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Esta espera le llenaba de satisfacción. Nunca se había sentido tan bien en su vida, tan tranquilo, tan equilibrado, tan en paz consigo mismo -ni siquiera en su montaña- como en estas horas de pausa en el trabajo durante las cuales esperaba toda la noche velando a sus víctimas. Eran los únicos momentos en que casi se formaban pensamientos alegres dentro de su tenebroso cerebro.

Extrañamente, estos pensamientos no se proyectaban hacia el futuro. No pensaba en la fragancia que cosecharía dentro de un par de horas, ni en el perfume de veinticinco auras de doncellas, ni en planes, felicidad y éxito futuros. No, pensaba en su pasado. Recordó las etapas de su vida desde la casa de madame Gaillard y el montón de leños cálidos y húmedos que había enfrente, hasta su viaje de hoy al pequeño pueblo de La Napoule, con su olor a pescado. Pensó en el curtidor Grimal, en Giuseppe Baldini, en el marqués de la Taillade-Espinasse. Recordó la ciudad de París, su gran caldo tornasolado y maloliente, recordó a la muchacha pelirroja de la Rue des Marais, el campo abierto, el viento enrarecido, los bosques. Recordó también la montaña de Auvernia -no evitó en absoluto este recuerdo-, su caverna, el aire sin seres humanos. También recordó sus sueños. Y evocó todas estas cosas con gran complacencia. Sí, al mirar hacia atrás, le pareció que era un hombre especialmente favorecido por la suerte y que su destino le había llevado por caminos que, si bien habían sido tortuosos, al final resultaban ser los correctos… ¿cómo, si no, habría sido posible que se encontrase ahora en este oscuro aposento, en la meta de sus deseos? Pensándolo bien, era un individuo realmente afortunado.

Le embargaron la emoción, la humildad y el agradecimiento. "Gracias -murmuró-, gracias, Jean-Baptiste Grenouille, por ser como eres. " Hasta este punto era capaz de emocionarse a sí mismo.

Entonces entornó los párpados, no para dormir, sino para entregarse del todo a la paz de aquella noche sagrada. La paz llenaba su corazón, pero se le antojó que también reinaba a su alrededor. Olió el sueño tranquilo de la camarera en el aposento contiguo, el sueño satisfecho de Antoine Richis al otro lado del pasillo, olió el pacífico dormitar del posadero y los mozos, de los perros, de los animales del establo, de toda la aldea y del mar. El viento se había calmado. Todo estaba en silencio. Nada perturbaba la paz.

Una vez torció el pie hacia un lado y rozó muy ligeramente el pie de Laure. No su pie, en realidad, sino la tela que lo envolvía, impregnada de grasa por debajo, que absorbía su fragancia, su magnífica fragancia, la de él.

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Cuando los pájaros empezaron a gritar -es decir, bastante antes del alba-, se levantó y terminó su trabajo. Desenrolló el paño, apartándolo del cuerpo como un emplasto. La grasa se separó muy bien de la piel; sólo quedaron algunos restos en los lugares angulosos, que recogió con la espátula. Secó las últimas huellas de pomada con el propio corpiño de Laure, con el cual frotó el cuerpo de pies a cabeza, tan a fondo que incluso la grasa de los poros se desprendió de la piel en diminutas láminas y con ella los últimos efluvios y vestigios de su fragancia. Ahora sí que estaba realmente muerta para él, marchita, pálida y desmadejada como los desechos de una flor.

Tiró el corpiño dentro del paño perfumado, el único lugar donde ella sobrevivía, añadió el camisón que envolvía sus cabellos y lo enrolló todo, formando un pequeño paquete que se puso bajo el brazo. No se tomó la molestia de cubrir el cadáver que yacía en el lecho. Y aunque las tinieblas de la noche ya se habían teñido del gris azulado de la aurora y los objetos de la habitación empezaban a perfilarse, no se volvió a mirar hacia la cama para verla con los ojos por lo menos una sola vez en su vida. Su figura no le interesaba; no existía para él como cuerpo, sólo como una fragancia incorpórea y ésta la llevaba abajo el brazo y se marchaba con ella.

Saltó con cuidado al antepecho de la ventana y bajó por la escalera. Fuera volvía a soplar el viento y el cielo estaba despejado y derramaba una luz azul oscura sobre la tierra.

