Llevo ya cinco días en Madrid y tengo que reconocer que no he hecho gran cosa. He deshecho mis maletas, he puesto tres coladas, he colgado mi ropa en el tendedero y, ya seca, la he planchado y la he doblado y la he ido disponiendo -pantalones, camisetas, chaquetas y camisas- en las perchas que aleteaban como palomitas en mi armario vacío; y ahora mi ropa, suspendida floja en la oscuridad de la madera, construye sucesivos fantasmas de mí.

He escuchado interminables peroratas de mi madre sobre mi aspecto y sobre la necesidad de que compre faldas y me deje crecer el pelo, y sobre las revisiones médicas de mi padre, y sobre todas las hijas de todas sus amigas que se han casado felizmente. Recita nombres que no me dicen nada y que finjo reconocer por seguirle la corriente. Mientras ella sigue disertando sobre lo ideaaal que estaba menganita de cual el día de su boda, y sobre el traje de seda salvaje diseñado por Marilí Coll tan ideaaal que llevaba, yo intento abstraerme y no dejar que su cháchara me enrede, no ceder a la tentación de sentirme de nuevo feúcha y poca cosa, y fracasada, como me siento siempre que ella me habla de esas cosas filtrando a través de sus palabras el sentimiento de desencanto que sufre cuando me ve. Y he comprobado, no sé si decepcionada o aliviada, que la noto más feliz, que mi ausencia le ha sentado bien.

Pasan los días en Madrid y no me acostumbro. No me quedan amigos en Madrid. Ni uno solo. Nadie a quien llamar en una ciudad erizada de seis millones de personas. Doy largos paseos, leo, escribo a ratos. Poco más. La soledad no es mala, me repito. La soledad me ha concedido el regalo de aprender a tomar decisiones sobre cosas que me afectan, de aprender a analizar mis actos y a diseccionar las razones que los mueven con la aséptica precisión de un forense. En la oscuridad puedo colgar en las paredes de mi mente lienzos de colores, en la soledad puedo ver quién soy bajo la piel.

Bajo a comprar el pan y los periódicos, me acerco a verificar en el Instituto Británico los papeles y las diligencias necesarios para hacerme con una beca de doctorado, y me doy cuenta, en las aceras de asfalto a punto de derretirse, en el autobús vibrante de aire acondicionado, en las oficinas arrugadas de sudor, de que los hombres me miran y me sonríen de una forma especial. A ellos no parecen importarles, al contrario que a mi madre, ni mi pelo corto, ni mis botas ni mis pantalones.

Caitlin se preciaba de saber reconocer a una lesbiana en cuanto la veía. Me acuerdo de que una vez dictaminó que una presentadora de la MTV lo era, y yo me reí de ella, argumentando que, en primer lugar, resultaba completamente imposible que Cat pudiese determinar las preferencias de una persona sin conocerla en absoluto; y en segundo, que esa chica, tan maquillada, tan siliconada, tan repeinada, no tenía el menor aspecto de lesbiana. Pues bien, años después, cuando aquella mujer hizo públicas sus intimidades en medio de una campaña de outing, me tocó comerme mis palabras. Cat atribuía aquella especie de clarividencia a una especialización que había desarrollado durante años y que le permitía interpretar pequeños detalles de comunicación no verbal, invisibles para aquellos que no fueran buscándolos. Gestos inconscientes que delataban a los ojos de Cat las apetencias de cada persona. Observaba atentamente, recordaba con claridad; en silencio llevaba a cabo multitud de deducciones. Se fijaba en la diferente manera de mirar a hombres y mujeres, en el modo de colocar las piernas al sentarse, en las variaciones de expresión a medida que se avanzaba en una conversación. Una palabra casual o imprudente, una mirada de indiferencia o ansiedad; el embarazo, la vacilación, la vehemencia, la inquietud… Cada pequeño detalle aportaba a su percepción, aparentemente intuitiva, indicaciones acerca de los deseos de una persona. Caitlin era como un tahúr; y el juego de la seducción, una partida de cartas. A los pocos minutos de conocer a una persona Caitlin jugaba con cada uno de sus gestos como si fueran naipes, y los lanzaba al mundo con igual precisión y seguridad con los que una jugadora habría puesto sus cartas sobre la mesa si supiese exactamente qué mano de cartas llevaba cada uno de los demás jugadores que se sentaban con ella.

