Ahmad reanuda la marcha, entorpeciendo menos el tráfico y a la espera de instrucciones.

– Todo recto, y en cuanto puedas, a la izquierda -le dice Jack-. No quiero volver a pasar por ningún túnel contigo y con esta cosa, gracias. Tomaremos el puente George Washington. ¿No crees que podríamos activar otra vez el interruptor de seguridad?

Ahmad alarga la mano, ahora temerosa de alterar el mecanismo cuidadosamente manipulado. La palanquita amarilla dice «zas»; el formidable cargamento queda en silencio. El señor Levy, aliviado por seguir con vida, sigue hablando:

– Gira a la izquierda después de ese semáforo, debe de ser la Décima Avenida, creo. Estoy intentando recordar si por la autovía del West Side pueden circular camiones. Quizá tengamos que ir hasta Riverside Drive, o mejor subir hasta Broadway y continuar todo recto hasta llegar al puente.

Ahmad se deja guiar, dobla a la izquierda. El camino es recto.

– Estás conduciendo como un profesional -le dice el señor Levy-, ¿Estás bien? -Ahmad asiente. -Sé que te encuentras en estado de shock. Yo también. Pero no creo que encontremos dónde aparcar este cacharro. En cuanto lleguemos al puente, prácticamente estaremos en casa. Confluye en la Ruta 80. Iremos directos al cuartel general de policía, detrás del ayuntamiento. No dejaremos que esos cabrones nos intimiden. Que devuelvas este camión de una pieza los hará quedar bien, sólo con que tengan unas pocas luces lo van a entender. Podría haber sido una catástrofe. Si alguien te amenaza, recuérdales que te metió en esto un agente de la CIA que andaba en un doble juego de dudosa legalidad. Tú eres una víctima, Ahmad, una cabeza de turco. No creo que el Departamento de Seguridad Nacional quiera que los detalles se filtren a la prensa, o que se aireen ante un tribunal.

El señor Levy permanece callado durante una manzana o dos, espera que Ahmad diga algo, pero luego apunta:

– Sé que te parecerá prematuro, pero lo que he mencionado antes de que serías un buen abogado no iba en broma. Bajo presión sabes mantenerte frío. Hablas bien. En los próximos años, los árabes americanos van a necesitar muchos abogados. Oh, oh. Me parece que estamos en la Octava Avenida, pensaba que íbamos por la Décima. Pero no la dejemos, por aquí llegamos a Broadway a la altura de Columbus Circle. Creo que aún lo llaman así, aunque el pobre espagueti ha dejado de ser políticamente correcto. A tu izquierda tienes la Port Authority Bus Terminal; seguramente habrás estado aquí alguna vez. Luego cruzaremos la Calle Cuarenta y Dos. Aún me acuerdo de cuando era una zona caliente, pero me temo que la corporación Disney ha hecho limpieza.

Ahmad quiere fijarse, entre la marea de taxis amarillos y semáforos y peatones apiñados en cada esquina, en este nuevo mundo que lo rodea, pero el señor Levy no deja de tener ocurrencias. Dice:

– Será interesante averiguar si esa maldita cosa estaba realmente conectada o, si los de nuestro bando tenían a algún otro infiltrado, no lo estaba. Era mi as en la manga, pero estoy contento de no tener que haberlo sacado. Gracias a Dios te has acojonado. -Esto suena mal incluso a sus propios oídos-. Bueno, que te has apaciguado, mejor dicho. Que has visto la luz.

A su alrededor, subiendo por la Octava Avenida hacia Broadway, la gran ciudad es un hormiguero de gente, algunos visten con elegancia, muchos otros con desaliño, unos pocos son bellos, pero no la mayoría, y todos quedan reducidos al tamaño de insectos por las imponentes estructuras que los rodean; pero aun así corren, se apresuran, bajo el sol lechoso de esta mañana se abstraen pensando en algún proyecto o idea o esperanza que custodian para sí mismos, algún motivo para vivir otro día, cada uno de ellos empalado vivo en la aguja de la conciencia, clavado en la tabla del ascenso individual, de la propia conservación. Eso y sólo eso. «Estos demonios», piensa Ahmad, «se han llevado a mi Dios.»