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– Sí, sí, claro, ¿pero por qué no se pone a dormir, eh? Va a despertar a todo el mundo.

– Tengo que hacer pipí… Inmediatamente.

Lancé un suspiro que no acababa nunca y me levanté. No me sentía en forma, tenía las piernas un poco flojas y los ojos hinchados, no había podido dormir ni dos horas y era una sombra de mí mismo. Levanté la escalera, me pareció más pesada que la noche anterior, me acerqué al vacío y la dejé rebalar hasta abajo. La mujer me dio las gracias y luego me obsequió con una extraña sonrisa antes de poner un pie sobre el primer escalón. No sé cómo se las apañó pero le resbaló el pie y estuvo a punto de caer hacia atrás. La pesqué por un brazo en el último momento.

– ¡Santo Dios! Tenga un poco de cuidado, mujer, me ha hecho pasar un miedo espantoso -dije.

– Ay, muchas gracias… Es usted muy amable.

– No es nada -dije.

– Qué ridículo, ¿no? La escalera ha resbalado…

– No, la escalera no ha resbalado. Venga, baje despacito…

– Se lo aseguro, he notado que se iba hacia un lado.

– Que no, que no hay ningún peligro.

Ella no estaba segura y yo casi me estaba durmiendo de pie. Se movió un poco para ver si estaba firme y, efectivamente, la puta escalera resbaló hacia un lado. Mi pie descalzo estaba presamente allí.

Fue como si lo hubiera puesto encima de un raíl y una locomotora le hubiera pasado por encima pitando. El dolor zigzagueó por mi cerebro. Sentí como un desvanecimiento. Me desequilibré hacia delante, bajé directamente y fui a dar sobre la mesa.

Así fue cómo me rompí el brazo.

25

Después de varios intentos, le di un golpe a mi original y llamé por teléfono a mi editor.

– He terminado mi novela -le dije-. Pero soy incapaz de pasarla a limpio, tengo un brazo enyesado.

– Le envío a alguien -me contestó.

Colgué y me fumé un puro en la ventana, entrecerrando los ojos al sol.

A primera hora de la tarde se presentó una mujer con el pelo estirado hacia atrás, vestidita son un traje sastre azul marino y extraordinariamente empolvada. Iba a ofrecerle una cerveza, pero me contuve. No tenía labios. Arrastraba una corriente de aire helado a sus espaldas. Le expliqué el problema brevemente y me escuchó en silencio. Luego dejó su bolso encima de la mesa y me miró fijamente a los ojos mientras juntaba las manos, como si fuera a tirarse al agua.

– Bien -me dijo-, pero antes dejemos las cosas claras. He leído uno de sus libros y, francamente, no me ha gustado. Sin embargo, trataremos de hacer un buen trabajo.

– Lo más difícil ya está hecho -dije yo.

– He trabajado con los mejores -siguió ella- y he podido comprobar que el mejor método consiste en establecer horarios precisos. Le propongo desde las ocho hasta las doce y desde las dos hasta las seis, de lunes a viernes y, si lo desea, prepararé té por la tarde. Me llamo Gladys.

– Bien, Gladys, me parece perfecto. ¿Cuándo quiere empezar?

– Inmediatamente -dijo-. Pero tiene usted tiempo de ponerse algo encima.

– ¿Cómo?

– Sí, algo, quizás una camisa y unos pantalones…

Me costó horrores vestirme, ella no hizo ni un gesto para ayudarme y tardé al menos diez minutos. Me miró en silencio y luego se instaló frente a la máquina.

– ¿Sabe? Es la primera vez que he trabajado con un hombre tan joven como usted, y además en una habitación.

– Supongo que todos han empezado así. El despacho viene con las canas.

No me contestó. Cogí el original y me estiré en la cama. Empecé a dictar.

Al terminar la semana habíamos hecho un trabajo formidable, y el viernes por la tarde saqué dos copas para celebrarlo. Ella empezó rechazando la suya pero yo insistí. Alzamos nuestras copas.

– Es bastante curioso lo que usted hace -me dijo-. Lástima que esté tan mal escrito.

– Trabajo como un condenado para conseguirlo.

– ¿Por qué escribe esas cosas tan vulgares?

– No puedo hacer más, y la emoción puede esconderse en cualquier parte. Le juro que no hay nada gratuito. ¿Nos tomamos otra?

– Oh, no, muchas gracias, pero tengo que marcharme. Así que hasta el lunes por la mañana, ¿verdad?.

