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Había una entre doce posibilidades de que el día de tu nacimiento Venus cayera en la casa de Libra.

Fíjate qué casualidad.

O no.

Paz trabajaba por entonces en uno de los bufetes más prestigiosos de Barcelona, y aunque era una de las abogadas más jóvenes, se la consideraba muy prometedora. Un caso como el que yo le proponía le resultaba sumamente apetecible puesto que, de ganarse, supondría un gran triunfo para el bufete y para Paz en particular, quizá el último empujoncito necesario para que sus jefes la hicieran socia de una vez. Sin embargo, tenía muy claro que la cosa iba a resultar muy difícil por muchas razones. La principal venía a ser que la revista Cita ostentaba el dudoso honor de ser el medio escrito español que había acumulado mayor número de demandas interpuestas por difamación como de sentencias en firme en su contra. Creo que estas últimas ascendían a ciento dieciocho en poco más de veinticinco años de existencia de la publicación. Sin embargo, sólo prosperaba una de cada diez demandas interpuestas, y esto era porque dicho semanario vivía del escándalo y, por lo tanto, tenía organizada una calculada infraestructura para sustentarse que venía a ser, a grandes rasgos, la siguiente:

En primer lugar, el semanario publicaba cualquier noticia que pudiera suponerle ventas incluso cuando estaba clarísimo que ello conllevaría una demanda. Porque, haciendo cuentas, resultaba rentable aventurarse ya que una posible indemnización futura nunca saldría más cara que el beneficio que la noticia podría rentar no ya en ventas sino, sobre todo, en publicidad. Vayamos a un caso concreto: una noticia como la de la presunta infidelidad de David se reseñó en cientos de medios que al hacerlo siempre debían citar el nombre de la revista, lo que suponía un incremento de notoriedad de la publicación que llevaba aparejada que ésta podía aumentar sus tasas de publicidad a los anunciantes. De hecho, Cita no vendía tantos ejemplares como podría pensarse, pues la mayoría de los lectores la leían a través de Internet. El dineral que la revista ganaba llegaba principalmente de lo que cobraba por inserción de anuncios, bien en papel impreso o en su sitio web.

En segundo lugar, si la demanda se presentaba resultaría muy difícil que prosperara, puesto que un particular no podía pagarse a un abogado a la altura de los ocho abogados, ocho, que la revista, perteneciente a un grupo mediático enorme y muy poderoso, tenía en plantilla, cada uno cobrando al mes un sueldo de ministro; abogados más que avezados tras muchos años y muchos casos de experiencia en el uso de todo tipo de tecnicismos legales destinados a lidiar con demandas por calumnia, difamación o delitos contra el honor.

Finalmente, en el caso de que la demanda, pese a todo, prosperase, los abogados iniciarían un recurso tras otro para derrotar al contrario por puro cansancio, pues lo más probable es que un particular no pudiera permitirse semejante gasto en minutas de leguleyos. Y si el particular fuera lo suficientemente rico como para no darse por vencido y se revelara capaz de aguantar el proceso recurso tras recurso (al estilo de la Preysler o la Obregón), la sentencia podría retrasarse hasta diez años después del juicio, cuando ya el honor dañado fuera irrecuperable.

– Mira -me explicó Paz-, resulta baratísimo difamar y contaminar. A una empresa le sale más rentable lanzar vertidos a un río que reformar su fábrica porque las multas por delito ecológico son ridículas. De la misma forma, a cualquier medio le resulta más económico difundir noticias falsas. Casi nunca tienen que pagar nada y, cuando les toca hacerlo, la cantidad es irrisoria en comparación con los millones que ganan. Y, para colmo, lo normal es que un particular que litigue se gaste más en abogados de lo que pueda llegar a recibir por la indemnización, así que una gran mayoría de los perjudicados no se atreven a denunciar, sencillamente, porque no cuentan con medios para hacerlo. La justicia es cara, ya sabes. O más bien la injusticia sale barata para quienes la practican. Y con todo esto, ¿qué te quiero decir? Pues que si interpones una demanda te meterás en un follón tremendo, porque el grupo mediático de esta gente es muy poderoso y te pueden hacer la vida imposible. Piensa, Eva, que vas a estar en la lista negra de un montón de medios con los que ya no podrás trabajar y que intentarán hundir cualquier libro que saques. David, por ejemplo, no va a demandar, ya me he informado.

