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– Trabajo aquí, en la droguería, y ésta es mi hora de comer. Fui acusado erróneamente, ¿sabes?

Sí, ya.

– Quítate de en medio.

– Quítame tú.

Saqué la pistola eléctrica del bolso, la pegué a la enorme barriga de Paulson y la activé. No pasó nada.

Paulson bajó la mirada a la pistola.

– ¿Qué es esto? ¿Un juguete?

– Es una pistola eléctrica -Una pistola eléctrica de mierda que no sirve para nada.

Paulson me la quitó y la miró con curiosidad.

– Mola -dijo. La apagó y la volvió a encender. Luego me tocó el brazo con ella. Vi un fogonazo en mi cabeza y todo se oscureció.

Antes de que la oscuridad volviera a ser luz, empecé a oír voces lejanas. Me esforcé por escucharlas y se fueron haciendo más claras y perceptibles. Logré abrir los ojos y algunas caras empezaron a dar vueltas en mi campo de visión. Parpadeé para disminuir el aturdimiento y fui adquiriendo dominio de la situación. Estaba tumbada boca arriba en el suelo. Médicos de urgencia inclinados sobre mí. Máscara de oxígeno en la cara. Tensiómetro en el brazo. Detrás de los médicos, la abuela tenía cara de preocupación. Detrás de la abuela, Paulson observaba por encima de su hombro. Paulson. Ahora recordaba. ¡Aquel hijo de puta me había dejado fuera de combate con mi propia pistola eléctrica!

Me incorporé de un salto y me lancé hacia él. Las piernas me fallaron y caí de rodillas.

– ¡Paulson, pedazo de cerdo! -grité.

Yo trataba de quitarme la mascarilla de oxígeno y los médicos intentaban que no me la quitara. Era como si se repitiera el ataque de los gansos.

– Creí que estabas muerta -dijo la abuela.

– Ni por asomo. Me di una descarga con la pistola eléctrica sin querer.

– Ahora te reconozco -dijo uno de los médicos-. Eres la cazarrecompensas que incendió la funeraria.

– Yo también participé -intervino la abuela-. Tenían que haber estado allí. Fueron como fuegos artificiales.

Me levanté y comprobé que podía andar. Me sentía un poco inestable, pero no me caí. Era buena señal, ¿no?

La abuela me pasó mi bolso.

– Un gordito encantador me dio tu pistola eléctrica. Supongo que se te cayó en medio del follón. Te la he metido en el bolso -dijo.

A la primera oportunidad que se me presentara iba a tirar la puñetera pistola al río Delaware. Miré alrededor, pero Evelyn había desaparecido.

– ¿No habrás visto por casualidad a Evelyn y a Annie? -pregunté a la abuela.

– No. Me estaba comprando una de esas rosquillas blanditas y grandes, y les pedí que me la bañaran en chocolate.

Dejé a la abuela en casa de mis padres y me fui a mi apartamento. Estuve un rato parada en el descansillo antes de insertar la llave en la cerradura. Respiré hondo, abrí la cerradura y empujé la puerta. Entré en el pequeño recibidor y canturreé muy bajito: «¿Quién teme al lobo feroz?…». Me asomé a la cocina y experimenté una sensación de alivio. Allí todo parecía en orden. Pasé a la sala y dejé de cantar. Steven Soder estaba sentado en mi sofá. Se le veía ligeramente inclinado a un lado, con el mando a distancia en una mano; pero no estaba viendo la televisión. Estaba muerto, muerto, muerto. Tenía los ojos lechosos y ciegos, los labios separados, como si le hubieran dado una sorpresa, la piel de una palidez fantasmagórica, y presentaba un agujero de bala en medio de la frente. Llevaba un jersey ancho y pantalones caquis. Y estaba descalzo.

Zambomba, ¿es que no es suficiente tener un tío muerto sentado en el sofá? Además, ¿tiene que estar escalofriantemente descalzo?

En silencio, salí reculando de la sala y del apartamento. En el descansillo intenté llamar al 091 desde el móvil, pero me temblaban las manos y tuve que intentarlo varias veces antes de lograrlo.

Me quedé en el descansillo hasta que llegó la policía. Cuando el apartamento estaba repleto de policías, entré sigilosamente en la cocina, envolví con mis brazos la jaula de Rex y lo saqué del apartamento para que estuviera conmigo en el descansillo.

