Mientras transcurrió mi infancia, nada hacía prever que nuestra relación iba a acabar por deteriorarse de semejante manera. Yo quería mucho a mi mamá, hasta tal punto que cuando las niñas del colegio me preguntaban que a quién quería más, a mi padre o a mi madre, yo contestaba sin dudarlo: a mi madre. Siempre. Y las niñas que respondían «a los dos por igual» me resultaban muy sospechosas. No me fiaba de nadie que viviese en las medias tintas, que no tuviese decidido a qué bando pertenecía.

Sí, mi madre era mi sol y regía mi existencia. Pero el sol es menos estable de lo que parece; tiene estaciones y tormentas y ritmos de actividad, y las variaciones solares influyen directamente sobre sus planetas. El sol es agente de cambios terrestres: su brillo afecta a las temperaturas; sus rayos ultravioleta a los vientos y a la producción de ozono; sus tormentas de campos magnéticos y partículas subatómicas a las lluvias y la cantidad de nubes. De alguna manera, si el sol se enfada, si estalla en un bombardeo cósmico, la Tierra sufre el cambio de humor en su corteza.

Mi madre cambió, y yo con ella.

Atardecía, aunque con las cortinas echadas no era muy fácil darse cuenta desde el dormitorio de los padres de Mónica. Cortinas de Nina Campbell, colcha de seda de Pierre Frey, banqueta de hierro diseño Pedro Peña forrada a juego con la colcha. Un costurero de pino viejo hacía las veces de mesilla de noche, y Mónica fumaba un porro tendida a mi lado en la cama de matrimonio de Charo y Manuel, cuyo cabecero había formado parte, en su día, de un perchero antiguo. Charo lo había encontrado también en una de sus almonedas y le había salido por otro ojo de la cara. Pero, como de costumbre, ella opinaba que había merecido la pena.

Yo cerré los ojos y pensé en El Escorial. En verano solíamos ir allí. Pero aquel verano mi padre no tomaba vacaciones, y, aunque no habíamos hablado todavía de nuestros planes, parecía evidente que mi madre y yo no íbamos a soportarnos la una a la otra encerradas en la misma casa. Me imaginé a mí misma subiendo los escalones que conducían a la entrada del chalet, todos ellos forrados de piedrecitas blancas. El sol me acariciaba los hombros. Tenía diez años. De pequeñita había veraneado en una urbanización de chalets adosados que constituía el escenario de mis días felices. Durante los veranos niños y niñas de la urbanización militábamos en una misma pandilla y participábamos en apasionantes aventuras colectivas: robo de peras del huerto anexo a la urbanización (con agravante de premeditación y escalo), robo de bañadores colgados en los tendederos de los chalets (con premeditación pero sin escalo), sangrientas batallas a pedradas contra la pandilla de la urbanización de al lado y arriesgadas expediciones a territorios sin urbanizar nunca antes visitados por el hombre blanco. Aquellos veranos constituían uno de los escasos recuerdos felices de mi infancia.

– Tía, ¡esta chupa vale doscientos talegos!

La voz de Coco me devolvió a la realidad. Abrí los ojos y volví a tener dieciocho años. Coco se estaba probando una chaqueta de cuero de Loewe que acababa de sacar del enorme armario empotrado y estudiaba su efecto en una de las lunas.

– Ni sueñes que vas a salir con ella, que es del viejo -dijo Mónica-. Y no deberías fijarte tanto en las marcas. Es una horterada.

Coco, con la chaqueta todavía puesta, se sentó al lado de Mónica. Ella le pasó el porro.

– Ten mucho cuidado con la ceniza. Si mi vieja encuentra una quemadura en la colcha, me mata -dijo ella, de malhumor-. Hablando de viejas, ¿no va siendo hora de que vuelvas con la tuya? -Ahora se estaba dirigiendo a mí-. No puedes quedarte aquí eternamente. Sobre todo, no me apetece tener a tu vieja llamando a esta casa día sí, día no.

– Tú no vas a llamar a nadie, nena, y tu amiga se va a quedar aquí. De hecho, nos va a venir muy bien que se quede -dijo Coco.

