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En casa de Richis, en la Rue Droite, reinaba el silencio. Richis había desdeñado cualquier preparativo para el "Día de la Liberación", como llamaba el pueblo al día de la ejecución del asesino. Todo aquello le repugnaba. Le había repugnado el temor súbito y renovado de la población, así como su febril alegría posterior. La plebe en sí le repugnaba. No había participado en la presentación del asesino y sus víctimas en la plaza de la catedral, ni asistido al proceso, ni desfilado con los curiosos, ávidos de sensaciones, ante la celda del condenado a muerte. Para la identificación de los cabellos y ropas de su hija había recibido en su casa al tribunal, pronunciado su declaración de manera concisa y breve y pedido que le dejaran las pruebas como reliquia, petición que fue atendida. Las llevó a la habitación de Laure, colocó el camisón cortado y el corpiño sobre su lecho, extendió los cabellos rojizos sobre la almohada, se sentó delante y no abandonó más el dormitorio, ni de noche ni de día, como si quisiera, con esta innecesaria guardia, reparar la que no hiciera la noche de La Napoule. Estaba tan lleno de repugnancia, de asco hacia el mundo y hacia sí mismo, que no podía llorar.

También el asesino le inspiraba repugnancia. No quería verle más como hombre, sólo como víctima que va a ser sacrificada. No quería verle hasta el día de la ejecución, cuando estuviera atado a la cruz y recibiera los doce golpes; entonces sí que quería verle, y bien de cerca, para lo cual ya había reservado un lugar en la primera fila. Y cuando el pueblo se hubiera dispersado al cabo de unas horas, subiría al cadalso, se sentaría delante de él y haría guardia noches y días enteros, los que hicieran falta, mirando a los ojos al asesino de su hija para que viera en ellos toda su repugnancia y para que esta repugnancia corroyera su agonía como un ácido cáustico hasta que reventara…

¿Después? ¿Qué haría después? No lo sabía. Quizá reanudaría su vida anterior, quizá se casaría, quizá engendraría un hijo, quizá no haría nada, quizá moriría. Sentía una indiferencia total. Pensar en ello se le antojaba tan insensato como pensar en lo que haría después de su propia muerte. Nada, claro. Nada que pudiera saber ahora.

49

La ejecución estaba fijada para las cinco de la tarde. Los primeros curiosos llegaron ya por la mañana y se aseguraron un lugar, llevando consigo sillas y taburetes, cojines, comida, vino y a sus hijos. Cuando la multitud empezó a acudir en masa desde todas las direcciones más o menos al mediodía, el Cours ya estaba tan atestado que los recién venidos tuvieron que acomodarse en los jardines y campos que formaban terrazas al otro lado de la plaza y en el camino de Grenoble. Los vendedores ya hacían un buen negocio, la gente comía y bebía, zumbaba y bullía como en un mercado. Pronto se congregó una muchedumbre de unos diez mil hombres, mujeres y niños, más que en la fiesta de la reina del jazmín, más que en la mayor de las procesiones, más que en cualquier otro acontecimiento celebrado en Grasse. Se habían encaramado hasta las laderas. Colgaban de los árboles, se acurrucaban sobre muros y tejados, se apiñaban en número de diez o de doce en las ventanas. Sólo en el centro del Cours, protegido por la barricada de la valla, como un recorte entre la masa de seres humanos, quedaba un espacio libre para la tribuna y el cadalso, que de repente parecía muy pequeño, como un juguete o el escenario de un teatro de títeres. Y se dejó libre una callejuela que iba desde la plaza de la ejecución a la Porte du Cours y se adentraba en la Rue Droite.

Poco después de las tres apareció monsieur Papon con sus ayudantes. Sonó una ovación. Subieron al cadalso el aspa hecha con maderos y la colocaron a la altura apropiada, apuntalándola con cuatro pesados potros de carpintero. Uno de los ayudantes la clavó. Cada movimiento de los ayudantes del verdugo y del carpintero era saludado por la multitud con un aplauso. Y cuando Papon reapareció con la barra de hierro, rodeó la cruz, midió sus pasos y asestó un golpe imaginario ya desde un lado, ya desde el otro, se oyó una explosión de auténtico júbilo.

