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Unas semanas después de que la señora Lisbon cerrase la casa y le impusiera un aislamiento total, la gente comenzó a ver a Lux haciendo el amor en el tejado.
Después del baile del Homecoming, la señora Lisbon cerró las persianas de abajo. Lo único que podíamos ver eran las sombras encarceladas de las hermanas Lisbon, que adquirían tintes alucinantes en nuestra imaginación. Por otra parte, cuando el otoño cedió paso al invierno, los árboles del jardín se vencieron y espesaron hasta tapar la casa, pese a que las ramas desnudas de hojas deberían haberla desvelado. Sobre el tejado de los Lisbon siempre había una nube, hecho que no tenía más explicación que la psíquica: la casa estaba en sombras porque así lo quería la señora Lisbon.
El cielo se oscureció y el día se quedó sin luz, por lo que nos encontramos metidos en una lobreguez intemporal en la que sólo podíamos saber qué hora era por el sabor de los eructos: por la mañana sabían a pasta dentífrica y por la tarde a la salsa del estofado que comíamos en la escuela.
Sin que mediara explicación alguna, las hermanas Lisbon dejaron de asistir a clase. Una mañana no se presentaron y la siguiente tampoco. Cuando el señor Woodhouse quiso que le informaran del asunto, el señor Lisbon parecía no tener ni idea de adónde podían haber ido.
– Decía continuamente: «¿Seguro que no están?».
Jerry Burden conocía la combinación del armario de Mary, lo abrió y dentro encontró casi todos sus libros.
– Tenía postales pegadas. Cosas muy raras. Sofás y mierdas de ésas.
(En realidad, se trataba de postales del museo de arte, que mostraban una silla Biedermeier y un sofá Chippendale tapizado de chintz rosa.) Las libretas estaban en el estante de arriba, cada una con el nombre de una materia nueva e incitante que nunca llegó a estudiar. Dentro de la de Historia americana, entre espasmódicas notas, Jerry Burden encontró el siguiente garabato: una chica con coletas vencida bajo el peso de una enorme roca. Tenía los carrillos hinchados y de sus labios gordezuelos salía una nube de vapor. Dentro de esa nube, que se ensanchaba progresivamente, figuraba escrita la palabra «presión» con trazo oscuro.
Teniendo en cuenta que Lux no se había sometido al toque de queda, todo el mundo estaba a la espera de que ocurriese algo, si bien nadie se figuraba que pudiera ser tan drástico. Sin embargo, al hablar con ella unos años después, la señora Lisbon insistió en que nunca había tenido la intención de comportarse con sus hijas de forma punitiva.
– Dada la situación, la escuela no hacía sino empeorar las cosas -dijo-. Las compañeras no les dirigían la palabra, los únicos que les hablaban eran los chicos, y éstos ya se sabe lo que buscan. Las chicas necesitaban tiempo para ellas. Son cosas que una madre sabe muy bien. Pensé que, si se quedaban en casa, se repondrían mejor.
La entrevista con la señora Lisbon fue breve. Nos encontramos en la parada del autobús del pueblo en que ahora vive, porque era el único sitio donde servían café. Tenía los nudillos enrojecidos y se le habían contraído las encías. La tragedia que había vivido no la había hecho más abordable, en realidad le había infundido esa cualidad impalpable que poseen los que han sufrido más de lo que puede expresarse con palabras. Aun así, queríamos hablar con ella sobre todo porque nos dábamos cuenta de que, por su condición de madre de las chicas, tenía que saber mejor que nadie por qué se habían suicidado. Pero lo que nos dijo fue:
– Esto es lo más espantoso, que no lo sé. Cuando no están contigo, son diferentes. Los hijos son así.
Cuando le preguntamos por qué no buscó nunca el consejo psicológico que podía ofrecerle el doctor Hornicker, la señora Lisbon se molestó.
– El médico aquel nos echaba la culpa a nosotros. Decía que Robbie y yo éramos los culpables de todo.
En ese momento llegó un autobús a la parada, que escupió por la puerta abierta de la Salida 2 una ráfaga de monóxido de carbono sobre el mostrador, cubierto de montones de rosquillas fritas. La señora Lisbon dijo que tenía que dejarnos.
