– ¿Ya has tenido al bebé? -me pregunta el negro.
– Sí -respondo sorprendida al comprobar que Super-negro sabe hilar más de dos palabras seguidas, pues a mí nunca me había dirigido más que el hola de rigor.
– ¿Y es niño o niña?
– Niña.
– Ah, qué bien. Yo tengo cinco hijos, ¿sabes?
Y pasa acto seguido a contarme vida y milagros de sus hijos, para mi pasmo y asombro, pues nunca hubiera creído que Supernegro fuera un honrado padre de familia si hasta incluso dudaba de que fuera capaz de sonreír, ser amigable y enzarzarse en animada conversación con la vecina. Cuando acaba de darme el parte de la vida y milagros de sus retoños, acaba con el tópico de siempre: «Pues nada, ahora a criarla con salud.»
Sonia se fue de casa con tres hojas de maría recién arrancadas de la planta. Dice que ya encontrará la forma de prensarlas.
Paz presentó en mi nombre una demanda contra la revista Cita por intromisión en el derecho al honor, término técnico que venía a decir que yo quería dejar claro ante Cita y ante el país entero que no era una cocainómana ni una robamaridos.
Cita contestó a la demanda sosteniendo que ellos nunca habían afirmado en su artículo ni que la demandante mantuviera una relación amorosa con David Muñoz ni que fuera adicta al consumo de drogas, por lo que -siempre según su contestación a la demanda- en modo alguno habían podido lesionar mi honor. Añadían además que no podía hacerse responsable de las interpretaciones, propias o individuales, que sobre el artículo pudiera hacer cada uno de los lectores.
Así que durante el juicio a Paz le correspondería demostrar que en el artículo no se dejaba nada a la interpretación del lector, sino que se afirmaba meridianamente que yo estaba enganchada a las drogas y también a David.
En fin, querida, al contrario que a la mayoría de los espectadores, a mí nunca me han gustado las películas de juicios, siempre me aburrieron soberanamente, así que no te voy a dar un informe pormenorizado de cómo transcurrió la vista porque fue tan aburrida como podría serlo una película, o más, puesto que ni tuvimos a Harrison Ford haciendo de fiscal, ni a Calista Flockhart interpretando a Paz,
ni allí nadie era guapo ni iba bien vestido. Muy al contrario: los abogados de la parte contraria eran todos gordos y calvos, la jueza necesitaba urgentemente una esthéticienne, todo fue lento y tedioso e incluso la sala donde se celebró el juicio era poco cinematográfica. Estaba sucia y polvorienta, mal iluminada, olía a humedad y resultaba tan deprimente como para poder predecir sólo por su aspecto el resultado del proceso.
Intentando demostrar que yo nunca había sido adicta a la cocaína, Paz aportó, amén de los diferentes análisis de sangre que yo había tenido que hacerme por motivos varios a lo largo de los años (uno de ellos, las pruebas en las que se basó el ginecólogo para afirmar que resultaba altamente improbable que tú nacieras) y cuyo valor probatorio, a tenor del tiempo pasado, no hubiera resultado concluyente, unos análisis de cabello que tuve que hacerme pocos días antes, porque esa prueba capta el uso de cocaína hasta tres meses después de haberla consumido, mientras que el test de orina revela consumo sólo de dos a tres semanas previas.
Lo que yo no entendía era a qué venía tanta insistencia en demostrar que no tomaba drogas si en la contestación de la demanda los propios abogados de Cita ya daban por hecho que no, que no las tomaba. Pero, por supuesto, me quedé en mi rincón, contemplando todo aquello sin decir palabra, como me había recomendado Paz, calladita, monísima y como ausente en mi traje de chaqueta rosa estrenado para la ocasión (convenía dar imagen de chica formal), y cruzando una mano sobre la otra para que el temblor no delatara mi nerviosismo.
