua natal, el inglés la lengua que había tenido que aprender y que por tanto quería perfeccionar leyendo una obra que ya conocía y el ruso la lengua que había aprendido en el colegio.

– Como me sé la novela prácticamente de memoria no hace falta que entienda todas las palabras del idioma en que esté escrita, el significado lo imagino a través del sentido de la frase y lo que recuerde de la primera lectura del libro. Así que primero la leí en rumano, la segunda vez en francés, la versión inglesa la compré aquí para practicar y la rusa me la encontré en una librería de viejo y pensé que me vendría bien leer trozos del libro de cuando en cuando para no olvidarme del poco ruso que sé, porque aquí no lo practico nunca.

– ¿Me estás diciendo que habías leído Madame Bovary en rumano y en francés antes de los dieciséis años?

– Pues sí. ¿Tan raro te parece?

– No… O sí. O sea, que yo también había leído el libro en francés y en español a los quince años, pero era la rara de la pandilla. Vamos, que casi ni me atrevía a decirlo.

Claro que no me atrevía a decirlo, porque cada vez que abría la boca en clase de literatura y osaba exponer una opinión o hacer una pregunta faltaba tiempo para que el grupo de gañanes capitaneados por David Muñoz se liara a llamarme pedante y empollona. Por esa razón me enamoré de aquella manera de José Merlo, porque era el único hombre al que conocía -padre y hermano incluidos- al que no sólo no le resultaba raro que me gustara tanto leer sino que me alentaba y me admiraba por ello.

– ¿De verdad? -preguntó el rumano-. ¿Me lo dices en serio?

– ¿Ahora te haces tú el sorprendido?

– No, es que no me parecías ese tipo de chica…

– ¿Y por qué?

No sé ni por qué se lo preguntaba si ya sabía la respuesta. Una respuesta grabada en la psique colectiva según la cual la imagen arquetípica de la chica que lee Madame Bovary en francés a los quince años es la de una morena de piel muy blanca (resultado de pasarse el día encerrada en la biblioteca) con gafas de montura de concha (dioptrías derivadas del esfuerzo al forzar la vista para leer), un cuerpo filiforme y andrógino, casi rayano en la anorexia terminal (pues se entiende que, abstraída como está en la lectura de los clásicos, la chica prácticamente no come, apenas la triste manzana que se lleva a la biblioteca y que mordisquea distraída mientras relee a Cicerón), y pelo recogido en un moño artísticamente desordenado (pues, enfrascada en sus preocupaciones intelectuales, no pierde el tiempo en vanidades tales como el cuidado de su imagen o su cabello). Y una rubia tirando a alta, de pelo largo, con mechas, tetona y bronceada (yo todavía estaba bronceada porque cada día me tumbaba quince minutos en la escalera de incendios, apenas vestida con un top y unos minishorts, para no perder el color que había adquirido en la piscina del FMN), dista mucho de parecerse a la citada imagen arquetípica.

De todas formas no fue ésta la respuesta que me dio porque no abrió la boca. Se limitó a mirarme fijamente con unos ojos desmesurados, y cuando cayó en la cuenta de que se había abstraído contemplándome desvió la mirada y la volvió a clavar con fijeza, pero esta vez en la ensalada. Y aquélla fue la primera ocasión en la que se me ocurrió pensar que era posible que le gustara más de lo que yo misma había imaginado.

