Yan llegó, cogimos el coche y encontramos unas tiendas abiertas. Tratamos de pensar antes de bajar y comenzar una partida de búsqueda por los escaparates.
– ¡Oh, mierda, no me gusta ir con prisas, y no me gusta hacerlo en el último momento! Ah, y además no se me ocurre nada -dijo Yan.
– Bueno, una yogourtera, un tostador de pan o una tontería de ese tipo.
Me miró encogiéndose de hombros.
– Y además, mierda -seguí-, no cuentes conmigo para encontrar una idea genial. La idea de ir no me divierte demasiado.
Caminamos una veintena de metros y en una tienda cualquiera encontramos una cosa que no estaba tan mal, y que precisamente tenía el toque de mal gusto necesario para el caso, así que la compramos. El tipo nos envolvió para regalo la cobra disecada, alzada sobre su cola y con dos perlas negras en lugar de ojos; era un regalo bonito.
Había ya una enormidad de gente cuando llegamos. Aparqué el coche, cogí la cobra bajo el brazo, y buscamos a los dos tortolitos. La gente se paseaba por el jardín con copas y bocaditos, algunos estaban estirados bajo los árboles y otros se bañaban en la piscina. Llegamos a la casa, todos los ventanales estaban abiertos de par en par y los encontramos en el salón con una sonrisa en los labios. Parecían estar en plena forma, salud, dinero y juventud; tenían aspecto de intocables. Marc se adelantó hacia mí con los brazos extendidos:
– Caramba -dijo-, debes creerme. Estoy muy contento de que hayas venido.
Le puse la cobra en las manos dirigiéndole una vaga sonrisa y me acerqué a Cecilia. Otra chica que me dejaba de lado, otra chica que salía de mi vida, menos mal que yo tenía el estómago fuerte. Es una locura ser un escritor de mi nivel y comprobar que la vida sol te reserva mierdas, privado de mujer, privado de dinero, privado de esos momentos de intensa felicidad que procuran una cuanta: páginas bien logradas. Ella me miraba sonriendo amablemente No podía ser peor. Era mortal después de la semana que acababa de pasar, ERA MORTAL VIVIR AQUEL MOMENTO PRECISO CON TODOS AQUELLOS GILIPOLLAS A NUESTRO ALREDEDOR CUANDO HABRÍA DADO MI ALMA POR ECHARLE UN POLVO, LO JURO. Me recuperé inmediatamente, dejé de divagar y apoyé una mano en su hombro con aire relajado:
– Espero que siga siendo costumbre besar a la novia -dije.
– Por supuesto. Acércate -me indicó.
Me incliné hacia ella, puse mi cara en sus cabellos y era como un ligero suicidio, como soplar cerca de las llamas.
– Eras mi última oportunidad -le dije.
Le hizo gracia.
– Deja eso para tus libros -comentó.
– Estás de broma -dije-, nunca pondría una tontería semejante en un libro. Sé perfectamente que nadie se la creería. Es excesivamente difícil de entender.
Le dirigí una mirada helada y salí al jardín. Me detuve bajo una palmera tratando de averiguar dónde estaba la barra. Veía a todos aquellos gilipollas deambular con sus copas llenas, hacía un calor de tormenta y me sentía débil. Las mujeres lanzaban risas agudas y los tipos sudaban al sol. Estaban en grupos coloreados y discutían, queriendo quedar lo mejor posible. Todos parecían dispuestos a joder, y cada mirada brillaba con el mismo deseo secreto, con la misma necesidad trágica, del tipo mírame, escúchame, ámame, por favor, no me dejes solo… Como escritor, me siento feliz de vivir en una época en que la mayoría de la gente está majara, torturada por la soledad y obsesionada por su forma física. Eso me permite trabajar tranquilamente mi estilo.
Estaba preguntándome qué dirección iba a tomar cuando una mujer me cogió del brazo. Era una mujer en el declive, con una sonrisa violenta y bronceada a tope.
– Qué calor -comentó-. Puedo ayudarlo a encontrar una copa, si es eso lo que busca.
Llevaba un vestido de lana y parecía incapaz de quedarse tranquila allí dentro, sin contar con un increíble par de tetas y un perfume delirante.
