La cartera contenía un segundo libro, y Eddie creía que su importancia era mucho mayor para Ruth que el ejemplar dedicado de Sesenta veces. Seis años atrás, cuando Eddie leyó ese otro libro, sintió la tentación de decírselo a Ruth, incluso pensó en la posibilidad de hacerle llegar el volumen de manera anónima. Pero entonces vio una entrevista con la escritora por televisión, y alguna de sus manifestaciones le contuvieron
Ruth nunca hablaba en profundidad de su padre ni de si tenía intención de escribir alguna vez un libro para niños. Cuando los entrevistadores le preguntaron si su padre le había enseñado a escribir, respondió: "Me enseñó algo sobre el relato breve y a jugar al squash, pero lo de escribir…, no, la verdad es que no me enseñó nada sobre la escritura". Y cuando le preguntaron por su madre (si su madre aún estaba "desaparecida", o si el hecho de ser una niña "abandonada" había influido de alguna manera en ella, como escritora o como mujer), Ruth pareció bastante indiferente a la pregunta
– Sí, podríamos decir que mi madre sigue "desaparecida", aunque no la busco -respondió-. Si ella me buscara, me habría encontrado. Puesto que es ella quien se marchó, nunca intentaré presionarla. Si quiere encontrarme, no le será difícil dar conmigo
Y en aquella entrevista televisiva de seis años atrás, tras la cual Eddie renunció a ponerse en contacto con Ruth, el entrevistador se empeñó en buscar una interpretación personal de las novelas de Ruth Cole:
– Pero en sus libros, en todos ellos, no aparece ninguna madre
– Tampoco aparecen padres -replicó Ruth
– Sí, pero… -insistió el entrevistador -sus personajes femeninos tienen amigas y novios…, bueno, amantes, pero son personajes femeninos sin ninguna relación con sus madres. Es poco frecuente que conozcamos a sus madres. ¿No le parece que eso es muy insólito?
– No, si una no tiene madre -respondió Ruth
Eddie supuso que Ruth no quería saber nada de su madre, y por eso no le había entregado la "prueba". Pero cuando recibió la invitación para presentar a Ruth Cole en la YMHA de la Calle 92, Eddie consideró que, naturalmente, Ruth querría saber ciertas cosas de su madre, así que accedió a presentarla. Y ahora llevaba en la empapada cartera el libro que, seis años atrás, había estado a punto de enviarle
Eddie O'Hare estaba convencido de que lo había escrito Marion
Eran las ocho de la tarde pasadas. Como un animal grande e inquieto en una jaula, el numeroso e impaciente público que llenaba el salón de conciertos hacía notar su presencia, aunque Eddie ya no podía verlo. La muchacha, tomándole del brazo, le condujo por un pasillo oscuro y mohoso, y subieron una escalera de caracol, más allá de los altos telones que caían tras el escenario en penumbra. Eddie vio a un tramoyista sentado en un taburete. El joven, de aspecto siniestro, miraba fijamente un monitor de televisión. La cámara enfocaba un estrado en el escenario. Eddie se fijó en el vaso de agua y el micrófono, y tomó nota mentalmente de que no debía beber del vaso. El agua era para Ruth, no para su humilde presentador
Por fin la muchacha hizo entrar a Eddie en el camerino, deslumbrante a causa de las luces de maquillaje reflejadas en los espejos. Mucho tiempo atrás Eddie había ensayado lo que le diría a Ruth cuando se encontraran: "¡Dios mío, cómo has crecido!". Para ser un novelista cómico, no se le daban bien las bromas. Sin embargo, esas palabras danzaban en sus labios cuando preparó la mano derecha, soltando la empapada correa de la cartera que le pendía del hombro, para estrechar la mano de Ruth… Pero no fue ésta quien se le acercó, sino otra persona que no estrechó la mano tendida de Eddie: aquella mujer tan simpática que era una de las organizadoras de los actos en la YMHA y a la que Eddie había visto varias veces. Siempre amistosa y sincera, hacía cuanto estaba en su mano para que Eddie se sintiera cómodo, algo que era imposible. Melissa…, así se llamaba. Besó la húmeda mejilla de Eddie
– ¡Estábamos muy preocupados por usted! -le dijo.
– ¡Dios mío, cómo has crecido! -replicó Eddie
Melissa, que evidentemente no había crecido, se quedó un tanto desconcertada. Pero era tan amable que parecía menos ofendida que preocupada por el bienestar de su invitado, aunque Eddie sintió que estaba a punto de llorar por ella
Entonces alguien estrechó la mano tendida de Eddie. Era una mano demasiado grande y vigorosa para ser la de Ruth, y el novelista evitó exclamar de nuevo: "¡Dios mío, cómo has crecido!". Era Karl, otra de las buenas personas que dirigían las actividades en el Centro Poético Unterberg. Karl era poeta, un hombre elegante, tan alto como Eddie, hacia quien siempre había mostrado una amabilidad exquisita. (Era Karl quien tenía la amabilidad de solicitar su participación en muchos de los actos que se celebraban en el centro de la Calle 92, incluso algunos, como aquél, de los que Eddie no se consideraba merecedor.)
– Está… lloviendo -le dijo Eddie a Karl
Debía de haber media docena de personas apretujadas en el camerino y, al oír la observación de Eddie, todos se echaron a reír. Aquél era el típico humor inexpresivo que uno esperaría encontrar en una novela de Ed O'Hare. Pero a Eddie no se le había ocurrido nada más. Siguió estrechando manos y salpicando agua como un perro empapado cuando se sacude
El editor de textos que se encargaba de las obras de Ruth, una máxima autoridad en la editorial Random House, estaba presente. (La editora de sus dos primeras novelas había fallecido recientemente, y le había sucedido un hombre.) Eddie le había visto tres o cuatro veces, pero no recordaba su nombre. El editor nunca recordaba que ya conocía a Eddie, pero hasta entonces éste no se lo había tomado a pecho
De las paredes del camerino colgaban fotografías de los autores internacionales más importantes. Eddie se vio rodeado de escritores de talla y renombre mundiales. Reconoció la fotografía de Ruth antes de verla en persona. Su imagen no quedaba fuera de lugar en una pared con varios premios Nobel. (A Eddie nunca se le había ocurrido buscar allí su propia foto; era evidente que no la habría encontrado.)
El nuevo editor de Ruth fue quien prácticamente la empujó para presentarla a Eddie. El profesional de Random House era un hombre campechano, amistoso y enérgico. Puso una manaza sobre el hombro de Ruth y la hizo salir del rincón donde parecía mantenerse a distancia. Ruth no era tímida, como bien sabía Eddie por las numerosas entrevistas que le habían hecho. Pero al verla en persona, y por primera vez adulta, Eddie se percató de que había en Ruth Cole algo expresamente pequeño, como si ella misma hubiera deseado ser pequeña
En realidad, no era más baja que el agresivo chico que viajaba en el autobús de la avenida Madison. Aunque Ruth tenía la estatura de su padre, que no era precisamente corta para una mujer, no era tan alta como Marion. No obstante, su pequeñez no tenía que ver con la estatura. Al igual que Ted, tenía un cuerpo compacto, atlético. Vestía su habitual camiseta de media manga negra, que permitió a Eddie comprobar al instante que el músculo de su brazo derecho estaba muy desarrollado. Tanto el antebrazo como el bíceps eran visiblemente más voluminosos y más fuertes que los del delgado brazo izquierdo. El squash, como el tenis, producía ese desarrollo