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Y entonces subían de nuevo la pomada del sótano, la calentaban con el máximo cuidado en ollas cerradas, le añadían el mejor alcohol y la mezclaban a fondo por medio de un agitador incorporado, accionado por Grenouille. Una vez de vuelta en el sótano, la mezcla se enfriaba rápidamente y el alcohol se separaba de la grasa sólida de la pomada y podía verterse en una botella. Ahora constituía casi un perfume, pues poseía una enorme intensidad, mientras que la pomada había perdido la mayor parte de su aroma. De este modo la fragancia floral había pasado a otro medio.

La operación, sin embargo, no estaba terminada. Después de un minucioso filtrado a través de gasas que impedían el paso a la más diminuta partícula de grasa, Druot llenaba un pequeño alambique con el alcohol perfumado y lo destilaba a fuego muy lento. Lo que quedaba en la cucúrbita una vez volatilizado el alcohol era una minúscula cantidad de líquido apenas coloreado que Grenouille conocía muy bien pero que nunca había olido en esta calidad y pureza en casa de Baldini ni en la de Runel: la esencia pura de las flores, su perfume absoluto, concentrado cien mil veces en una pequeña cantidad de "essence-absolue". Esta esencia ya no tenía un olor agradable; su intensidad era casi dolorosa, agresiva y cáustica. Y no obstante, bastaba una gota diluida en un litro de alcohol para devolverle la vida y la fragancia de todo un campo de flores.

El resultado era terriblemente exiguo. El líquido de la cucúrbita sólo llenaba tres pequeños frascos. Del perfume de cien mil capullos sólo quedaban tres pequeños frascos. Pero aquí en Grasse ya valían una fortuna, y muchísimo más si se enviaban a París, Lyon, Grenoble, Génova o Marsella.

La mirada de madame Arnulfi se enterneció al mirar estos frascos, los acarició con los ojos y contuvo el aliento mientras los cogía y cerraba con tapones de cristal esmerilado, a fin de evitar que se evaporase algo de su valioso contenido. Y para que tampoco escapara en forma de vapor después de tapado el más insignificante pomo, selló los tapones con cera líquida y los envolvió en una vejiga natatoria que sujetó fuertemente al cuello del frasco con un cordel. A continuación los colocó en una caja forrada de algodón, que guardó en el sótano bajo siete llaves.

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En abril maceraron retama y azahar, en mayo, un mar de rosas cuya fragancia sumergió a la ciudad durante todo un mes en una niebla invisible, dulce como la crema. Grenouille trabajaba sin parar. Humilde, con una docilidad propia de un esclavo, desempeñaba todas las tareas pesadas que le encomendaba Druot. Sin embargo, mientras parecía apático removiendo, emplastando, lavando tinas, limpiando el taller o acarreando leños, ninguna de las cosas esenciales del negocio escapaba a su atención, nada sobre la metamorfosis de los perfumes. Con más precisión de la que Druot habría sido capaz, es decir, con su nariz, seguía y vigilaba la transformación de los aromas a partir de los pétalos de las flores, pasando por el baño de grasa y alcohol, hasta terminar en pequeños y valiosos frascos.

Olía, mucho antes de que Druot lo advirtiera, cuándo la grasa se calentaba demasiado, olía cuándo los capullos ya estaban marchitos, cuándo la sopa estaba saturada de fragancia; olía lo que pasaba en el interior de los matraces y el momento preciso en que debía ponerse fin al proceso de destilación. Y de vez en cuando expresaba su parecer; por cierto, sin comprometerse y sin abandonar su actitud de servil. Tenía la impresión, decía, de que la grasa empezaba a estar demasiado caliente; le parecía que había llegado el momento de colar; creía que ya se había evaporado el alcohol del alambique… Y Druot, que desde luego no poseía una inteligencia superior, pero tampoco era tonto del todo, comprendió con el tiempo que sus decisiones eran más acertadas cuando hacía o mandaba hacer justo lo que Grenouille "creía" o "le parecía". Y como Grenouille no se expresaba nunca con arrogancia o aires de sabelotodo y porque jamás -y sobre todo nunca en presencia de madame Arnulfi- ponía en duda, ni siquiera irónicamente, la autoridad de Druot y su posición preponderante como primer oficial, Druot no veía razón alguna para no seguir sus consejos e incluso para no dejar en sus manos, abiertamente, cada vez más decisiones.

