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– Venga, basta ya -dijo-. Déjalo, por favor, conozco a Marc desde que era pequeña, casi crecimos juntos. Entonces, ¿por qué no con él? ¿Eso qué cambia? Y su padre no quería soltarle ni un billette hasta que estuviera casado, oh mierda, ¿te divierte eso de hacer el imbécil?, ¿te divierte decirme cosas así?

– Oye -le dije-, empiezo a tener frío. ¿Te importa continuar sin mí? Voy a tratar de comer algo y le diré a Marc que venga a ver si necesitas alguna cosa.

Salí de la piscina sin que ella reaccionara. Hacía una buena temperatura, me sequé y me vestí sin prestarle atención. No siempre puede elegirse la vía más difícil, no se puede estar siempre dispuesto a hacerle frente a una chica a menos que se sea un completo inconsciente. Hacía realmente una temperatura espléndida, yo es-taba en forma y caminé hacia las luces de la casa.

20

Durante los días siguientes hice una buena cura de música, no salí de casa y coloqué los botones a un volumen suficiente. No podía oír ningún ruido del exterior, el teléfono estaba descolgado y todas las cortinas estaban cerradas. El asunto me volvía medio loco pero la casa estaba llena de energía, era como un pulmón artificial y yo llenaba páginas con una pasión frenética. Así evitaba pensar en aquellas dos chicas.

Cuando no tenía otro sistema, miraba fijamente un punto situado frente a mí y no le quitaba la vista de encima. Con la edad me hago más complicado, me hago totalmente retorcido, incluso, y me lo creía realmente. Era culpa mía estar obsesionado por aquellas dos chicas, era porque yo lo quería, porque me había metido en la cabeza que representaban algo en mi vida. Me entretenía maculando ese tipo de ideas con un placer malsano. Es buena cosa sufrir justo lo necesario, agudiza los sentidos y para eso no hay nada como escuchar música, y entre paréntesis, eso era lo que hacía. Caí de rodillas ante el último disco de «Talking Heads», imposible resistirse a algo como This must be the place, imposible no sentirse henchido el máximo.

Una mañana salí de compras y me di cuenta de que el tiempo había cambiado. El aire ya no olía igual, el verano había terminado realmente. Había llovido durante la noche, las aceras aún estaban mojadas, y la calle increíblemente limpia, con una dominante azul. Hacía viento, y me desperté de golpe en medio de un torbellino de hojas húmedas. En la ciudad, paré en un chiringo de lavado automático y, mientras esperaba mi ropa, estalló una tormenta formidable. El cielo dio paso al Diluvio sin avisar.

Las primeras gotas estallaron en el suelo con un ruido de huevo aplastado y a continuación aparecieron los relámpagos. No había más que mujeres en el local y los relámpagos se sucedían con un ritmo rápido, los truenos hacían temblar las paredes y la calle se había transformado en un torrente. Miré a aquellas mujeres pegadas a la vitrina, las oía charlar y lanzar grititos y, mientras, camisas de hombre giraban en las máquinas. Todas esas mujeres vivían con hombres, claro, y yo me mantenía un poco apartado para observarlas, toda esa lluvia me daba unas ganas atroces de joder, pero ¿cuál era el mirlo blanco? ¿Entre todas aquellas mujeres no podría haber una que se sintiera un poco sola y que pudiera perder la mañana?

Pero ese tipo de cosas no me pasaban a mí, nunca he tenido la suerte de montármelo con una desconocida en un cuarto de hora. Cuando terminó la tormenta, salí con mi ropa limpia y caminé lentamente hasta el coche; nadie me llamó, nadie me tiró de la manga, nadie vino a tocarme el culo.

Me paseé un poco por un supermercado y vi algunas que estaban sensacionales, chicas casi dobladas en dos sobre su carrito, con los muslos desnudos, y otras con los pezones erguidos bajo un delgado jersey, pero todas ellas parecían estar celebrando un acto tan extraordinario que nada podía arrancarlas de su pequeño mundo, y yo pasaba muy cerca de ellas, golpeándome con sus miradas vacías mientras ellas pensaban en el menú de la semana. Lo que me ponía realmente enfermo era que el día acababa de ernpe zar y yo sabía que la cosa ya estaba perdida de antemano. Mejor me dedicaba a pensar en otra cosa.

