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"Tiene buena mano -decía-, sabe atinar en las cosas". Y muchas veces pensaba: "Lo cierto es que posee mucho más talento que yo, es un perfumista cien veces mejor". Y al mismo tiempo lo consideraba un perfecto idiota, porque a su juicio Grenouille no sacaba ningún provecho de sus facultades, mientras él, Druot, con sus habilidades más modestas, no tardaría en ser maestro artesano. Y Grenouille lo confirmaba en esta opinión, procurando parecer torpe, no demostrando la menor ambición y portándose como sino supiera nada de su propia genialidad y se limitara a seguir las instrucciones del mucho más experimentado Druot, sin el cual él no era nadie. De este modo se llevaban muy bien.

Así llegó el otoño y el invierno. En el taller reinaba más tranquilidad; los perfumes de las flores estaban presos en el sótano, dentro de ollas y tarros, y si madame no deseaba lavar una u otra pomada o destilar un saco de especias secas, no había mucho que hacer. Aún quedaban aceitunas, un par de cestos todas las semanas. Extraían el aceite virgen y daban el resto a la almazara. Y vino, una parte del cual Grenouille destilaba y rectificaba para convertirlo en alcohol.

Druot se dejaba ver cada vez menos. Cumplía con su obligación en el lecho de madame y cuando aparecía, apestando a sudor y a semen, era sólo para desaparecer en el Quatre Dauphins. También madame bajaba muy raramente, ocupada como estaba en sus asuntos financieros y en la renovación de su vestuario para cuando concluyera el año de luto. Grenouille solía pasar días enteros sin ver a nadie excepto a la sirvienta, que le daba una sopa al mediodía y pan y aceitunas al atardecer. Apenas salía. Participaba en la vida corporativa, es decir, asistía a las reuniones y los desfiles regulares de los oficiales artesanos tan a menudo como era necesario para que ni su ausencia ni su presencia llamaran la atención. Carecía de amigos o conocidos, pero hacía todo lo posible para no pasar por arrogante o insociable, dejando que los demás oficiales encontraran su compañía insulsa y aburrida. Era un maestro en el arte de inspirar tedio y simular torpeza, nunca con tanta exageración como para incitar a burlas o convertirse en blanco de las bromas pesadas de sus colegas del gremio. Lo dejaban en paz y esto era lo que él quería.

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Pasaba todo el tiempo en el taller. Se justificó ante Druot afirmando que deseaba inventar una receta de agua de colonia, pero en realidad experimentaba con aromas muy diferentes. Su perfume, el que había elaborado en Montpellier, se terminaba poco a poco, pese a que lo usaba con gran parquedad, así que creó uno nuevo. Esta vez no se contentó, sin embargo, con imitar de modo aproximado y con materiales reunidos a toda prisa el olor básico del ser humano, sino que se empeñó en preparar un perfume personal o, mejor dicho, gran número de perfumes personales.

Primero elaboró un olor discreto, un aroma gris para uso cotidiano en cuya composición figuraba, por supuesto, el olor a queso rancio, pero que sólo llegaba al mundo exterior como a través de una gruesa capa de ropas de hilo y lana alternadas sobre la piel reseca de un viejo. Oliendo así, podía mezclarse tranquilamente con los demás seres. El aroma era lo bastante fuerte para basar olfativamente en él la existencia de una persona y a la vez tan discreto, que no podía molestar a nadie.

Con él, Grenouille no era en realidad perceptible por el olfato y, no obstante, su presencia estaba siempre justificada del modo más modesto, un estado híbrido que le convenía mucho, tanto en casa Arnulfi como en sus ocasionales paseos por la ciudad.