– Me pasaré el fin de semana errando sin rumbo fijo -dije.

Cerré la puerta a sus espaldas y justo en aquel momento sonó el teléfono. Era Lucie, hacía días que no nos veíamos.

– Bueno -me dijo-, ¿qué tal tu brazo?

– Mal -contesté-, parece que lo tenga tieso.

– Siento no haberte llamado antes, pero he tenido que atenderá tipos importantes durante toda la semana y creo que he conseguido una cosa interesante.

– Me alegro por ti. Yo también he trabajado duro.

– Oye, realmente es una lata que no podamos vernos antes de que me vaya, pero terigo que agarrar esta ocasión al vuelo, ¿entiendes?

– Acabo de comentar que iba a pasarme un fin de semana espantoso.

– La verdad es que, aparte de tu accidente, fueron dos días formidables.

– Para mí también, tendremos un buen recuerdo.

– Quizá volvamos a vernos, nunca se sabe…

– Claro…

– Un beso muy fuerte.

– Sí, y suerte -le dije.

Colgué y fui a servirme una copa. El yeso me jodia realmente. Me mantenía todo el brazo en ángulo recto y me cubría la mitad de la mano, sólo me dejaba libres los dedos. Tenía la impresión de encontrarme de pie en el Metro, agarrado a la barra. Lo peor era conducir, apenas lograba hacerlo, y tenía que cambiar las marchas con la mano izquierda. Mierda, cada vez que pienso en que Cendrars se liaba los cigarrillos con una sola mano…

Miré llegar la noche en un silencio pesado. No siempre es fácil estar solo, y a veces es incluso abominable. Mientras trabajaba en la novela era diferente, podía pasarme de listo sin excesivos riesgos, porque en última instancia siempre podía agarrarme al libro. Pero ahora que lo había terminado tenía que ser prudente, estaba en terreno descubierto.

Cuando vi por dónde iba a soplar el viento, prefería cambiar de aires. Me metí en el coche. Fui a comerme una pizza en un sitio donde había poca gente, y me quedé una hora en mi rincón mirando al personal y los farolillos que colgaban del techo. Por supuesto, cuando salí la noche seguía allí. Y yo también. Caminé un poco y luego llamé al bar para saber qué hacía Yan, pero nadie cogió el telefono. Recuperé la moneda y llamé a su casa. Estaba comunicando. Volví al coche y fui hacia allí. Siempre ocurre que cuando estás sentado sin hacer nada es cuando eres más vulnerable, cuando la mente empieza a divagar. Con franqueza, no tenía ninguna necesidad de que me pasara algo semejante. Apenas era ternes por la noche y no tenía especiales ganas de pasar dos días y tres noches agonizando en una balsa, en compañía de las gaviotas.

Llegué hacia las diez, aparqué delante y llamé a la puerta. Yan salió a abrirme. Parecía furioso.

– Coño, ¿eres tú? Llegas en el momento oportuno. Larguémonos de aquí.

Oí un ruido de pelea en el primer piso y un sonido de vidrio al romperse.

– ¿Qué pasa? -le pregunté.

– Nada nuevo. Siguen igual de majaras los dos. Están disputándose el cuarto de baño. ¡¡ESTOY MÁS QUE HARTO!!

A continuación se dio cuenta de que yo llevaba el brazo enyesado.

– Mierda, ¿Qué te ha pasado ahora? ¿Dónde te lo has hecho?

– Pues, es que…

– Bueno -me cortó-, ya me lo explicarás afuera. ¡Si me quedo un momento más, me volveré completamente loco.

Fue a buscar su cazadora. Se oyó que algo más estallaba en pedazos arriba, y a continuación alguien lanzó un largo chillido.

– Tendríamos que ir a ver, ¿no? -propuse yo.

– Que se las arreglen como puedan. Los tengo ya demasiado vistos.

Cerró la puerta y entramos en el coche.

– ¿Adonde vamos? -pregunté.

– ¿Puedes conducir con eso?

– No tengo ningún problema en las rectas.

– Bueno, vamonos, ya veremos…

Arranqué mientras Yan se colocaba las manos detrás de la cabeza y lanzaba un largo suspiro mirando al techo. Estuvimos cinco minutos sin hablar y luego le expliqué rápidamente lo que me había ocurrido. Se echó a reír. Me encendió un cigarrillo y seguimos charlando mientras salíamos de la ciudad.