Parecía acongojada, pero al sacarla en andas de la casa tuvo la presencia de ánimo suficiente para coger el Reader's Digest, que después, en el hospital, se leería de cabo a rabo. De hecho, pese a las convulsiones (se cogía el vientre con las manos), Lux había tenido la osadía de darse en los labios una capa de carmín rosado que, al decir de los que estuvieron en el tejado con ella, sabía a fresa. La hermana de Woody Clabault tenía una barra de la misma marca y una vez que nos metimos en el cuarto donde sus padres guardaban los licores, pedimos a Woody que se pintara los labios y nos besara a todos por turno para que supiésemos cómo sabía. Por encima del sabor de las bebidas que improvisamos aquella noche -una parte de ginger ale, una parte de bourbon, una parte de zumo de lima y una parte de whisky escocés-, pudimos apreciar el gusto a cera de fresas en los labios de Woody Clabault, transformados delante de la chimenea de su casa en los labios de Lux. En la grabadora sonaba una estruendosa música de rock, mientras nosotros nos agitábamos en las butacas, flotando incorpóreos de vez en cuando hasta el sofá para hundir la cabeza en el frasco de fresas, pese a lo cual al día siguiente nos negamos a recordar lo ocurrido y de hecho ésta es la primera vez que hablamos del incidente. En cualquier caso, el recuerdo de aquella noche fue sustituido por el de Lux transportada a la ambulancia porque, pese a las discrepancias de tiempo y espacio, fueron los labios de Lux los que catamos, no los de Clabault.

Era evidente que Lux necesitaba un lavado de cabello. George Pappas, que se acercó a la ambulancia antes de que el sheriff cerrara la puerta, dijo que Lux tenía sangre pegada en las mejillas.

– Se le notaban las venas -dijo.

Con la revista en una mano, agarrándose el vientre con la otra, fue transportada en la camilla como en un cimbreante bote salvavidas. Sus sacudidas, sus gritos, sus muecas de dolor no hacían sino poner más de relieve la inerte inmovilidad de Cecilia, a la que ahora veíamos en el recuerdo más muerta de lo que había estado en la realidad. La señora Lisbon no subió de un salto a la ambulancia como la otra vez, sino que se quedó de pie en el césped agitando la mano como si su hija fuera a pasar unas vacaciones a un campamento de verano. Ni Mary ni Bonnie ni Therese salieron de la casa. Al hablar más tarde del asunto, nos dimos cuenta de que muchos habíamos tenido en aquel momento una especie de confusión mental, que no hizo sino empeorar en ocasión de las muertes restantes. El síntoma predominante de aquel estado fue una incapacidad para recordar ningún sonido. Las puertas de la ambulancia golpearon sin ruido, la boca de Lux (once empastes, según los archivos del doctor Roth) profirió gritos mudos, en tanto que la calle, las ramas de los árboles con sus crujidos, los semáforos con sus destellos de diferentes colores, el zumbido eléctrico de la caja en el paso de peatones -sonidos todos ellos que normalmente son ruidos clamorosos-, quedaron en suspenso o se produjeron a un volumen tan bajo que impidió que los oyéramos pese a provocarnos estremecimientos en la columna vertebral. El sonido sólo volvió una vez que Lux se hubo marchado. Entonces, de los televisores surgieron risas enlatadas y los padres salieron a la calle quejándose de dolor de espalda.

Pasó media hora antes de que la hermana de la señora Patz llamara desde Bon Secours con la noticia preliminar de que Lux había sufrido una peritonitis. Nos sorprendió que no padeciera ningún daño que ella misma se hubiera infligido, aunque la señora Patz añadió:

– Es la tensión. Esa pobre chica está sometida a una tensión tal que le ha reventado el apéndice, ni más ni menos. Lo mismo le pasó a mi hermana.

Brent Christopher, que aquella noche por poco se corta la mano derecha con una sierra eléctrica (estaba instalando una cocina nueva), vio que Lux era conducida en una camilla a la sala de urgencia. Pese a que él llevaba el brazo vendado y estaba atontado debido a los calmantes, recuerda que los internos levantaron a Lux y la colocaron en una cama al lado de la suya.

– Respiraba con la boca abierta, como si necesitara desesperadamente aire, y se apretaba el estómago con las manos. No paraba de decir: «¡Ouuu, ouuu!», así, tal como suena.

Parece que los internos los dejaron un momento para ir a buscar un médico a toda prisa y que entonces Brent Christopher y Lux se quedaron solos. Ella dejó de llorar y lo miró mientras él levantaba la mano envuelta en gasas. Lux lo observó sin interés especial, después se incorporó y cerró la cortina que separaba las dos camas.