– Pero tú qué dices… -Mónica le miraba con la boca abierta, sin acabar de creerse que un mindundi como aquél, que al fin y al cabo estaba en su casa de prestado, fuera capaz de llevarle la contraria.

– Me parece que tu amiga es la persona ideal para hacernos de mensajera. Me encanta el aspecto que tiene. A su lado, la misma Virgen del Rocío tiene pinta de traficante.

Coco le devolvió el porro a Mónica, que le miraba entre sorprendida y enfadada.

– Si crees que vas a meter a la pobre Bea en tus trapicheos, vas dado -respondió ella.

Le dio una calada al porro y volvió a pasárselo a él.

– Joder, te estoy hablando de llevar un paquetito, y punto. No estoy diciendo que le vaya a obligar a atracar una farmacia. -Pegó una larga calada, le pasó el porro a ella y prosiguió-: Además, ella no se va a meter en ningún lío, ya verás. No es lo mismo que si fuera yo, que ya me tienen muy visto, y que no pinto nada en según qué barrios.

– Pues entonces lo llevo yo, o quedas para hacer la entrega en cualquier otra parte. -Mónica volvió a llevarse el porro a los labios y se lo pasó a Coco acto seguido.

– A ti te han visto conmigo, y uno de los puntos que tengo acordados es que la entrega se realiza a domicilio. Así que no hay más que hablar.

Coco apagó el porro en el cenicero de plata que había en la mesilla de noche, y, acto seguido, ya con las manos libres, se tumbó de lado contra Mónica y empezó a acariciarle los senos pequeños y redondos, un par de flanes coronados con sendas guindas. Apretó la entrepierna contra el muslo de Mónica, le rozó ligeramente el borde del labio superior con el dedo índice, y notó cómo la boca de ella se entreabría. Los tres supimos que había llegado el momento de dejar la discusión para más tarde. Yo me levanté de la cama y me dirigí a la puerta, consciente de que a partir de aquel momento empezaba a sobrar.

– No sé si os dais cuenta de que yo también tendría que opinar algo en una discusión que, al fin y al cabo, versa sobre mi persona -dije antes de marcharme, apoyándome en el quicio de la puerta.

– Anda, déjanos solos, por favor -dijo Mónica. Cerré de un portazo.

Avanzaba por el pasillo de la casa de Mónica. Al final encontré una puerta que no recordaba haber visto allí antes. Abrí la puerta y descubrí que daba a otro corredor, más largo y oscuro que el que conocía. Seguí adelante y descubrí una segunda puerta. La abrí y me encontré con una habitación de paredes blancas, vacía, oscura. En una de las paredes había varias ventanas cerradas por persianas dobles de madera blanca. Las fui abriendo una a una y la luz entró en la habitación, haciendo que las paredes resplandecieran. Me senté en el centro de la habitación y me sentí feliz. De pronto vi cómo la puerta de la habitación se cerraba sola, lentamente, como manejada por una mano invisible. No intenté levantarme para abrirla porque sabía que no podría. Que el cerrojo estaba echado por fuera. Que había quedado atrapada en la habitación desnuda.

Abrí los ojos e intenté recordar dónde estaba. Me costó algunos segundos caer en la cuenta de que me había quedado dormida en el sillón del salón. Cuando uno se despierta, lo primero que necesita es situarse en el espacio y en el tiempo, así que, instintivamente, busqué con la mirada el reloj de péndulo en forma de torre (comprado en un anticuario en la Puerta de Toledo: una ganga) y comprobé la hora: las nueve y diez. En cualquier momento, Coco, o Mónica, o ambos, aparecerían por la puerta que daba al pasillo, el mismo que aparecía en mi sueño. Me bastaba con concentrarme, fijar la mirada y esperar. Clavé los ojos en la puerta y no los desvié en ningún momento, ni siquiera para mirar el reloj, de forma que no sabía cuánto tiempo había pasado cuando finalmente la puerta se abrió y apareció Mónica, despeinada, legañosa y todavía medio adormilada.

Al abrir, Mónica se dio de narices con mi mirada. Puso cara de haberse llevado un susto de muerte a pesar de que, al cabo de tantos años, estuviera más que acostumbrada a lo que ella consideraba rarezas mías.