El yonqui saludó a Pepe con un movimiento de cabeza y enfiló disparado hacia la puerta. Seguro que iba a ponerse al portal más cercano. Ninguno se atrevía a ponerse dentro de La Iguana porque sabían que, de hacerlo, Pepe no les volvía a dejar entrar, y no se jugaban el derecho de admisión en uno de sus puntos de venta más céntricos.

– Bueno, nenas -dijo Coco, rodeando con su brazo los hombros de su chica-, ¿nos abrimos? Tú, Pepe, ¿qué, te esperamos?

– No, tío, yo me voy a casa a sobarla, que no puedo con mi alma.

– Nosotros deberíamos hacer lo propio -dijo Coco-. Con la llegada de esta señorita hoy casi no hemos dormido. ¿Cogemos un tequi?

– Fijo -dijo Mónica, y acto seguido apuró su cerveza de un trago, para dar a entender que ya estaba cansada de La Iguana y que quería largarse cuanto antes.

A los dieciocho años, yo era virgen. Mónica, sin embargo, ya se había acostado con un montón de chicos. No éramos, sin embargo, tan distintas. La carencia o el exceso venían a significar lo mismo: la huida del compromiso, o la renuncia.

Desde que tenía catorce años, Mónica había encadenado una relación tras otra. Todo el mundo la veía como parte de una pareja, y la propia Mónica era incapaz de percibirse a sí misma de otra manera. Le conocí unos diez o quince novios, que nunca le duraban más de dos meses y a los que jamás sentí como rivales. No eran más que panolis que venían a buscarla al colegio, para pagarle las copas y magrearse con ella en el asiento trasero de sus coches. Mónica contaba con la ventaja de que siempre se sentía emocionalmente segura, puesto que siempre tenía a alguien dispuesto a quererla o a desearla; y con la desventaja de que su dependencia, tanto de los hombres como -supongo- del sexo, aumentaba día a día. No sabía vivir sola, exactamente igual que Cat; pero al contrario que Cat, tampoco quería vivir acompañada.

Ella era mi amiga y me lo contaba todo, a mí, que seguía siendo virgen, que ni siquiera había besado a ningún chico todavía. Al contrario de lo que pudiera esperarse, yo no juzgaba, y jamás le recriminé su actitud. Pero era la única que la aceptaba como era. Ella lo sabía, y ésa era una de las razones por la que se sentía tan cercana a mí, a pesar de que fuéramos aparentemente tan distintas. Mónica sabía bien que en el colegio nadie le perdonaba su promiscuidad. Tuvo que enfrentarse con millones de malas caras e indirectas. Pero no le importaba. Mi cuerpo es mío, decía, y había algo en la ensayada intensidad de esa cursiva hablada con que cargaba el posesivo que la imponía por encima de sus atacantes. ¡Cuánto la admiraba yo entonces…!

Pero en realidad Mónica, tan independiente en apariencia, vivía a través de otros. (Y otros vivían a través de ella, yo incluida.) Porque Mónica no entendía la vida si no era en pareja: nunca estaba sola. Pero vivía la pareja según sus propias ideas: se trataba de relaciones basadas en la competitividad antes que en la cooperación, en el parasitismo antes que en la intimidad. Yo era su amiga, sus novios eran sus novios. Nada que ver. Arreglaba todas sus diferencias con ellos a base de sexo. Negociaba todas sus relaciones haciendo el amor. Su cuerpo era su moneda de cambio. Yo era virgen, entonces, y esperaba grandes cosas del sexo. Creía que algún día, si llegaba a conocerlo, sería algo así como una especie de acontecimiento milagroso que me abriría las puertas de la percepción. Mónica, al contrario, no esperaba ya nada, nada especial ni desconocido podían depararle su cuerpo ni los de los hombres con los que se acostaba. Había despojado aquella ilusión del misterio prometido y la incluyó en la categoría de lo simplemente esperado, convirtiéndola en algo trivial y vulgar, como un partido de fútbol.