La seguí y pude comprobar que el bar era una cosa seria. Hice que me prepararan un Blue Wave mientras la buena mujer seguía pegada a mi brazo como una muñeca de caucho. En realidad yo no sentía su presencia, no sentía nada en especial excepto que yo era un tipo que estaba a pleno sol y que asimilaba lentamente que había ido a la boda de una ex y tuve la visión fugaz de un puente arrasado por una riada furiosa. Vacié mi coctel y pedí otro; luego encontré un rincón con sombra y pude sentarme un poco en la hierba, ligeramente aparte. La mujer seguía a mi lado, era un verdadero molino de palabras. Pero evidentemente lo que decía no tenía ningún tipo de importancia, ni siquiera ella misma se prestaba atención y todo lo que hacía era mirarme con insistencia como si quisiera embrujarme o comerme vivo. Soporté su charla durante cinco minutos y después me estiré de espaldas y cerré los ojos.
– Lo que me gusta son las chicas de dieciséis años -dije-. Cuando sólo tienen uno o dos pelos en la raja y están dispuestas a darlo todo.
Entreabrí un ojo y vi que se alejaba y se perdía entre los demás, bajo una luz muy curiosa. Si fuera un tipo cínico, diría que volvía a hacer su aportación a la locura general. A veces me olvido de todos los aspectos divertidos de las cosas.
Estaba mordisqueando algo y charlando con el tipo del bar cuando se presentó Marc. Me cogió por los hombros y me pareció que había adquirido seguridad. Sonreía como un tipo al que acaba de tocarle el gordo por tercera vez.
– Tenemos que quedar como amigos -me dijo-. Lamento todo lo que he hecho.
Hice ver que reflexionaba un momento y asentí con la cabeza.
– Bien, de acuerdo -dije-. Bebo a vuestra salud, a la de los dos.
Pareció encantado y se apresuró a sacar del bolsillo un talonario de cheques. Llenó uno allí, en medio de la comida, y me lo dio.
– Es por lo que pasó con tu coche -me explicó.
Le eché un vistazo al cheque. El coche no valía ni la mitad de aquella cantidad. Marc se había convertido en un tipo serio.
– Vaya, hombre, parece que los negocios funcionan, ¿no?
– Sí, puedo decir que no tengo de qué preocuparme. Mi padre me ha nombrado su heredero en vida. Tengo el gusto de anunciarte que voy a poder escribir bastante seriamente. Siento que estoy dispuesto a lanzarme, chico.
No lo escuchaba realmente. Pensaba en ese dinero que me caía del cielo: significaba que iba a poder respirar un poco, y eso me puso eufórico. Tuve la impresión de que tenía una cantidad de tiempo increíble frente a mí, era como si me hubiera encontrado en pleno cielo.
Me sentí con el corazón ligero durante todo el resto de la tarde y al anochecer, cuando el sol se ponía, me di un baño en la piscina desierta. Hacía el muerto mirando las estrellas cuando una chica saltó desde el trampolín. Levantó olas a mi alrededor. Siempre ocurre que cuando estás saboreando la tranquilidad ellas se divierten haciendo olas, o creando tempestades o terremotos. A menudo hacen lo contrario de lo que uno desearía, y Cecilia, aquel día, batía todos los récords. Salió a la superficie a mi lado. Debía de estar enfermo porque me sentí destrozado al ver su cara. Aquella chica realmente me hacía sentir algo, pero la verdad es que no estaba tan loco como para dejar que se notara.
– Una noche hermosa -dije yo.
Me dirigió una de esas miradas a las que no puedo resistirme, pero logre resistir, no sé por qué pero me sentía a cubierto en el agua y el dinero de Marc me había vuelto a dar confianza. Le dirigí una sonrisa estúpida para que entendiera que no valía la pena cansarse. Pero son muy pocas las chicas que comprenden este tipo de mensajes y la prueba está en que insistió:
– Dime, ¿qué era esa tontería de la que me hablabas hace un rato?
– Bromeaba -le dije.
– No estoy segura -comentó.
– Bueno, es verdad, tienes razón. Seguramente me suicidaré porque eres irremplazable, no se encuentran fácilmente chicas como tú, chicas que sepan retirarse del juego en el momento oportuno.