La enfermera cierra el dossier y se lo pasa al doctor que está al otro lado de la puerta.
– Nuestro nuevo Ingreso, doctor Spivey -tal como si tuviera a un hombre doblado en aquella carpeta amarilla y pudiera pasárselo al otro para que lo examinase.
– Pensé que más tarde podría informarle al respecto, pero dado que parece insistir en llamar la atención en la Reunión de Grupo, podríamos ocuparnos de él aquí mismo.
El doctor tira del cordón y extrae sus gafas del bolsillo del abrigo, se las encaja sobre la nariz. Le resbalan un tanto hacia la derecha, pero él ladea la cabeza hacia la izquierda y las endereza. Mientras va pasando las hojas del dossier sonríe un poco como, si la desenvoltura del recién llegado le picase la curiosidad tanto como a todos los demás, pero, como todos los demás, se cuida de no delatarse y procura no reír. El doctor cierra el dossier cuando termina de leerlo y vuelve a guardarse las gafas en el bolsillo. Mira hacia el lugar donde McMurphy sigue inclinado como escuchándole, a través de la habitación.
– Parece que… ése es todo su… historial psiquiátrico, señor McMurry.
– McMurphy, doctor.
– ¿Oh? Me ha parecido… la enfermera dijo…
Vuelve a abrir el dossier, extrae las gafas, examina unos minutos más el historial, luego la cierra y se guarda otra vez las gafas en el bolsillo.
– Sí. McMurphy. Tiene razón. Le ruego me perdone.
– No importa doctor. La culpa es de la señora, ella se equivocó primero. He conocido a gente que tenía tendencia a hacer eso. Un tío mío, que se llamaba Hallahan, salió una vez con una mujer que a cada momento fingía no recordar su nombre y le llamaba Hooligan [1], sólo para irritarle. La cosa duró varios meses hasta que la metió en cintura. Y lo hizo en serio, ya lo creo.
– ¿Oh? ¿Cómo la corrigió? -preguntó el doctor.
McMurphy hace una mueca y se frota la nariz con el pulgar.
– Ah-ah, bueno, no puedo ir pregonándolo. Siempre he guardado el más riguroso secreto sobre el método del tío Hallahan, por si necesito recurrir a él algún día, ¿comprende?
Lo dice con la mirada fija en la enfermera. Ella le devuelve la sonrisa y él mira al doctor.
– Bueno, ¿qué me preguntaba de mi historial, doctor?
– Sí. Estaba pensando si tendría algún antecedente psiquiátrico. ¿Algún análisis, una temporada en otra institución?
– Bueno, si incluimos los calabozos provinciales y locales…
– Instituciones mentales.
– Ah. Si se refiere a eso, no. Es mi primera experiencia. Pero estoy loco, doctor. Le juro que lo estoy. Bueno, a ver… deje que le muestre. Creo que el otro doctor, el del centro de trabajo…
Se levanta, desliza la baraja en el bolsillo de su chaqueta y cruza la sala para inclinarse sobre el hombro del doctor y hojear el dossier que éste tiene en el regazo.
– Creo que escribió algo, al dorso de no sé qué…
– ¿Sí? Se me ha pasado por alto. Un momento.
El doctor extrae otra vez las gafas, se las pone y mira donde le indica McMurphy.
– Aquí, doctor. La enfermera se saltó esta parte al resumir mi historial. Donde dice, «El señor McMurphy ha manifestado repetidas», sólo quiero asegurarme de haberlo entendido bien, doctor, «repetidas explosiones temperamentales que sugieren un posible diagnóstico de psicopatía». Me dijo que «psicopatía» significa que riño y jo… -perdón, señora- significa que demuestro excesivo entusiasmo en mis relaciones sexuales. ¿Eso es grave doctor?
Al preguntarlo, aparece en su ancha y tosca cara una mirada tal de infantil preocupación e interés que el doctor no tiene más remedio que inclinar un poco la cabeza, para ocultar una risita, y entonces las gafas pierden el centro de gravedad, resbalan de la nariz y van a parar nuevamente a su bolsillo. Ahora, sonríen también todos los Agudos e incluso algunos Crónicos.
– Me refiero a ese excesivo entusiasmo, doctor, ¿lo ha sufrido usted alguna vez?
El doctor se frota los ojos.
