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Puag.

Iba vestido con traje y corbata. Con mucho estilo. Todo parecía caro. Sin manchas de grasa en la corbata. Era un demente, pero por lo menos iba bien vestido.

– Creo que me voy a ir ya -dije-. Usted probablemente necesitará ir a casa a tomar la medicación.

– Me alegro de saber que te gustan los conejitos -dijo él.

Puse el motor en marcha y arranqué. Abruzzi se quedó de pie, observando cómo me alejaba. Miré por el retrovisor para descubrir si me seguían. No vi a nadie. Giré por un par de calles. No me seguían. Tenía una sensación desagradable en el estómago. Se parecía mucho al horror.

Pasé por delante de la casa de mis padres y vi el Buick de mi tío Sandor aparcado a la entrada. Mi hermana estaba usando el coche del tío hasta que ahorrara suficiente dinero para comprarse uno. Pero a esa hora tenía que estar en el trabajo. Aparqué detrás de ella y entré en casa. La abuela Mazur, mi madre y Valerie estaban sentadas alrededor de la mesa de la cocina. Cada una tenía una taza de café delante, pero ninguna bebía.

Yo opté por tomarme un refresco y me senté en la cuarta silla.

– ¿Qué pasa?

– Han despedido a tu hermana del banco -dijo la abuela Mazur-. Se ha peleado con su jefe y la han despedido fulminantemente.

¿Valerie peleándose con alguien? ¿Santa Valerie? ¿La hermana con el mismo carácter que el pudín de vainilla?

Cuando éramos niñas, Valerie siempre entregaba los deberes a tiempo, hacía la cama antes de ir al colegio y se decía que tenía un asombroso parecido con las serenas estatuas de escayola de la Virgen María que se encontraban en los jardines y las iglesias del Burg. Incluso la regla de Valerie venía y se iba serenamente, llegando siempre puntualmente, al minuto, con delicado flujo y cambios de humor que iban de encantadora a más encantadora.

Yo era la hermana que sufría de dolor de ovarios.

– ¿Qué ha pasado? -pregunté-. ¿Cómo has podido tener una pelea con tu jefe? Acababas de empezar en ese trabajo.

– Se puso irracional -dijo Valerie-. Y cruel. Cometí un error minúsculo y se puso como una fiera, y empezó a gritarme delante de todo el mundo. Y sin darme cuenta me puse a contestarle en el mismo tono. Y me despidió.

– ¿Le gritaste?

– Últimamente he estado un poco alterada.

Sin coña. El mes pasado decidió que iba a intentar hacerse lesbiana y ahora le daba por gritar. ¿Qué sería lo próximo? ¿Darle una vuelta completa a la cabeza?

– ¿Y qué error cometiste?

– Tiré un poco de sopa. Eso fue todo. Se me cayó un poco de sopa.

– Era una de esas sopas instantáneas -dijo la abuela-. Una de esas que tienen fideos pequeñitos. Valerie la derramó encima de un ordenador, la sopa se coló por todas las aberturas y se cargó el sistema. Casi tienen que cerrar el banco.

Yo no quería que le pasara nada malo a Valerie. Pero no dejaba de ser agradable ver que la cagaba después de toda una vida de perfección.

– Me imagino que no habrás recordado nada nuevo de Evelyn -dije a Valerie-. Mary Alice dijo que Annie y ella eran amigas íntimas.

– Eran amigas del colegio -dijo Valerie-. No recuerdo haber visto nunca a Annie.

Miré a mi madre.

– Y tú, ¿conociste a Annie?

– Evelyn solía traerla por aquí cuando era más pequeña, pero dejaron de visitarnos hace un par de años, cuando Evelyn empezó a tener problemas. Y Annie nunca vino a casa con Mary Alice. Más aún, creo que Mary Alice nunca nos habló de Annie.

– Al menos nada que pudiéramos entender -dijo la abuela-. Puede que nos dijera algo en el idioma de los caballos.

Valerie, con aspecto deprimido, empujaba una galleta con el dedo por la mesa de la cocina. Si fuerano la deprimida, la galleta ya no existiría. Y ahora que lo pienso…

– ¿Te vas a comer esa galleta? -pregunté a Valerie.

– Seguro que los fideos esos eran como lombrices -dijo la abuela-. ¿Recordáis cuando Stephanie tuvo lombrices? El médico dijo que eran de la lechuga. Decía que no lavábamos bien la lechuga.