Me explicó Paz más tarde que aunque mi presunto consumo de drogas no fuera el tema de debate, pues lo que se venía a demostrar allí era si la revista me había deshonrado o no (cual si yo fuera una tierna doncella y Cita un truhán sin escrúpulos que de mí se hubiera aprovechado), teníamos que convencer a la jueza de que yo nunca tomaba drogas, para dejar claro que el artículo era del todo gratuito y malintencionado. Y no, yo no tomaba drogas, al menos no drogas ilegales, pero no porque estuviera más o menos de acuerdo con su consumo, sino porque cada cual tiene su droga de elección, la más importante, la que más le pone, aquella sin la cual no sabe vivir, y para mí ésa siempre fue el alcohol y, por tanto, consideraba la cocaína como un polvo caro para niñatos, nada que a mí me llamara demasiado la atención. Porque yo era una enganchada más, porque mi Otra se empeñaba en hundirme la vida dándome de beber y liándose con quien menos pudiera interesarme, porque como persona escindida y autodestructiva era una adicta, una drogadicta pero, eso sí, una drogadicta legal.
19 de octubre.
Ayer noche salí con Sonia, Sonia la actriz (ya sabes: no hay que confundirla con las otras Sonias), que me invitó al estreno de una obra de teatro. Me resultaba un poco extraño encontrarme allí, como una cucaracha en un plato de nata, entre todas las actrices, modelos, cantantes y artisteo en general que lucían sus mejores y más ajustadas galas para la ocasión mientras que yo iba vestida con uno de los tres únicos pantalones que ahora me caben y con una pinta de trapera que haría que, en comparación, cualquier mendigo colgado de su tetrabrik de Don Simón resultara un prodigio de distinción. Normalmente me preocupa un pimiento mi aspecto y ya tengo muy asumido que entre los muchos o pocos dones que se me concedieron al nacer no figuraba el de la elegancia, pero no es lo mismo llevar unas pintas horribles cuando eres una simple chica gordita pero todavía con un pasar que cuando eres una matrona recién parida con unas ubres que te caen hasta la cintura y unas caderas anchas como el olvido. Le pregunté de nuevo a Sonia, que ya ha tenido un hijo pero sigue teniendo un tipo estupendo:
– Sonia, ¿después de haber parido, cuánto se tarda en recuperar el cuerpo que una tenía?
– Ya te lo dije, pesada: nunca.
– Pero tú sí que lo has recuperado -miento piadosamente, porque lo cierto es que Sonia es una Sonia menos juncal de lo que era, pero también es cierto que la diferencia no le resta atractivo.
– Pues entonces échale un año.
– ¿Un añooooo? ¡Pero yo no me puedo tirar así un año! Me da algo…
– Bueno, nena, si haces mucho ejercicio y una dieta equilibrada, puedes reducirlo a… once meses.
Nos sentaron a una mesa al lado de un actor que me solía gustar muchísimo por la época en la que aún suspiraba por José Merlo. Yo daba por hecho que él nada podía interesarme, en primer lugar porque su juventud, como la mía, ya se ha esfumado, pues si tenemos en cuenta que su juventud era menos juventud que la mía -o sea, que me saca unos años-, el señor ya está a punto de dejar de ser un apetecible cuarentón para pasar a ser un cincuentón venerable, y a mí nunca me han gustado los hombres maduros, y en segundo lugar porque no me gustan los actores por mucho que pueda llegar a admirarlos: demasiado egocéntricos y neuróticos para mi gusto. (Y para muestra un botón: David Muñoz.) Pero resultó que este señor no era de los que empiezan todas sus frases con el inevitable yo y, para colmo, se hallaba sorprendentemente bien conservado para su edad, por lo que me estaba poniendo tan nerviosa tenerle cerca que me metí tres copas de champán entre pecho y espalda. Craso error, porque después de casi diez meses sin beber me sentaron como un tiro y ya se sabe que el alcohol agudiza los sentimientos, así que al rato ya estaba yo hundiéndome otra vez en la fosa de la depresión y pensando que años atrás hubiera podido al menos intentar seducir a este señor y a cualquier otro (conste que escribo intentarlo, no conseguirlo), mientras que ahora cualquier intento estaría condenado al ridículo más espantoso porque ¿qué galán maduro iba a fijar sus ojos en la réplica femenina del muñeco Michelin?