Pero no creo que en realidad disfrutara tanto del sexo, a pesar de que lo probó en todos sus modos y maneras. Mientras yo aún era virgen, ella ya lo había hecho en coches y portales, en aceras oscuras, en el teleférico. Y había probado el sexo oral, la postura del perrito, las luces rojas, la lencería cara. Vivía una vida empeñada en añadir sal y pimienta a la banal experiencia del coito. Pero seguía aburrida. Desde la cólera de su deseo, aquella necesidad de controlar y poseer, nunca le escuché referirse con cariño a ninguno de sus amantes. No podía existir cariño en la sordidez de aquellos trepidantes polvos de diez minutos, de aquellos encontronazos saldados a trompicones que se recordaban más tarde desde los cardenales y los arañazos. Ahora que soy mayor y revivo desde la distancia aquellas historias que ella me narraba, creo que ella entendía por sexo, violencia; por amor, sexo; y por dominio, amor.

Muchas mujeres educadas como católicas han tenido la sensación de que era urgente cometer pecados y se han pasado años encadenando aventuras. Quizás ella era así, quizás caminaba por el mundo llena de esperma, sintiéndose carnal, quizás el sexo se convirtió en una experiencia mística que era una gracia de los hombres, lo mismo que a santa Teresa de Ávila era Dios el que le concedía el éxtasis. Yo no puedo saberlo, sólo puedo imaginarlo, pero estoy casi segura de que ella se empeñaba en acumular hombres por pura rebeldía, no por verdadero deseo.

Yo la deseé siempre, y cuando ella me relataba sus aventuras sentía crecer en mí una especie de tronante torbellino interior, una mezcla de celos y de excitación. Sus ojos negros me enviaban oscuros mensajes sin palabras que yo intentaba deletrear como una párvula esforzada. La miraba y sentía cómo el deseo me echaba un balón llamándome a jugar con Mónica. Pero siempre me la encontraba mirando a otro lado con ojos ávidos.

Mónica entró por la puerta de casa cargada con la bolsa de la compra y la carpeta, y enfiló directa a la cocina ideal. Charo había comprado la antigua pila de granito en Italia y le había añadido unos grifos antiguos de bronce de Trentino. Los azulejos antiguos habían sido encargados expresamente a una fábrica de cerámica ibicenca. La vajilla, cristalería y objetos de menaje hacían juego. Mónica fue sacando vegetales de la bolsa y depositándolos en la mesa de gresite blanco. Después empezó a meter los yogures en el frigorífico. Al agacharse se le marcaba la curva de las nalgas, airosas de juventud y ejercicio. Se disponía a preparar una ensalada cuando por fin reparó en mí, que la observaba apoyada en el quicio de la puerta de la cocina, con el pelo enmarañado, legañas en los ojos y una camiseta de Sonic Youth por toda indumentaria.

– Te sientan muy bien esos vaqueros -observé, intentando justificar mi mirada de admiración. (Explicatio non petita, acusatio manifesta; como habría dicho mi padre.)

– Y a ti te sienta bien mi camiseta -respondió, fingiendo que no se enteraba.

– Todo lo tuyo me sienta bien -aseguré, y era cierto-. Me duele la cabeza a muerte. No estoy acostumbrada a beber tanto.

– Debe de haber Alka Seltzers por alguna parte. Por cierto, ya que te has levantado, podrías aprovechar para llamar a tu madre, por lo menos para que sepa dónde estás, que debe de estar preocupada.

– ¿Preocupada? Todo lo contrario: ella es feliz con tal de no verme.

– Venga, no exageres. Además, yo paso de tenerte aquí si tu madre no lo sabe, que me puedo meter en un marrón.

Me acerqué de mala gana al teléfono de baquelita. Charo lo había encontrado en una almoneda: «Me enamoré de él en cuanto lo vi, y tuve que regatear durante horas, pero mereció la pena. Es una cucada, ¿no te parece?». El auricular pesaba como la mala conciencia. Y para colmo, resultaba dificilísimo marcar los números con el disco aquél. Marqué el de mi casa de mala gana.

– Mamá, soy yo… Estoy en casa de Mónica… Sí… Sí… Sí… vale, muy bien… Sí. Adiós. -Mónica me miraba con expresión interrogante-. Nada, me ha soltado cuatro borderías y me ha colgado porque tenía que irse a la peluquería -le expliqué.

De pronto sentí cómo un río de lava candente, una mezcla de impotencia y rabia contenida, me subía por el esófago. Oh, no, pensé; me voy a poner a llorar otra vez. Esto es peor que cualquier culebrón.