– ¿Y eso?

– Pues mira, su abogada no me ha querido aclarar las razones, pero me he enterado por otras fuentes. Por lo visto, en Cita tienen toda la documentación referente a sus curas de desintoxicación y a la cantidad de veces que ha ingresado en urgencias por sobredosis, y amenazan con publicarlo todo. Y ahí sí que se le acabaría la carrera a tu amigo, para siempre.

– No sé, quizá hasta le viniera bien… Ya sabes, que hablen de mí aunque sea mal.

– No, no creo, a nadie le conviene tener fama de yonqui, sobre todo en el cine. A Guillaume Depardieu, por ejemplo, nadie quería asegurarlo por la fama que tenía, y dime tú qué productora se arriesga a contratar a un actor que no esté asegurado. Por eso David lo tendría muy difícil, a no ser, claro, que estuviera dispuesto a ir a «Tómbola» a contar cómo ha dejado las drogas. Pero parece ser que está a punto de hacer una película más o menos seria, y como se meta en el circuito de programas basura el director prescinde de él en el acto.

– ¿Y cómo te has enterado tú de todo eso, Paz?

– Ya ves, los de Cita no son los únicos que tienen contactos. Por cierto, también sé cómo les llegó toda la documentación del Ramón y Cajal y de la clínica de la Concepción, lo de los internamientos de David, que se suponía que era confidencial. Normalmente estas cosas se consiguen sobornando a un enfermero que trabaje allí, pero en este caso en Cita contaban con una fuente de lujo. A ver, ¿quién crees tú que les puso en la pista?

– Ni idea.

– No te lo vas a creer… ¡Su mujer!

16 de octubre.

Esta mañana te he llevado al pediatra: pesas 4 kg y 950 g. O sea, que pesas cinco kilos. ¡Eres enooooorme! Al parecer, los niños criados con biberón engordan más ya que nunca se quedan con hambre.

Como sigo enferma, porque la faringitis se curó pero apareció la temida traqueítis (y no voy a extenderme en detalles sobre el historial médico de tu madre: baste decir que sufre una traqueítis crónica de origen alérgico que cualquier gripe o resfriado agudiza), mucha gente, cuando me ve por la calle estornudando y moqueando, me pregunta si te estoy dando el pecho. Presuponen que la leche materna inmuniza y el biberón no, y que si mamas de mí no te contagiaré nada. Sin embargo, sin leche materna, tú sigues sana como una manzana. Cuando respondo que no, que doy biberón, se me mira con recelo, como tomándome por una madre desnaturalizada. La cara de la dueña del herbolario, por ejemplo, era todo un poema: ¿cómo yo, defensora de la alimentación natural, vegetariana, asidua de su establecimiento, había faltado al mandamiento número uno de la madre naturista? Al principio me deshacía en explicaciones sobre mis problemas médicos, pero a la larga me acabaron tocando las narices con tanta pregunta y ya no doy cuenta alguna. Y si hubiera decidido no amamantarte simplemente porque soy una mujer frívola y me apetece seguir disponiendo de mi vida, ¿qué? ¿Acaso no tendría derecho a resolver por mí misma si quiero convertirme en tu central lechera o prefiero seguir siendo un ser semoviente? ¿Qué fue de aquel dicho que afirmaba que Nosotras parimos, nosotras decidimos? Sí, ya sé que la leche materna es lo mejor y lo más aconsejable y bla, bla, bla, y sin embargo el caso es que tú te estás criando maravillosamente y, según el pediatra, estás sana como un balneario.