– No, señor McMurphy, debo reconocer que no. Sin embargo, considero interesante que el médico del centro de trabajo añadiera este comentario: «Tener en cuenta la posibilidad de que este hombre esté fingiendo una psicopatía para escapar a la monotonía del trabajo en la granja».
Mira a McMurphy.
– ¿Qué dice a eso, señor McMurphy?
– Doctor… -se incorpora en toda su altura, frunce el entrecejo y abre los brazos, en un gesto sincero y honrado dirigido a todo el mundo-, ¿parezco yo un hombre cuerdo?
El doctor está haciendo tales esfuerzos para no volver a reírse que no puede responder. McMurphy gira sobre sí mismo y, apartando la vista del doctor, pregunta otra vez lo mismo a la Gran Enfermera:
– ¿Lo parezco?
En vez de responder, ella se levanta, coge el dossier de manos del doctor y vuelve a guardarlo en el cesto, debajo de su reloj. Se sienta de nuevo.
– Doctor, tal vez debería explicar al señor McMurry el funcionamiento de estas Reuniones de Grupo.
– Señora -dice McMurphy-, ¿le he contado lo de mi tío Hallahan y la mujer que pronunciaba mal su nombre?
Ella se queda mirándolo largo rato sin su sonrisa habitual. Tiene la habilidad de convertir su sonrisa en cualquier expresión que decida emplear para impresionar a alguien, pero su aspecto no varía, sigue mostrando una expresión calculada y mecánica destinada a servir sus fines. Por fin dice:
– Le ruego me perdone, Mack-Murphy.
Se vuelve nuevamente hacia la puerta.
– Ahora, doctor, si pudiera explicarle…
El doctor junta las manos y se reclina en la silla.
– Sí. Supongo que, en realidad, ahora que se ha planteado el tema, debería explicarle toda la teoría de nuestra Comunidad Terapéutica. En general, suelo esperar un poco. Sí. Una buena idea, señorita Ratched, una idea estupenda.
– La teoría también, desde luego, doctor, pero yo me refería más bien a la norma según la cual los pacientes deben permanecer sentados mientras dure la reunión.
– Sí. Claro. Después le explicaré la teoría. Señor McMurphy, una de las cosas más importantes es que los pacientes permanezcan sentados durante la sesión. Es la única forma de mantener el orden, ¿comprende?
– Claro, doctor. Sólo me levanté para enseñarle esa anotación de mi dossier.
Vuelve a su silla, se despereza otra vez y bosteza, se sienta y sigue revolviéndose un rato como un perro que intenta acomodarse. Cuando se ha instalado, mira al doctor y espera.
– En cuanto a la teoría…
El doctor emite un largo suspiro de satisfacción.
– ¡Joder a la mujer! -dice Ruckly.
McMurphy se tapa la boca con el dorso de la mano y le susurra a Ruckly que está al otro lado de la sala:
– ¿La mujer de quién?
Y entonces se levanta la cabeza de Martini, con los ojos muy abiertos, desorbitados.
– Sí -dice-, ¿la mujer de quién? Oh. ¿Ésa? Sí, puedo verla. Síiii.
– Daría un potosí por tener los ojos de ese hombre -dice McMurphy, refiriéndose a Martini, y luego no vuelve a abrir boca en toda la reunión. Se limita a quedarse sentado observando y sin perderse nada de lo que pasa ni palabra de lo que se dice. El doctor se lanza a exponer su teoría hasta que por fin la Gran Enfermera decide que ya ha pasado bastante rato y le pide que se calle para poder seguir con Harding, y se pasan el resto de la reunión hablando de eso.
Un par de veces, McMurphy se incorpora en su silla como si tuviera algo que decir, pero cambia de parecer y vuelve a recostarse. Su rostro va adquiriendo una expresión de asombro. Algo raro sucede aquí, comienza a descubrirlo. No consigue saber exactamente qué es. ¿Por qué no se ríe nadie? Estaba seguro de que se oiría una carcajada cuando le preguntó a Ruckly, «¿La mujer de quién?», pero nada. El aire queda comprimido por las paredes, demasiado hermetismo para una carcajada. Resulta extraño este lugar donde los hombres no se relajan ni ríen, es curiosa su manera de someterse a esa matrona sonriente de cara enharinada con un rojo de labios demasiado intenso y unos senos desmesurados. Y piensa que más vale seguir un rato a la expectativa para ver qué pasa en aquel paraje desconocido antes de intentar ninguna treta. Es una buena norma para un jugador avisado: observar un rato el juego antes de tentar una mano.