Me gustaba aquella chica dulce y amable que me encontró perdida, ávida de compañía. ¿Se me vino a la cabeza la palabra amor cuando trasladaba mis dos maletas? Por increíble que parezca, ni siquiera lo recuerdo. Ya se me había pasado la emoción de los primeros momentos, ya había edificado mi muralla de reserva, ya me sentía a salvo de la amenaza de la dependencia. Ella parecía encantada con la idea de tener garantizada mi presencia en su cama, pero tampoco aquella alegría significaba mucho si se tenía en cuenta que Cat había convivido con numerosos compañeros, amigos, amantes o relaciones sin especificar, y que, de hecho, en el momento en que conocí a Cat, la última inquilina, Shelli, acababa de dejar la casa para marcharse a emprender un viaje a Thailandia, una aventura en la que había invertido todas las propinas que había ahorrado trabajando de camarera durante un año, y en la que había depositado su última esperanza de encontrarse a sí misma, según me contó Cat con un deje irónico en la voz. Nunca me atreví a preguntar si la tal Shelli era o no su novia, y, en cualquier caso, mi estancia en la casa se revistió desde el principio de un aura de provisionalidad: la casa era de Cat, ella pagaba la hipoteca, y, además, yo no pertenecía a la ciudad. Había ido allí a estudiar. Y punto.

Cat necesitaba gente con la misma desesperación con la que otros requieren de alcohol, de drogas o de libros. No podía vivir sin el contacto humano. No sabía estar sola, y de hecho casi nunca lo estaba. Si estaba en casa, alguien debía estar cerca, fuese yo, por supuesto, o alguno de sus amigos. En el bar la rodeaba una horda de conocidos y admiradoras. Puesto que no practicaba ninguna actividad que requiriese de la soledad (no escribía, ni escuchaba música intentando descifrarla, ni estudiaba, ni conocía de ninguna tarea que precisase concentración o aislamiento), no la necesitaba. Es más, la temía. Si yo no estaba en casa, o si me encerraba en el cuarto a leer, como hacía tantas veces, se abalanzaba sobre el teléfono para llamar a alguien que se pasase a hacerle compañía. Odiaba quedarse sola. Repetía muchas veces que le daba miedo morir sola, y yo no podía comprenderla. ¿A qué venía semejante obsesión con la muerte? La muerte está casada con el género humano, y no existe el hombre que la haya engañado; hay que aceptarlo. Yo nunca la he temido. Es más, en muchos momentos la he deseado. La idea de la muerte se me aparecía como una promesa infinita de paz, una cálida nada donde ya no existirían las preocupaciones del día a día. Y tampoco tengo miedo a la soledad, que me parece, al igual que la muerte, un espacio acogedor.

– Pensar en la muerte con tranquilidad sólo tiene valor si lo hacemos en solitario -le intenté explicar una vez-. La muerte en compañía no es la muerte, ni siquiera para los incrédulos, porque lo que más duele no es dejar la vida, sino abandonar lo que le da sentido.

– No, no creo que sea eso lo que siento. Nunca lo he pensado así. Es algo más animal, menos elaborado: un terror básico, instintivo -respondió ella.

Por supuesto, ella no entendía lo que yo le decía. Ni siquiera sabía que yo estaba citando, que me había aprendido aquellas palabras de memoria, a los diecisiete años. ¿Qué iba a saber ella, que apenas leía? No, ella no me entendía, ni yo a ella. Quizá ella tenía razón y sus pies, bien pegados a la tierra, la conducían por territorios más seguros que los que yo conocía. Quizá yo no era sino una tonta pretenciosa condenada a tropezar y tropezar, una pedante que no podía comprenderla; y peor aún, creo que secreta, íntimamente, una parte de mí la despreciaba, aunque otra parte de mí la necesitara a su lado.

