Aturdida, Ruth leyó la necrológica. Era más fácil que hablar con Hannah
– Nos hemos encontrado aquí, en el aeropuerto -le explicó Allan-. Ella se ha presentado
– Leí esa estúpida necrológica -dijo Hannah-. Sabía que regresabas hoy, por lo que llamé a la casa de Sagaponack y hablé con Eduardo… Él lo encontró muerto. Así he conseguido el número de tu vuelo, gracias a Eduardo
– Pobre Eduardo -replicó Ruth
– Sí, está deshecho. Al llegar aquí, claro, busqué a Allan. Supuse que habría venido. Le reconocí por su foto…
– Sé lo que está haciendo mi madre -les dijo Ruth-. Es escritora. Escribe novelas policíacas, pero hace algo más que limitarse a los requisitos del género
– No puedo creerlo -le explicó Hannah a Allan-. Pobrecilla mía -dijo entonces, dirigiéndose a Ruth-. Yo he sido la causante… ¡Échame la culpa!
– No has tenido la culpa, Hannah. Mi padre no pensó dos veces en ti. La culpa ha sido mía, yo le he matado. Primero le di una paliza al squash y luego lo maté. Tú no has tenido nada que ver con esto
– Está enfadada. -le dijo Hannah a Allan-. Es bueno que esté enfadada. Exteriorizar la ira te hará bien. Lo malo es estallar por dentro
– ¡Vete a hacer puñetas! -le dijo Ruth a su mejor amiga.
– Esto te hace bien, cariño. Lo digo en serio, la ira te hace bien
– He traído el coche -le dijo Allan a Ruth-. Puedo llevarte a la ciudad, o si lo deseas te llevaré a Sagaponack
– Quiero ir a Sagaponack -replicó Ruth-. Quiero ver a Eddie O'Hare. Primero veré a Eduardo y luego a Eddie.
– Escucha, te llamaré esta noche -le dijo Hannah-. Puede que más tarde necesites descargarte. Te llamaré
– Deja que te llame yo primero, Hannah
– De acuerdo, lo haremos así -convino Ruth-. Me llamas o te llamo
Hannah necesitaba un taxi para regresar a la ciudad. Los taxis estaban en un lugar y el coche de Allan en otro. Bajo el viento, durante la embarazosa despedida, The New York Times se estropeó todavía más. Ruth no quería el periódico, pero Hannah insistió en que se lo llevara
– Lee la necrológica más tarde -le dijo.
– Ya la he leído -replicó Ruth
– Deberías leerla de nuevo, cuando estés más calmada aconsejó su amiga-. Así te enfadarás de veras.
– Ya estoy tranquila y enfadada -le dijo Ruth
– Se calmará -susurró Hannah a Allan-. Y entonces dará en serio. Cuida de ella
Ruth y Allan miraron a Hannah mientras cruzaba por delante de la cola que esperaba para tomar un taxi. Una vez sentados en el coche de Allan, él la besó por fin
– ¿Estás bien? -le preguntó
– Pues sí, por extraño que parezca
Era curioso, pero constataba una falta de sentimiento hacia su padre. Lo que sentía era que no sentía nada por él. Había estado absorta en personas desaparecidas, sin esperar contarle entre ellas
– En cuanto a tu madre… -empezó a decirle pacientemente Allan
Permitió que Ruth ordenara sus pensamientos durante casi una hora, mientras viajaban en silencio. Ruth se dijo que, sin ninguna duda, Allan era el hombre adecuado para ella
Finalizaba la mañana cuando a Allan le llegó la noticia de que el padre de Ruth había muerto. Podría haberla llamado a Amsterdam, donde estaría a punto de anochecer. Entonces Ruth habría tenido toda la noche y las horas de vuelo para pensar en ello. Pero Allan confió en que Ruth no hubiera visto The New York Times antes de aterrizar en Nueva York al día siguiente. En cuanto a la posibilidad de que la noticia llegara a Amsterdam, Allan confiaba en que Ted Cole no fuese tan famoso
– Eddie O'Hare me dio un libro que escribió mi madre, una novela -le explicó Ruth a Allan-. Por supuesto, Eddie sabía quién había escrito la novela, pero no se atrevió a decírmelo. Lo único que me dijo fue que ese libro era "una buena lectura para el avión". ¡Ya lo creo!
– Eso es admirable -dijo Allan
– Ya nada me parece admirable -replicó Ruth. Tras una pausa, le dijo-: Quiero casarme contigo, Allan. -Hizo otra pausa y añadió-: Nada es tan importante como hacer el amor contigo
– Me satisface muchísimo oírte decir eso -admitió Allan. Era la primera vez que sonreía desde que la vio en el aeropuerto. Ruth no tuvo que hacer ningún esfuerzo para sonreírle a su vez. Pero se mantenía la ausencia de sentimiento hacia su padre que había constatado una hora antes… ¡Qué extraña e inesperada era! Sentía más simpatía por Eduardo, quien había encontrado el cadáver de Ted
Nada se interponía entre Ruth y su nueva vida con Allan. Habría que organizar alguna clase de funeral por Ted, nada complicado. Además, se dijo Ruth, la asistencia no sería numerosa. Entre ella y su nueva vida con Allan, sólo existía la necesidad de escuchar a Eduardo Gómez, quien la diría exactamente lo sucedido a su padre. Esta perspectiva la hizo percatarse de lo mucho que su padre la había amado. ¿Era ella la única mujer que había hecho sentir remordimientos a Ted Cole?
Tunto muerto
Eduardo Gómez era un buen católico. No había superado la superstición, pero siempre había mantenido su tendencia a creer en el destino dentro de los estrictos límites de su fe. Por suerte para él, nadie le había hablado del calvinismo, pues se habría convertido fervorosamente a ese credo. Hasta entonces, el catolicismo del jardinero había mantenido a raya los aspectos más pintorescos de lo que imaginaba con respecto a su propia predestinación
Cuando se quedó colgando boca abajo dentro del seto de la señora Vaughn, esperando morir intoxicado por el monóxido de carbono, aquella tortura le pareció interminable. Entonces cruzó por la mente de Eduardo que Ted Cole merecía morir de esa manera, pero no un jardinero inocente. En aquellos momentos de impotencia, Eduardo se sintió la víctima de la lujuria ajena y de la proverbial "mujer desdeñada" por otro hombre
Nadie, ni siquiera el sacerdote en el confesonario, hubiera culpado a Eduardo por albergar tales sentimientos. El desdichado jardinero, suspendido y abandonado a su suerte en el seto de la señora Vaughn, tenía todos los motivos para sentirse injustamente condenado. No obstante, en el transcurso de los años, Eduardo pudo constatar que Ted era un patrono justo y generoso, y nunca se había perdonado a sí mismo por pensar que aquel hombre merecía morir envenenado con monóxido de carbono
Así pues, que el infortunado jardinero fuese quien descubrió el cadáver de Ted Cole, muerto a causa de las inhalaciones de monóxido de carbono, causó estragos en la naturaleza supersticiosa de Eduardo, por no decir que reforzó su fatalismo potencialmente desenfrenado