Muy pronto Grenouille ya no se limitaba a remover, sino que cebaba el horno, calentaba y colaba, mientras Druot iba en un salto al Quatre Dauphins a beber un vaso de vino o subía a cumplir con madame. Sabía que podía confiar en Grenouille y éste, aunque tenía que trabajar el doble, disfrutaba estando solo, perfeccionando el nuevo arte y haciendo de vez en cuando pequeños experimentos. Y comprobó con inmensa alegría que la pomada preparada por él era incomparablemente mejor y su “essence-absolue” varios grados más pura que la obtenida con Druot.

A finales de junio empezó el tiempo de los jazmines, en agosto, el de los nardos. El perfume de ambas flores era tan exquisito y a la vez tan frágil, que no sólo tenían que cogerse los capullos antes de la salida del sol, sino que requerían una elaboración muy especial y delicada. El calor mermaba su fragancia, el baño repentino en la grasa caliente de la maceración la habría destruido por completo. Estos capullos, los más nobles de todos, no se dejaban arrancar el alma con facilidad; era preciso sacársela a fuerza de halagos. Se esparcían, en una sala especial para el perfumado, sobre placas untadas de grasa fría o se tapaban con paños empapados de aceite, donde se dejaban morir mientras dormían. Al cabo de tres o cuatro días ya estaban marchitos del todo, después de traspasar su perfume a la grasa y el aceite. Entonces se quitaban con cuidado y se esparcían flores frescas. Este proceso se repetía diez e incluso veinte veces y cuando la pomada había absorbido toda la fragancia y los paños podían escurrirse para obtener el aceite perfumado, ya había llegado el mes de septiembre. El resultado era todavía más exiguo que el de la maceración. En cambio, la calidad de la pasta de jazmín o del "Huile Antiquede Tubèreuse" obtenidos mediante el "enfleurage" en frío superaba la de cualquier otro producto del arte perfumístico en delicadeza y fidelidad al original. Sobre todo en el caso del jazmín, parecía que el perfume dulce y erótico de las flores hubiera quedado grabado en las placas de grasa como en un espejo y ahora lo irradiaran con toda exactitud, "cum grano salis", por así decirlo. Porque la nariz de Grenouille distinguía sin vacilación la diferencia entre el aroma de los capullos y su perfume concentrado. Como un velo sutil flotaba en este último el olor propio de la grasa -por más limpia y pura que fuese- sobre la fragancia del original, lo suavizaba, debilitaba su intensidad, tal vez hacía incluso soportable su belleza para las personas corrientes… En cualquier caso, el "enfleurage" en frío era el medio más refinado y efectivo de capturar fragancias delicadas. No existía otro mejor. Y si el método aún no bastaba para satisfacer totalmente a la nariz de Grenouille, éste sabía que era mil veces suficiente para engañar a un mundo de narices embotadas.

Al poco tiempo aventajó a su maestro Druot tanto en la maceración como en el arte del perfumado en frío y se lo demostró a su manera discreta velada y sumisa. Druot le confió de buena gana las tareas de ir al matadero a comprar las grasas más apropiadas, limpiarlas, derretirlas, filtrarlas y determinar la proporción en que debían ser mezcladas, un trabajo sumamente difícil y muy temido por Druot, ya que una grasa impura, rancia o con demasiado olor a cerdo, carnero o vaca podía estropear la pomada más valiosa. Le dejaba determinar la distancia entre las placas en la sala del perfumado, el momento exacto para el cambio de flores, el grado de saturación de la pomada y pronto le confió todas las decisiones precarias que él, Druot, como en otro tiempo Baldini, sólo podía adoptar de acuerdo con ciertas reglas establecidas y que Grenouille tomaba guiado por la infalibilidad de su olfato, aunque Druot no sospechara siquiera este hecho.