Pero la señora Lisbon hizo algo más que impedir a sus hijas que fueran a la escuela. El domingo siguiente, de regreso a su casa después de escuchar un encendido sermón en la iglesia, ordenó a Lux que destruyera sus discos de rock. La señora Pitzenberger (que estaba pintando una habitación en la casa de al lado) oyó la enfurecida discusión.
– ¡Ahora! -no cesaba de repetir la señora Lisbon, mientras Lux intentaba hacerla entrar en razón, llegar a un acuerdo con ella, y estallaba finalmente en sollozos.
A través de la ventana del pasillo de arriba, la señora Pitzenberger vio que Lux se dirigía taconeando furiosamente a su dormitorio y volvía con unas cajas que habían contenido melocotones. Eran cajas pesadas y Lux las soltó escaleras abajo como si fueran trineos.
– Las dejaba resbalar escaleras abajo pero, antes de soltarlas, las retenía un momento.
La señora Lisbon tenía encendida la chimenea de la sala de estar, y Lux, que lloraba en silencio, comenzó a arrojar los discos al fuego. No supimos qué álbumes fueron condenados al auto de fe, pero parece que Lux imploraba misericordia a la señora Lisbon mientras iba cogiendo en sus manos los discos uno tras otro. Pronto el olor lo invadió todo y el plástico se fundió sobre los morillos, por lo que la señora Lisbon pidió a Lux que no echara más discos en el fuego. (El resto de los álbumes fueron a parar a la basura de la semana.) Pero Will Timber, que estaba tomando un vaso de mosto, dijo que durante todo el camino hasta Mr. Z's, la tienda de Kercheval donde vendían artículos para fiestas, tuvo metido en la nariz aquel hedor a plástico quemado.
Durante las semanas siguientes apenas vimos a las chicas. Lux no volvió a hablar nunca más con Trip Fontaine, ni Joe Hill Conley llamó a Bonnie pese a habérselo prometido. La señora Lisbon llevó a sus hijas a casa de su abuela a fin de escuchar el consejo de una anciana que había vivido todo tipo de penalidades. Cuando la llamamos por teléfono a Roswell, Nuevo México, población a la que se había trasladado después de vivir cuarenta y tres años en la misma casa de una sola planta, la vieja (de nombre Lema Crawford) se negó a responder a las preguntas sobre su participación en el castigo, ya fuera por testarudez o para no oír su voz a través del audífono diciendo aquellas cosas por teléfono. Habló, sin embargo, de los sinsabores que a ella misma le había deparado el amor sesenta años atrás.
– Son cosas que jamás se superan -dijo-, aunque puedes acabar encontrándote en una situación en la que ya no te importen tanto. -Después, antes de colgar, añadió-: El tiempo aquí es espléndido. Lo mejor que hice en mi vida fue liar los bártulos y marcharme de aquella ciudad.
El sonido desvaído de su voz hizo que la escena cobrase vida: la vieja, ante la mesa de la cocina, con los escasos cabellos metidos en un turbante de tejido elástico, la señora Lisbon con los labios apretados y expresión ceñuda sentada delante de ella y las cuatro penitentes, las cabezas bajas y manoseando chucherías y figurillas de porcelana. No se habla ni un momento de lo que ellas sienten ni de lo que esperan de la vida, no hay más que una orden que emana de arriba -abuela, madre, hijas- mientras fuera, en el patio trasero, va cayendo la lluvia sobre las marchitas hortalizas del huerto.
El señor Lisbon siguió yendo a su trabajo todas las mañanas y la familia a la iglesia los domingos, pero aquí se acabó todo. La casa se iba viendo ahogada por nieblas de juventud, y hasta nuestros padres comenzaron a decir que tenía un aire lúgubre y malsano. Los vapores que emanaban las miasmas atraían por las noches a los mapaches y no era raro encontrar alguno muerto, aplastado por un coche al alejarse de la basura de los Lisbon. Una semana, en el porche delantero, se vio a la señora Lisbon con bombas humeantes que despedían un hedor sulfuroso. Nadie había visto nunca aquellos artilugios, pero decían que eran útiles para ahuyentar a los mapaches. Tiempo después, antes de que arreciaran los primeros fríos aproximadamente, la gente empezó a ver a Lux copulando en el tejado con hombres y muchachos sin rostro.