Aún estaba en el descansillo con la jaula del hámster en brazos cuando llegó Morelli. La señora Karwatt, la vecina de enfrente, e Irma Brown, del piso de arriba, me estaban haciendo compañía. Detrás de la puerta del señor Wolesky se oía un capítulo de Regis. El señor Wolesky no se perdería Regís ni por un homicidio. Aunque fuera una reposición.

Yo estaba sentada en el suelo, apoyada en la pared, con la jaula del hámster en el regazo. Morelli se agachó a mi lado y miró a Rex.

– ¿Se encuentra bien?

Asentí con la cabeza.

– ¿Y tú? -preguntó Morelli-. ¿Te encuentras bien?

Los ojos se me llenaron de lágrimas. No, yo no me encontraba bien.

– Estaba sentado en el sofá -dijo Irma a Morelli-. ¿Te lo imaginas? Ahí sentado, tan tranquilo, con el mando en la mano -sacudió la cabeza-. Ahora ese sofá tiene el mal fario de la muerte. Yo también lloraría si mi sofá tuviera el mal fario de la muerte.

– El mal fario de la muerte no existe -dijo la señora Karwatt.

Irma la miró.

–  ¿Usted se sentaría ahora en ese sofá?

La señora Karwatt apretó los labios.

– ¿Y bien? -preguntó Irma.

– Quizá, si se lavara muy bien.

– El mal fario no se puede lavar -dijo Irma. Se acabó la discusión. La voz de la autoridad.

Morelli se sentó a mi lado, también con la espalda apoyada en la pared. La señora Karwatt se fue. Y luego Irma. Nos quedamos solos Morelli y yo, y Rex.

– ¿Y tú que piensas del mal fario? -preguntó Morelli.

– No sé qué cono es el mal fario, pero estoy lo suficientemente aterrada como para querer deshacerme de ese sofá. Y voy a hervir el mando y a meterlo en lejía.

– Esto se ha puesto muy mal -dijo Morelli-. Ya ha dejado de ser un juego. ¿La señora Karwatt oyó o vio algo raro?

Negué con la cabeza.

– La casa de uno tiene que ser un lugar seguro -dije a Morelli-. ¿Adonde puedes ir cuando sientes que tu casa ya no es un lugar seguro?

– No lo sé -dijo Morelli-. Nunca he tenido que planteármelo.

Pasaron horas antes de que se llevaran el cadáver y precintaran el apartamento.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Morelli-. No puedes quedarte aquí esta noche.

Nos miramos a los ojos y los dos pensamos en lo mismo. Un par de meses antes Morelli no habría hecho esa pregunta. Habría pasado la noche con él. Ahora las cosas habían cambiado.

– Me iré a casa de mis padres -dije-. Sólo por esta noche. Hasta que se me ocurra qué hacer.

Morelli entró en el apartamento a recoger algo de ropa y puso lo más esencial en una bolsa de deporte. Nos metió a Rex y a mí en su furgoneta y nos llevó al Burg.

Valerie y las niñas ocupaban la que había sido mi habitación, así que dormí en el sofá, con Rex a mi lado en el suelo. Tengo amigos que toman Xanax para dormir. Yo tomo macarrones con queso. Y si me los hace mi mamá, mucho mejor.

Comí macarrones con queso a las once y caí en un profundo sueño. Comí más macarrones a las dos y otra vez a las cuatro y media. El microondas es un invento maravilloso.

A las siete y media me despertó un griterío que venía del piso de arriba. Mi padre estaba provocando su habitual atasco en el cuarto de baño.

– Tengo que cepillarme los dientes -decía Angie-. Voy a llegar tarde al colegio.

– ¿Y qué pasa conmigo? -quiso saber la abuela-. Soy vieja. No puedo esperar eternamente -golpeó la puerta del baño-. ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo ahí dentro?

Mary Alice relinchaba como un caballo, galopaba sin moverse del sitio y coceaba la puerta.

– Deja de galopar -gritó la abuela-. Me estás levantando dolor de cabeza. Baja a la cocina y cómete unas tortitas.

– ¡Heno! -replicó Mary Alice-. Los caballos comen heno. Y yo ya he comido, tengo que cepillarme los dientes. Es muy mal asunto que un caballo tenga caries.