Preferí volver y ponerme a trabajar. Me instalé en la cama con patatas fritas, canutos y cervezas, y me puse a pensar en mi novela. Tenía la impresión de estar sacando una inmensa manta del agua, que centelleaba bajo la luna a medida que la elevaba; era un ejercicio cansador, pero podía aguantarlo durante horas. A veces me preguntaba cuál de nosotros dos existía realmente. En general, cuando me levantaba era para colocarme detrás de la máquina, en caso contrario me adormilaba en la cama y dejaba el asunto para cuando me despertara; lo dejaba hasta que se le ocurriera venir y, cuando esto sucedía, hacía sonar todas las articulaciones de mis dedos, cerraba los ojos y me daba masajes en las sienes. Creo que es una buena fórmula la de alternar el placer con el dolor, te pone inmediatamente en situación. Pero aquel día lo que me apartó de mi trabajo fue un pequeño pájaro gris que entró por la ventana. Levanté la mirada para verlo revolotear por la habitación, era al final de la tarde y me sentía sin fuerzas. A continuación, se lanzó hacia la ventana como una flecha pero se equivocó, eligió la hoja que estaba cerrada y chocó contra el cristal. Cayó al suelo como una granada sin seguro. Me levanté de un salto y lo recogí tomándolo entre mis manos. No se había roto el pico, era una suerte, y yo no veía nada que fallara, pero el pájaro estaba quieto y con los ojos abiertos.

Corrí hasta la cocina y puse agua en un plato. Le sostuve la cabeza mientras bebía, esperaba que pudiera salirse de ésta, yo también esperaba salirme de ésta. Al cabo de un momento traté de hacer que se sostuviera de pie, pero cayó de lado y quedó con sus patitas apuntando al techo. Fui hasta la ventana para que le diera un poco el aire y para animarlo enseñándole un poco el cielo. El aire fresco me sentó bien. El cielo estaba ligeramente nublado, rosa y azul. Hice un nuevo intento y esta vez se sostuvo en pie, me dije que empezábamos a ver el final del túnel. Pero bastó una leve ráfaga de viento, aquel idiota no tuvo fuerzas para agarrarse y se cayó por la borda. Oí un leve ruido sordo. Oh, mierda, pensé, ese golpe va a acabar con él, no ha tenido tiempo de recuperarse, no ha tenido la menor oportunidad.

Salí y rodeé la casa corriendo. Cuando lo encontré, parecía liquidado. Un gato maulló entre los matorrales y yo me agaché rápidamente para recoger a mi compañero.

– ¿Eh, bicho, sigues vivo? -le pregunté.

Abrió un ojo y yo respiré, formábamos un buen equipo los dos, jarnos duros de pelar. Regresamos a la casa. Le di unas gotas de eche, no sé si le gustó, pero yo me tomé el resto de la botella.

Hacia las diez de la noche emprendió el vuelo. Cerré las ventanas, apagué la luz y salí. Al cabo de diez minutos aparcaba delante de la casa de Marc. Llamé y Cecilia vino a abrirme.

– ¡Oh! -exclamó-. ¿Eres tú? Te creía muerto.

– No, no del todo -le dije-. Pasaba por aquí.

– Pues somos afortunados… Tal vez tengas tiempo para tornar algo, ¿no?

Dio media vuelta sin esperarme y la seguí hasta la sala. Hermosa casa. Hermosa chica. ¿Dónde estaba mi puta estrella?

Acababa de sentarme con mi copa y aún no nos habíamos dicho ni una palabra cuando bajó Marc a toda velocidad. Tenía los cabellos revuelto y los pies descalzos. Se metió en la cocina y salió con una botella de coca. Iba a subir de nuevo la escalera cuando me vio. Me sonrió con aire ausente.

– Ah… hola -dijo-. Eh, éste, mira, perdona, ¿eh? Estoy metido de lleno en mi novela, ya sabes. Estoy consiguiendo algo grande.

Asentí con la cabeza mientras alzaba mi copa en su dirección, y al cabo de un segundo ya había desaparecido.

– No sabía que se podía funcionar con cocacolas. Parece estar en plena forma -comenté.