Durante mucho tiempo he pensado que una chica como yo, tan descuidada de su aspecto, estaba enviando al mundo un mensaje silencioso: machos, manteneos alejados. Pero todos estos hombres que me miran no parecen haberlo captado, y me digo que quizá yo no sea tan poco femenina como mi madre pretende. Es posible que haya que redefinir la acepción de semejante término.

Cada uno de los hombres que me mira y me sonríe oculta bajo sus pantalones un pene terso, un pecho plano, unos hombros compactos, un cuerpo de hombre, y podría tomarme entre sus brazos y clavarme las manos en la almohada. Esta áspera soledad me pesa de una forma casi física y a veces me pregunto qué sucedería si me dirigiera a alguno de esos chicos guapos del autobús y le dijera: aquí estoy, haz conmigo lo que quieras. ¿Hace eso una mujer? ¿O sólo lo hacen en los bares para chicas? Esos bares en los que pueden comportarse como un hombre y abordar directamente al objeto de su deseo; e incluso invitarle a una copa si les apetece, de la misma forma en que me abordó Cat la primera noche que me vio.

Escribo sobre un teclado, un ordenador portátil de segunda mano que compré en Edimburgo poco antes de regresar. Las veintitantas letras del abecedario se abrazan las unas a las otras para formar palabras; se ofrecen, cariñosas, el calor que a mí me falta. Todo lo que soy, lo que sólida o precariamente me define y me sostiene, regresa en el momento en el que escribo. Sólo sé ser sincera delante de un teclado. Echo tanto de menos la vida que tenía como en Edimburgo añoraba Madrid. Puede que sea mentira. Puede que sea memoria, religión o arte. Cuando cierro los ojos por la noche imagino los verdiazules ojos de Cat, capaces de inventar a cada instante una realidad. Una realidad bicolor como ellos, un espacio y un tiempo más dignos de mí. Esas pupilas traspasadas por la luz de los días y que irradiaban otra luz desde dentro. La realidad que escribo se remite a otro tiempo, otro paisaje, otros días; se aleja de este verano pegajoso y me conduce a través de horas en las que nos besábamos, recorriendo laberintos cercados por sus curvas, resonantes de ecos de su voz. Recorro sus pasillos y doblo sus esquinas, y llego al centro mismo escondido de su ausencia. Desciendo a las regiones más hondas y más negras, donde más infinito se haga mi haberme ido y más profundo sienta su haberse quedado. El suelo exhala un aroma dulzón.

Al otro lado del mar, en tierras verdes y húmedas, frescas de rocío y esmegma, Cat sigue esperándome, y en alguna parte de esta península bañada por el sol Mónica sigue viva, completamente olvidada, supongo, de los besos que me regaló hace tantos años. La inscripción de doctorado, en el caso de que decida volver a Edimburgo, puede esperar hasta septiembre, tengo tiempo para decidirme. Decidirme a quedarme y dejar atrás a Cat. Y Cat sería una etapa quemada, un rodaje, una preparación necesaria para una vida más plena que aún está por venir. Edimburgo no habría sido sino un refugio temporal, ajeno a mi verdadera naturaleza.

Durante estos cuatro años no he mantenido contacto alguno con Mónica. Y no porque yo no lo intentara. Fue ella la que se mantuvo apartada, quién sabe por qué. Pero lo cierto es que durante todo este tiempo ella no ha dejado de habitar mi recuerdo, ha estado alojada en mi cabeza como la obsesión que siempre fue. Y siempre pensé que al volver la buscaría, que intentaría como fuera volver a verla.

Al principio de llegar a Edimburgo la imagen de Mónica me perseguía, implacable, allá donde yo fuera. Todas las chicas de la calle se parecían, por milagro, a ella, y los rasgos de Mónica se superponían a aquellos rasgos desconocidos, convirtiendo en Mónica a cualquiera, a la cajera del supermercado, a la dependienta de Boots, a aquella chica morena que se sentó a mi lado en la biblioteca. No pretendía comprender todas las implicaciones de tal portentosa ubicuidad del objeto de mi amor. Sabía perfectamente que aquél era uno de los síntomas más claros del síndrome de la nostalgia. Pero no quería tenerla a mi lado a cada momento si había llegado allí exclusivamente para olvidarla, así que hacía ímprobos (e inútiles) esfuerzos por desterrar su imagen de mi imaginación.