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No tenía la menor idea

De cómo el ayudante de escritor se hizo escritor

Entretanto, en la cercana tienda de marcos, Eddie O'Hare se hacía oír. Al principio era inconsciente del poderoso cambio operado en su interior, y creía que sólo estaba enfadado. Tenía motivos para estarlo. La dependienta que le atendía no le dispensaba un trato cortés. No era mucho mayor que él, pero dejaba traslucir con demasiada brusquedad que un chico de dieciséis años y una niña de cuatro, que pedían el enmarcado de una sola foto de veinte por veinticinco, no ocupaban un lugar muy alto en la lista de los acomodados mecenas southamptonianos de las artes a los que la tienda de marcos quería servir

Eddie pidió ver al encargado, pero la dependienta volvió a mostrarse descortés y repitió que la fotografía no estaba lista.

– Te aconsejo que la próxima vez telefonees antes de venir -le dijo a Eddie

– ¿Quieres ver mis puntos? -le preguntó Ruth a la dependienta-. También tengo una costra

Era evidente que la dependienta, en realidad todavía una niña, no tenía hijos. Hizo caso omiso de Ruth, lo cual aumentó la cólera de Eddie

– Enséñale tu cicatriz, Ruth -le dijo a la pequeña.

– Mira… -empezó a decir la dependienta

– No, mira tú -la interrumpió Eddie, todavía sin comprender que se estaba haciendo oír. Nunca había hablado a nadie de aquella manera. Ahora, de repente, no podía detenerse, y siguió diciendo-: Estoy dispuesto a tener paciencia con alguien que es descortés conmigo, pero no voy a consentir que lo sea con una criatura. Si aquí no hay un encargado, debe de haber alguien, quien sea, la persona que hace el trabajo, por ejemplo. Quiero decir que debe de haber una trastienda donde se colocan los paspartús y se ponen los marcos, ¿no? Tiene que haber alguien más aparte de ti. No voy a marcharme sin la fotografía y no quiero hablar contigo

Ruth miraba a Eddie

– ¿Te has enfadado con ella? -le preguntó.

– Sí, me he enfadado con ella

Se sentía inseguro de sí mismo, pero la dependienta nunca habría adivinado que Eddie O'Hare era un joven lleno de dudas. Para ella era la confianza personificada. Causaba una impresión aterradora

Sin decir palabra, la joven entró en la "trastienda" que Eddie había mencionado tan confiadamente. En realidad, eran dos las habitaciones: el despacho de la dueña y lo que Ted habría llamado un taller. Allí estaban tanto la dueña, una señora perteneciente a la buena sociedad de Southampton y divorciada, llamada Penny Pierce, como el chico que se pasaba el día entero poniendo marcos

La desagradable dependienta transmitió su impresión de que Eddie, a pesar de las apariencias, "daba miedo". Aunque Penny Pierce sabía quién era Ted Cole, y recordaba vívidamente a Marion por lo guapa que era, desconocía por completo a Eddie O'Hare. Supuso que la pequeña era la niña desdichada que tuvieron Ted y Marion para compensar la pérdida de sus dos hijos. La señora Pierce también recordaba muy bien a los chicos. ¿Quién podría olvidar aquella racha de buena suerte que experimentó la tienda? Hubo centenares de fotografías que enmarcar, y Marion no había elegido marcos baratos. Penny Pierce recordaba que la factura ascendió a miles de dólares. Desde luego, deberían haberse apresurado a enmarcar la foto y probablemente, se dijo ahora la señora Pierce, deberían haberlo hecho de balde

Pero ¿quién se creía que era aquel adolescente? ¿Quién era él para decir que no iba a marcharse sin la fotografía?

– Da miedo -repitió la estúpida dependienta

El abogado que se hizo cargo de su divorcio le había enseñado a Penny Pierce una cosa: no hay que dejar que hable una persona encolerizada, sino hacer que se exprese por escrito. Aplicó esta política al negocio de los marcos, que su ex marido le había comprado como parte del acuerdo de divorcio

Antes de que la señora Pierce se enfrentara a Eddie, pidió al operario del taller que interrumpiera lo que estaba haciendo y enmarcara de inmediato la fotografía de Marion en el Hótel du Quai Voltaire. Habían transcurrido unos cinco años desde la última vez que Penny Pierce viera aquella foto. La señora Pierce recordaba que Marion les llevó todas las instantáneas y que algunos de los negativos estaban rayados. Cuando los chicos vivían, nadie se había preocupado demasiado de las viejas fotografías. Penny Pierce suponía que, después de su muerte, Marion había considerado casi todas las instantáneas en las que aparecían ellos dignas de ser ampliadas y enmarcadas, tanto si los negativos estaban rayados como si no

Puesto que estaba informada del accidente, la señora Pierce no había podido abstenerse de examinar con atención todas las fotografías. "¡Ah!, es ésta", dijo al ver la foto de Marion en la cama con los pies de los chicos. Lo que siempre había llamado la atención de Penny Pierce con respecto a aquella fotografía era la evidente felicidad de Marion, además de su belleza incomparable. Y ahora la belleza de Marion seguía inmutable, mientras que su felicidad había desaparecido. Esta característica de Marion asombraba siempre a las demás mujeres. Aunque ni la belleza ni la felicidad habían abandonado por completo a Penny Pierce, ésta tenía la sensación de que no las había conocido jamás en el grado en que lo había hecho Marion

La señora Pierce tomó unas cuartillas de su mesa antes de dirigirse a Eddie

– Comprendo tu enfado y lo siento mucho -le dijo afablemente al guapo adolescente, el cual parecía incapaz de asustar a nadie. ("Tengo que encontrar un personal más adecuado", pensó Penny Pierce mientras seguía hablando al tiempo que subestimaba el aspecto físico de Eddie. Cuanto más lo miraba, más le parecía que era demasiado mono para considerarlo un joven bien parecido)-. Cuando mis clientes se enfadan, les pido que pongan sus quejas por escrito…, si no te importa -añadió la señora Pierce, de nuevo con afabilidad

El muchacho vio que la mujer le ofrecía papel y una pluma.

– Trabajo para el señor Cole -le dijo-. Soy ayudante de escritor

– Entonces no te molestará escribir, dijo la señora Pierce

Eddie tomó la pluma. La dueña le sonrió de una manera alentadora. No era ni bella ni rebosaba felicidad, pero no carecía de atractivo y tenía buen corazón. Eddie comprendió que, en efecto, no le importaría escribir. Aquélla era exactamente la invitación que necesitaba, lo que quería su voz, atrapada durante mucho tiempo en su interior. Quería escribir. Al fin y al cabo, por eso había buscado aquel empleo. Y lo que había obtenido, en vez de escribir, era a Marion. Ahora que la estaba perdiendo, encontraba lo que había buscado antes de que empezara el verano

Y Ted no le había enseñado nada. Lo que Eddie O'Hare había aprendido de Ted Cole, lo había aprendido leyéndole. Todo lo que cualquier escritor aprende de otro se reduce a unas pocas frases. De El ratón que se arrastra entre las paredes, Eddie había aprendido algo de sólo dos frases. La primera decía: "Tom se despertó, pero Tim no", y la segunda: "Era un ruido como si uno de los vestidos que tiene mamá en el armario estuviera vivo de repente y tratara de bajar del colgador"