Me había olvidado de las lombrices. No era uno de los mejores recuerdos de mi infancia. Igual que el día que vomité espaguetis con albóndigas encima de Anthony Balderry.

Me acabé el refresco, me comí la galleta de Valerie y pasé a la casa de al lado para charlar con Mabel.

– ¿Alguna novedad? -pregunté a Mabel.

– Me han vuelto a llamar de la oficina de fianzas. ¿No se presentarán aquí y me echarán por las buenas, verdad?

– No. Tendrían que hacerlo por la vía judicial. Y la agencia de fianzas tiene buena reputación.

– No he sabido nada de Evelyn desde que se fue -dijo Mabel-. Y a estas alturas ya tendría que haber sabido algo.

Regresé al coche y marqué el número de Dotty.

– Soy Stephanie Plum -dije-. ¿Va todo bien?

– La mujer de la que me hablaste sigue sentada delante de mi casa. Incluso me he tomado el día libre porque me tiene aterrada. He llamado a la policía, pero me han dicho que no pueden hacer nada.

– ¿Tienes la tarjeta con mi número de busca?

– Sí.

– Llámame si quieres ir a ver a Evelyn. Te ayudaré a esquivar a Jeanne Ellen.

Corté la comunicación e hice un gesto de impotencia. ¿Qué más podía hacer?

El timbre del teléfono me hizo dar un brinco. Era Dotty que me devolvía la llamada.

– De acuerdo, necesito ayuda. No estoy diciendo que sepa dónde está escondida Evelyn. Sólo digo que necesito ir a un sitio y no quiero que me sigan.

– Entendido. Estoy a unos cuarenta y cinco minutos.

– Entra otra vez por la puerta de atrás.

Puede que después de todo Jeanne Ellen me estuviera haciendo un favor. Había puesto a Dotty en situación de necesitar mi ayuda. Raro, ¿eh?

Lo primero que hice fue pasarme por la oficina y recoger a Lula.

– Vamos a divertirnos -dijo-. Yo me encargo de distraer a Jeanne Ellen. Soy la reina de la distracción.

– Estupendo. Pero recuerda una cosa: nada de tiros.

– Tal vez una llanta -dijo Lula.

– Ni una llanta. Nada. Ni un solo disparo.

– Espero que te des cuenta de que eso dificulta en gran medida mi maniobra de distracción.

Lula llevaba las botas nuevas con una minifalda de tejido elástico y color amarillo limón. Me dio la impresión de que no le costaría mucho distraer a alguien.

– Este es el plan -dije cuando llegamos a South River-: voy a aparcar a una manzana de la casa de Dotty y vamos a entrar por detrás. Luego, tú puedes ocuparte de Jeanne Ellen mientras yo me llevo a Dotty adonde esté Evelyn.

Acortamos por los patios y llamé con un solo golpe a la puerta de la cocina.

Dotty abrió la puerta y sofocó un grito.

– Santo Dios -dijo-. No esperaba a… dos personas.

Lo que no esperaba era a una negra sobredimensionada reventando una diminuta minifalda amarilla.

– Ésta es mi socia Lula -dije-. Se le dan bien las labores de distracción.

– Te creo.

Dotty iba vestida con vaqueros y zapatillas de deporte. Tenía preparada una bolsa de alimentos encima de la mesa de la cocina y llevaba a un niño de dos años en brazos.

– Tengo un problema -dijo-. Una amiga mía se ha quedado sin nada de comida en casa y no puede salir a la compra. Y quiero llevarle estas cosas.

– ¿Jeanne Ellen está delante de la casa?

– Se ha ido hace unos diez minutos. Lo hace de vez en cuando. Se pasa horas ahí sentada y luego se marcha un rato; pero siempre regresa.

– ¿Por qué no le llevas la compra a tu amiga cuando se va Jeanne Ellen?

– Tú me dijiste que no lo hiciera. Tú dijiste que, aunque no la viera, me seguiría.

– Bien pensado. Bueno, éste es el plan: tú y yo nos escabulliremos por la parte de atrás e iremos en mi coche. Y Lula se llevará tu coche. Lula nos confirmará que no nos siguen y despistará a Jeanne Ellen si aparece.

– No me vale -dijo Dotty-. Tengo que ir sola. Y necesito que alguien se quede con los crios. La canguro me acaba de dar plantón. Voy a tener que ir yo sola por detrás y llevarme tu coche, mientras tú te ocupas de los niños. No tardaré mucho.