En algunas ocasiones, sin embargo, este modesto perfume tenía sus inconvenientes. Cuando debía comprar algo por encargo de Druot o quería proveerse de un poco de algalia o unos granos de almizcle, podía ocurrir que en su perfecta discreción pasara completamente inadvertido y no lo atendieran o bien que lo viesen pero no le sirvieran lo solicitado o se olvidaran de él mientras lo atendían. Para tales eventualidades, se mezcló un perfume algo más fuerte, con un ligero olor a sudor y algunos ángulos y cantos olfativos, que le daba una presencia más agresiva y hacía creer a todos que tenía prisa y le apremiaban negocios urgentes. También logró con éxito atraer el grado de atención deseado con una imitación del "aura seminalis" de Druot, que consiguió perfumando un lienzo empapado en grasa con una pasta de huevos frescos de pata y harina de trigo fermentada.

Otro perfume de su arsenal era un aroma que incitaba a la compasión y que daba buenos resultados con las mujeres de edad mediana y avanzada. Olía a leche aguada y madera limpia y blanda. Con él, Grenouille parecía -aunque fuera sin afeitar, llevara abrigo y mirase con expresión ceñuda- un niño pobre y pálido, embutido en una chaqueta raída, que necesitaba ayuda. Las mujeres del mercado le alargaban al verlo nueces y peras relucientes, porque se les antojaba hambriento e indefenso. Y la mujer del carnicero, una pécora severa y cruel, le permitía elegir y llevarse gratis apestosos restos de huesos y carne porque su aroma de inocencia conmovía su corazón maternal. Con estos restos conseguía Grenouille, diluyéndolos directamente en alcohol, los componentes principales de un olor que se aplicaba cuando necesitaba estar solo y ser evitado por todos. Este olor creaba en su entorno una atmósfera ligeramente repugnante, un aliento pútrido como el que exhalan al despertar las bocas viejas y mal cuidadas. Era tan efectivo, que incluso el poco exigente Druot tenía que dar media vuelta y buscar el aire libre sin saber con claridad la causa de su asco. Y unas gotas del repelente en el umbral de la cabaña bastaban para ahuyentar a cualquier intruso, hombre o animal.

Al amparo de estos diferentes olores, que alternaba como las ropas según las diferentes circunstancias externas y todos los cuales le servían para no ser molestado en el mundo de los hombres y pasar desapercibido en su personalidad real, se entregaba Grenouille a su verdadera pasión: la caza sutil de perfumes. Y como tenía ante sí un gran objetivo y más de un año de tiempo, no sólo procedía con ardiente celo, sino también de un modo planeado y sistemático a afilar sus armas, limar sus técnicas y perfeccionar lentamente sus métodos. Empezó donde se había detenido en casa de Baldini, capturando los aromas de cosas inanimadas: piedras, metal, vidrio, madera, sal, agua, aire…

Lo que antes fracasara tan lastimosamente con ayuda del tosco procedimiento de la destilación, salió bien ahora gracias a la poderosa fuerza absorbente de las grasas. Grenouille envolvió durante un par de días en grasa de vaca un pomo de puerta de latón cuyo fresco aroma un poco mohoso le gustaba. Y, oh, sorpresa, cuando hubo raspado el sebo y lo olfateó, olía de manera muy vaga, pero inconfundible, a aquel pomo determinado. Este olor persistió incluso después de un lavado en alcohol, suave en extremo, remoto, eclipsado por el vapor del alcohol e imperceptible para todo el mundo menos para la fina nariz de Grenouille… pero presente en la grasa, lo cual significaba que era asequible, por lo menos en principio. Si dispusiera de diez mil pomos para conservarlos envueltos en grasa durante mil días, podría obtener una gota minúscula de “essence-absolue” de pomo de latón, tan fuerte que todos tendrían bajo la nariz la ilusión irrefutable del original.

Consiguió lo mismo con el poroso aroma de cal de una piedra que encontró en el bosque de olivos, delante de su cabaña. La maceró y obtuvo una pequeña bola de pomada pétrea cuyo olor infinitesimal le deleitó enormemente. Lo combinó con otros olores, extraídos de todos los objetos que rodeaban su cabaña, y produjo poco a poco un modelo olfativo en miniatura de aquel olivar que se hallaba detrás del convento de franciscanos y que, encerrado en un frasco diminuto, podía llevar consigo y evocar olfativamente cuando se le antojara.