Pese a todo pensaba que la cosa nunca pasaría de allí, puesto que al fin y al cabo, desde José Merlo, había conocido en mi vida muchos amores platónicos, admiraciones a distancia que nunca se concretaron. Hubo, por ejemplo, un compañero de la radio que me gustó durante los casi dos años que estuvimos compartiendo programa y con el que tonteé de la manera más descarada sin que la cosa nunca llegase a mayores, y eso que en aquel estudio también había habido cruces de ojitos y caídas de pestañas, y miradas que se intercambiaban, expresadas con la misma intensidad como la que me acababa de dirigir mi compañero de piso. De alguna manera yo creía que si las cosas no sucedían desde el principio, si no había un flechazo devastador e instantáneo, nada se cimentaba, y los coqueteos se quedaban en una especie de limbo que no conducía ni al cielo ni al infierno. Y además yo entonces me contentaba con sentirme enamorada por el placer de estarlo, sin exigir reciprocidad. Había decidido renunciar a la persecución del ideal -y en cualquier caso Anton nunca encarnaría a mi ideal como lo había encarnado en su momento el FMN- para contentarme con la satisfacción de ciertos placeres cotidianos: las cenas de cada noche, los paseos al atardecer, las conversaciones inacabables. En alguna de ellas estuve a punto de confesar lo que sentía, notaba cómo la declaración borboteaba en el fondo de mi garganta, cómo iba ascendiendo por la laringe, alcanzaba la glotis y rozaba casi las comisuras de los labios, pero siempre se quedaba allí, en la punta de la lengua, sin llegar a emerger del todo.

Al fin y al cabo, pensaba yo, aquella atracción podía no ser más que una variante del síndrome de Estocolmo. Desde luego, Anton no me tenía secuestrada, pero también era cierto que casi no veía a nadie más. Sonia y Tania llamaban mucho, pero, enfrascadas en sus respectivos trabajos, me visitaban poco, y en semejantes condiciones resultaba normal que me llamase la atención el único ser humano con el que mantenía un contacto de tú a tú, el hombre que me llevaba a pasear, que me alimentaba, que me escuchaba. Pero, por otra parte, ¿me habría fijado en un hombre así si me lo hubiera encontrado en Madrid, estando yo sana y activa? ¿Si lo hubiera conocido en un estreno, en una fiesta, en un concierto, en un bar, habría ido más allá de la habitual charla social de circunstancias? No, probablemente no. Demasiado delgado, demasiado taciturno, demasiado desgarbado… Demasiado insípido, quizá.

Entretanto, yo iba adelgazando a ojos vista. Muy probablemente porque había dejado de beber y también porque reduje mis tres comidas diarias a una sola, la cena, en la que me limitaba a picotear con desgana lo que mi compañero de piso preparaba. La primera semana perdí casi tres kilos, aunque lo cierto es que me la había pasado dormida casi por entero, con lo cual no tuve ocasión de comer mucho. La segunda, otros dos. Cuando iba por el séptimo kilo perdido me di cuenta de que a partir de entonces iba a rebasar una barrera: si seguía adelgazando empezaría a estar por debajo de lo que las tablas médicas consideraban mi peso ideal. Y entonces comprendí, por primera vez, la motivación última de las anoréxicas. Nada que ver con estar más o menos guapa o parecerse a una modelo de portada de revista. Aquella obsesión con perder peso estaba relacionada, sobre todo, con el control. Yo no podía controlar lo que me rodeaba: los hombres que me gustaban podían invertir el orden de los cuentos de hadas y pasar de príncipes a sapos a partir de unos cuantos besos, la justicia era una especie de juego de póquer en el que ganaba aquel que más faroles echara y no el que mejor o peor se hubiera comportado, el estado del bienestar era una falacia, la familia una cárcel sin barrotes y el sexo una especie de ruleta rusa en la que un condón roto equivalía a una bala en el cargador. En resumidas cuentas, el mundo exterior era un territorio impredecible e inhóspito, pero de la piel para dentro mandaba yo. Yo podía decidir cuánto iba a pesar, cuánto iba a comer, cuánto de mí se iba a enseñar. Yo podía dejar de ser una rubia tetona para convertirme en un angelito lánguido (aunque lo cierto es que con cincuenta y cinco kilos seguía siendo una rubia tetona, sólo que más delgada, así que mucho más tendría que adelgazar si quería dejar de serlo), y aquella sensación de poder, de control sobre mi cuerpo y mi persona que experimentaba por vez primera era casi narcótica.