Cat atraía a la gente a su alrededor, como la luz atrae a las polillas; es decir: ejercía sobre la gente el mismo efecto que ejercía Mónica, pero por razones muy distintas. Cat despertaba afecto porque lo buscaba, porque estaba tan necesitada de compañía que sabía pagar bien por ella; y se mostraba siempre dispuesta a escuchar cualquier miseria ajena, a hacer lo que estuviera en su mano para aliviar la tristeza de un amigo o solucionarle un problema. La gente pensaba que Cat era buena. Mónica, sin embargo, no mostraba excesivo interés por nadie, pero poca gente sabía resistirse al influjo casi lunar que ejercía esa confianza en sí misma que transmitía: Mónica parecía capaz de triturar piedras con las manos de habérselo propuesto. Si a Cat se la amaba por razón de su bondad, a Mónica se la adoraba pese a su aparente maldad. Cat era pasiva y Mónica activa. Cat era mejor persona, en teoría. Mónica, mucho más interesante.

Nuestra casa estaba siempre llena de amigos y amigas, la mayoría de ellos gays, que venían a que Cat escuchara sus problemas. Ella irradiaba una serenidad especial que congregaba a la gente a su alrededor. Se convertía en su confidente, en su confesora, en su hermana. Jamás revelaba un solo secreto de los que le habían sido confiados, ni siquiera a mí, y eso la hacía merecedora de la gratitud y devoción incondicional de su panda de acólitos. Y digo su porque sus amigos siempre fueron sus amigos, no los míos, puesto que nunca llegué a intimar con ninguno de ellos. Me aceptaban en su círculo, es cierto, pero no creo que me hubiesen mirado jamás si yo no hubiese sido la pareja de Cat. Tengo la impresión de que de alguna manera se notaba mucho que no me sentía a gusto entre aquella congregación de petardas y marimachos que consumían comida macrobiótica y bebidas inteligentes, que llevaban el pelo rapado al uno y teñido con peróxido, que vestían camisetas de talla infantil y chaquetones de peluche y zapatillas de jugador de fútbol búlgaro, que se anillaban hasta la mortificación, que hacían exagerados esfuerzos por mostrarse originales y distintos cuando en realidad se parecían tanto los unos a los otros. Quizá se veían como un cuerpo de combate, la avanzadilla de lo chic y lo moderno, y por eso se empeñaban en lucir un uniforme.

Dos de ellos constituían el núcleo central de esta cofradía, el cuerpo de excelencia, la cabeza pensante del ejército. Eran los amigos más cercanos de Cat: Aylsa y Barry.

Aylsa era una muchacha pequeña y delgada, poco atractiva, de cráneo rapado sobre una frente amplia sobre la cual nada parecía haber sido escrito. Sus ojos azules resultaban prodigiosamente inexpresivos y apagados, un reguero de pecas surcaba su nariz respingona y su boca constituía una línea apenas dibujada que remataba aquella carita triste y anodina, un rostro que recordaba al portal del edificio donde yo había vivido en Madrid: largo, vacío y apenas iluminado, oscurecido por la sombra de tristeza que planeaba sobre él y que sugería desgracias y abandonos tempranos. Hablaba poco, y por lo general, en cualquier conversación no hacía sino subrayar las afirmaciones de Cat con un um o un mmm o cualquier otro monosílabo irrelevante mientras contemplaba a mi gata con la boca abierta de pura admiración. Se comportaba como si fuese un pedazo de arcilla que Cat hubiese moldeado con sus manos, y al que hubiera concedido después con su respiración el aliento de la vida; pero creo que a Cat le resultaba poco más que un insignificante mosquito que zumbaba a su alrededor. De vez en cuando, Aylsa pinchaba discos en algún club de ambiente -tenía bastante gusto, he de reconocerlo, y un excelente ojo para las novedades-, pero sospecho que la mayor parte de sus ingresos provenían del subsidio de desempleo. Creo que me detestaba y me temía a la vez. Si coincidíamos en algún sitio evitaba enfrentarse con mis ojos al saludarme y sonreía lastimeramente a sus zapatos, pero después solía pasarse la velada dirigiéndome de refilón miradas cautelosas y evasivas. A mí me parecía tan poca cosa que no me dignaba siquiera a sentir celos; pese a que yo supiera que estaba enamorada de Cat y que se había empeñado en conseguirla algún día.

Y luego estaba Barry, el proveedor. Proveedor de drogas para todos, proveedor de calma para Cat. Trabajaba de DJ en Negotians, un club de niños bien que estaba frente a la universidad, pero todos sabíamos que su principal fuente de ingresos se la proporcionaba el trapicheo.