Un tal doctor Finch (o French, el nombre es ilegible en los archivos) se encargó de examinar a Lux. Le preguntó dónde le dolía, le extrajo sangre, le dio unos golpecitos, le provocó náuseas con un depresor de la lengua y le examinó los ojos, las orejas y la nariz. También le examinó el costado y no encontró hinchazón alguna. En realidad, ya no mostraba signos de dolor y, pasados los primeros minutos, el médico dejó de hacerle preguntas en relación con su apéndice. Algunos dijeron que, a ojos de un médico experimentado, los signos eran evidentes: una mirada de ansiedad, frecuentes toqueteos del vientre. Fuera lo que fuese, el doctor sabía de qué se trataba.

– ¿Cuándo tuviste el periodo por última vez? -le preguntó.

– Hace bastante.

– ¿Un mes?

– Cuarenta y dos días.

– ¿No quieres que lo sepan tus padres?

– No, gracias.

– ¿Y por qué tanto jaleo? ¿Por qué la ambulancia?

– Era la única manera de salir de casa.

Hablaban en un bisbiseo, el médico inclinado sobre la cama, Lux sentada. Brent Christopher oyó un ruido que identificó como castañeteo de dientes. Después ella dijo:

– Quiero que me hagan una prueba. ¿Querrá pedirla?

El médico no se comprometió verbalmente a hacerle la prueba pero, por alguna razón, cuando salió al vestíbulo dijo a la señora Lisbon, que acababa de llegar después de dejar a su marido en casa con las niñas:

– Su hija se repondrá totalmente.

Después se metió en su despacho, donde una enfermera lo encontró más tarde fumando ansiosamente en pipa. Con respecto a lo que pasó aquel día por la imaginación del doctor Finch hemos imaginado diferentes posibilidades: que se enamoró de aquella chica de catorce años a la que se le retrasaba el periodo o que estaba calculando mentalmente cuánto dinero tenía en el banco, cuánta gasolina en el depósito del coche y hasta dónde podían llegar antes de que su mujer y sus hijos lo descubrieran. Nunca entendimos por qué Lux fue al hospital y no al departamento de Planificación Familiar, pero la mayoría pensamos que había dicho la verdad y que, de hecho, no veía otro medio de establecer contacto con un médico. Cuando volvió el doctor Finch, dijo:

– Le explicaré a tu madre que vamos a hacerte análisis gastrointestinales.

Brent Christopher se levantó; había decidido que ayudaría a escapar a Lux. Oyó que la chica decía:

– ¿Cuánto tiempo tardaremos en saberlo?

– Una media hora.

– ¿Es verdad que utilizan un conejo?

El médico se echó a reír.

Al ponerse de pie, Brent Christopher sintió unas pulsaciones en la mano, se le enturbiaron los ojos y experimentó un terrible mareo pero, antes de perder el conocimiento, todavía vio pasar al doctor Finch camino del lugar donde esperaba la señora Lisbon. Ella fue la primera en saberlo, después fueron las enfermeras y a continuación nosotros. Joe Larson cruzó la calle corriendo, se escondió entre los arbustos de los Lisbon y, una vez allí, oyó los lloriqueos feminoides del señor Lisbon, según dijo semejantes a una especie de musiquilla. El señor Lisbon estaba sentado en su butaca, tenía los pies en un reposapiés y se cubría el rostro con las manos. Sonó el teléfono, lo miró, lo cogió.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó-. ¡Gracias a Dios! Resultaba que Lux sólo sufría una indigestión.

Además de una prueba de embarazo, el doctor Finch practicó a Lux un examen ginecológico completo. Obtuvimos los documentos pertinentes, que conservamos entre nuestras posesiones más preciadas, de manos de Angelica Turnette, administrativa del hospital (como no pertenecía al sindicato, con la paga que recibía a duras penas llegaba a cubrir gastos). El informe del médico, en una serie de números sugestivos, presenta a Lux con una bata de papel grueso subiéndose a la balanza (45), abriendo la boca para recibir el termómetro (37) y orinando en un recipiente de plástico (WBC 6-8 aglutinaciones ocas.; moco espeso; leucocitos 2+). El simple comentario de «leves abrasiones» informa de las condiciones de las paredes uterinas y, como inicio de un examen que a partir de entonces fue discontinuo, se tomó una fotografía del rosado cuello del útero, que tiene todo el aspecto del obturador de una cámara a una exposición extremadamente baja. (Nos mira como un ojo inflamado que nos escrutase con su silencio acusador.)