Media hora después, la sirvienta bajó a encender el fuego de la cocina. Cuando salió al patio a buscar leños, vio la escalera apoyada, pero aún estaba demasiado soñolienta para extrañarse de ello. El sol salió poco antes de las seis. Gigantesco y de un rojo dorado, se elevó sobre el mar entre las dos islas Lerinas. En el cielo no había ni una nube. Empezaba un esplendoroso día de primavera.

Richis, cuya habitación daba al oeste, se despertó a las siete. Por primera vez desde hacía meses había dormido a pierna suelta y, en contra de su costumbre, permaneció acostado un cuarto de hora más, se desperezó, suspiró de placer y escuchó los agradables rumores procedentes de la cocina. Cuando se levantó, abrió la ventana de par en par, contempló el espléndido día, aspiró el fresco y perfumado aire matutino y oyó el susurro del mar, su buen humor no conoció límites y, frunciendo los labios, silbó una alegre melodía.

Siguió silbando mientras se vestía y también cuando abandonó su dormitorio y, con pasos ágiles, cruzó el pasillo y se acercó a la puerta del aposento de su hija. Llamó. Llamó dos veces, muy flojo, para no asustarla. No recibió ninguna respuesta. Sonrió. Comprendía muy bien que todavía durmiera.

Metió con cuidado la llave en la cerradura y le dio la vuelta, despacio, muy despacio, decidido a no despertarla y casi anhelando encontrarla todavía dormida porque quería despertarla con besos una vez más, por última vez antes de entregarla a otro hombre.

Abrió la puerta, cruzó el umbral y la luz del sol le dio de pleno en la cara. El aposento parecía lleno de plata brillante, todo refulgía y el dolor le obligó a cerrar un momento los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, vio a Laure acostada en la cama, desnuda, muerta, calva y de una blancura deslumbrante. Era como en la pesadilla que había tenido la noche pasada en Grasse, que ya había olvidado y cuyo contenido le volvió ahora a la memoria como un relámpago. De repente todo era exactamente igual que en aquella pesadilla, sólo que muchísimo más claro.

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La noticia del asesinato de Laure Richis se propagó con tanta rapidez por la región de Grasse como si hubiera estallado el grito de "El rey ha muerto. " o "Hay guerra. " o "Los piratas han desembarcado en la costa”. Y se desencadenó un pánico similar o todavía peor. De improviso reapareció el miedo cuidadosamente olvidado, virulento como en otoño, con todas sus manifestaciones secundarias: el pánico, la indignación, la cólera, las sospechas histéricas, la desesperación. La población permanecía de noche en sus casas, encerraba a sus hijas, vivía tras una barricada, desconfiaba de todos y ya no podía dormir. Todos pensaban que ocurriría lo mismo que entonces, que cada semana habría un asesinato. El tiempo parecía haber retrocedido medio año.

El miedo era aún más paralizante que hacía medio año, porque el súbito regreso del peligro que se creía conjurado hacía tiempo hizo cundir entre la gente un sentimiento de impotencia. Si incluso fracasaba el anatema del obispo. Si ni siquiera Antoine Richis, el hombre más rico de la ciudad, el Segundo Cónsul, un hombre poderoso y respetado que tenía a su alcance todos los medios de defensa, había podido proteger a su propia hija. Si la mano del asesino no se detenía ni ante la sagrada belleza de Laure… porque, de hecho, todos quienes la conocían la consideraban una santa y sobre todo ahora, que estaba muerta, ¿qué esperanza podía haber de burlar al asesino?

Era más espantoso que la peste, porque de la peste se podía huir, y en cambio no se podía escapar de este asesino, como demostraba el caso de Richis. Por lo visto poseía facultades sobrenaturales. No cabía la menor duda de que estaba aliado con el demonio, si es que no era él mismo el demonio. Y por esto muchos, sobre todo las almas más sencillas, no encontraron otro consuelo que ir a rezar a la iglesia, cada uno ante el patrón de su oficio, los cerrajeros a san Luis, los tejedores a san Crispino, los jardineros a san Antonio, los perfumistas a san José. Y llevaban consigo a sus mujeres e hijas, rezaban juntos, comían y dormían en la iglesia, no las dejaban ni de día, convencidos de que el amparo de la desesperada comunidad y presencia de la Virgen eran la única seguridad posible ante aquel monstruo, si es que existía aún alguna clase de seguridad.