A las cuatro empezó a llenarse la tribuna. Había mucha gente elegante a quien admirar, ricos caballeros con lacayos y finos modales, hermosas damas, grandes sombreros y centelleantes vestidos. Toda la nobleza de la ciudad y del campo estaba presente. Los miembros del concejo aparecieron en apretada comitiva, encabezados por los dos cónsules. Richis llevaba ropas negras, medias negras y sombrero negro. Detrás del concejo llegó el magistrado, precedido por el presidente del tribunal. El último en aparecer fue el obispo, en silla de manos descubierta, vestido de reluciente morado y tocado con una birreta verde.

Los que aún llevaban la cabeza cubierta, se quitaron la gorra. El ambiente adquirió solemnidad.

Después no sucedió nada durante unos diez minutos. Los notables de la ciudad habían ocupado sus puestos y el pueblo esperaba inmóvil; nadie comía, todos se mantenían a la espera. Papon y sus ayudantes permanecían en el escenario del cadalso como atornillados en sus puestos. El sol pendía grande y amarillo sobre el Este. Un viento templado soplaba de la cuenca de Grasse, trayendo consigo la fragancia de las flores de azahar. Hacía mucho calor y el silencio era casi irreal.

Por fin, cuando ya parecía que la tensión no podía prolongarse por más tiempo sin que estallara un grito multitudinario, un tumulto, un delirio colectivo o cualquier otro desorden, se oyó en el silencio el trote de unos caballos y un chirrido de ruedas.

Por la Rue Droite bajaba un carruaje cerrado tirado por dos caballos, el carruaje del teniente de policía. Pasó por delante de la puerta de la ciudad y apareció, visible ya para todo el mundo, en la callejuela que conducía a la plaza de la ejecución. El teniente de policía había insistido en esta clase de transporte, pues de otro modo no creía poder garantizar la seguridad del delincuente. No era en absoluto un transporte habitual. La prisión se hallaba apenas a cinco minutos de la plaza y cuando, por los motivos que fueran, un condenado no podía recorrer este corto trecho por su propio pie, se le llevaba en una carreta tirada por asnos. Nunca se había visto que un condenado fuera conducido a su propia ejecución en una carroza con cochero, lacayos de librea y séquito a caballo.

A pesar de esto, la multitud no se inquietó ni encolerizó, sino al contrario, se alegró de que sucediera algo y consideró la cuestión del carruaje como una ocurrencia divertida, del mismo modo que en el teatro siempre resulta grato que una pieza conocida sea presentada de una forma nueva y sorprendente. Muchos encontraron incluso que la escena era apropiada; un criminal tan terrible exigía un tratamiento fuera de lo corriente. No se le podía llevar a la plaza encadenado para descoyuntarlo y matarlo a golpes como a un ratero común. No habría habido nada sensacional en esto. En cambio, sacarle de la cómoda carroza para conducirle hasta la cruz sí que era un acto de crueldad muy original.

El carruaje se detuvo entre el cadalso y la tribuna. Los lacayos saltaron, abrieron la portezuela y bajaron el estribo. El teniente de policía se apeó, tras él lo hizo el oficial de la guardia y por último, Grenouille, vestido con levita azul, camisa blanca, medias de seda blancas y zapatos negros de hebilla. No iba esposado y nadie lo llevaba del brazo. Se apeó de la carroza como un hombre libre.

Y entonces ocurrió un milagro. O algo muy parecido a un milagro, o sea, algo igualmente incomprensible, increíble e inaudito que con posterioridad todos los testigos habrían calificado de milagro si hubieran llegado a hablar de ello alguna vez, lo cual no fue el caso, porque después todos se avergonzaron de haber participado en el acontecimiento.

Ocurrió que los diez mil seres humanos del Cours y las laderas circundantes se sintieron de improviso imbuidos de la más inquebrantable convicción de que el hombrecillo de la levita azul que acababa de apearse del carruaje "no podía ser un asesino". Y no es que dudaran de su identidad. Allí estaba el mismo hombre que habían visto hacía pocos días en la plaza de la iglesia, asomado a la ventana de la "Prèvatè", y a quien, si hubieran podido cogerlo, habrían linchado con el odio más enfurecido. El mismo que dos días antes había sido justamente condenado sobre la base de la más concluyente evidencia y de la propia confesión. El mismo cuya ejecución por parte del verdugo habían esperado todos con avidez un minuto antes. Era él, no cabía duda. Y sin embargo… no era él, no podía serlo, no podía ser un asesino. El hombre que estaba en el lugar de la ejecución era la inocencia en persona. En aquel momento lo supieron todos, desde el obispo hasta el vendedor de limonada, desde la marquesa hasta la pequeña lavandera, desde el presidente del tribunal hasta el golfillo callejero.