Mientras la carretera desciende, multitud de vehículos van desembocando desde accesos laterales, procedentes del sur y del este. Por encima de los techos de los coches, Ahmad ve su destino final y común, un largo muro de cantería tostada y las bocas de tres túneles bordeadas de azulejos blancos; en cada uno hay dos carriles. Un letrero indica camiones a la derecha. Los otros camiones -los marrones de UPS, los amarillos de alquiler de la compañía Ryder, furgonetas multicolores de proveedores, camiones articulados resollando y chirriando mientras remolcan sus gigantescas cargas de productos frescos del Garden State * para abastecer las cocinas de Manhattan- también se amontonan a la derecha, avanzando lentamente metro a metro, y frenando.
– Llegó el momento de saltar, señor Levy. En cuanto entremos en el túnel no podré parar.
El responsable de tutorías deja las manos sobre los muslos, enfundados en unos pantalones grises que no van a juego con la americana, para que Ahmad vea que no tiene intención de tocar la puerta.
– No creo que me baje. Estamos juntos en esto, hijo. -Su actitud es valiente, pero su voz suena ronca, débil.
– Yo no soy hijo suyo. Si intenta llamar la atención de alguien haré estallar el camión aquí mismo, en el atasco. No es lo ideal pero mataría a unos cuantos.
– Apuesto lo que quieras a que no. Eres demasiado buen chico. Tu madre me contó que ni siquiera podías soportar la idea de aplastar un insecto. Preferías tirarlo por la ventana con un trozo de papel.
– Mi madre y usted parecen haber hablado bastante.
– Simples reuniones. Ambos queremos lo mejor para ti.
– No me gustaba pisar bichos, pero tampoco tocarlos con la mano. Me daba miedo que me picasen, o que defecasen en mi mano.
El señor Levy ríe ofensivamente. Ahmad insiste:
– Los insectos pueden defecar, lo aprendimos en biología. Tienen tubo digestivo y ano y todo eso, igual que nosotros. -Su cerebro está revolucionado, quiere derribar a golpes sus propios límites. Como no parece quedar tiempo para discutir, acepta la presencia del señor Levy a su lado como algo inmaterial, medio real, semejante a su noción de Dios como alguien más cercano que un hermano, o a la idea que tiene de sí mismo como un ser doble medio desplegado, como un libro abierto cuyas páginas están unidas por el lomo en una única encuadernación, pares e impares, leídas y no leídas.
Sorprendentemente, aquí, en las tres bocas (Manny, Moe y Jack) del túnel Lincoln, hay árboles y vegetación: sobre el embotellamiento, observando el borboteo enmarañado de luces de freno e intermitentes que se encienden y apagan, hay un terraplén con una zona triangular de césped cuidado. Ahmad piensa: «Éste es el último pedazo de tierra que veré»: esa pequeña parcela por la que nadie anda ni va de picnic o que jamás nadie ha mirado con ojos que pronto quedarán ciegos.
Varios hombres y mujeres, con uniformes de un azul grisáceo, están apostados en los márgenes del flujo de tráfico que, coagulado, avanza por centímetros. Estos policías parecen más bien espectadores benevolentes que supervisores, charlando en parejas y disfrutando del sol, renacido pero aún neblinoso. Para ellos, este atasco es el pan de cada día, una parte más de la naturaleza, como la salida del sol, las mareas o cualquier otra repetición mecánica del planeta. Uno de los agentes es una mujer robusta, lleva su rubio pelo recogido bajo la gorra, pero sobresale por la zona de la nuca y las orejas, sus pechos aprietan contra los bolsillos delanteros de la camisa de su uniforme, con su placa y su sobaquera; ha atraído a otros dos varones uniformados, uno blanco y otro negro, con armas colgando de la cintura, que muestran sus dientes en sonrisas lascivas. Ahmad mira su reloj: ocho y cincuenta y cinco. Lleva cuarenta y cinco minutos en el camión. A las nueve y cuarto todo habrá terminado.
Ha maniobrado a la derecha, usando con pericia los retrovisores para aprovechar cualquier mínima vacilación en los vehículos que tiene detrás. El atasco, que hace un rato parecía impenetrable, se ha ido ordenando en carriles que alimentan a los dos túneles con destino a Manhattan. De pronto Ahmad ve que entre él y el acceso subterráneo de la derecha sólo hay media docena de furgonetas y automóviles: primero un camión de mudanzas alquilado de tres metros de altura; luego una caravana de aluminio acolchado y con remaches que, cuando descorra los pestillos y abra un lateral y ponga en marcha su cocina, dará de comer en una acera a multitudes poco escrupulosas; después una hilera de turismos, incluida una furgoneta Volvo de color bronce que transporta a una familia de zanj. Con un ademán cortés Ahmad cede el paso al conductor que lo precede.
– No pasarás el peaje -le advierte el señor Levy. Su voz suena tensa, como si un matón de escuela le oprimiera el pecho abrazándolo por detrás-. Pareces demasiado joven para conducir fuera del estado.
Pero no hay nadie en la garita, construida expresamente para dar cabida a un único empleado. Nadie. El semáforo del sistema electrónico de pago se pone verde y Ahmad y su camión blanco son admitidos en el túnel.
Por unos instantes, la luz del interior resulta extraña: los azulejos que recubren el arco no son del todo blancos, más bien de un amarillo enfermizo, y aprisionan la doble corriente de coches y camiones entre sendos muros. El ruido que se origina tiene un eco ligeramente amortiguado por el flujo subterráneo que por allí discurre, como si se deslizaran por el agua. El propio Ahmad se siente sumergido. Imagina el peso negro del río Hudson sobre su cabeza, por encima del techo alicatado. La luz artificial del túnel es generosa pero no purificadora; los vehículos se ven obligados a avanzar a la velocidad del más lento, por una rara oscuridad emblanquecida. Hay camiones, algunos tan altos que con el techo de sus remolques parecen rozar la bóveda, pero también turismos, que en el revoltijo de la entrada se han mezclado con vehículos mayores.
Ahmad baja la vista y mira a la ventana trasera de la furgoneta bronce, una V90. Dos niños sentados en dirección contraria a la marcha le devuelven la mirada, con ánimo juguetón. No van mal vestidos pero sí con un mismo y cuidadoso desaliño, con ropas chillonas que irónicamente son las que llevarían también unos niños blancos que fueran de excursión con la familia. A esta familia de negros le iba bien hasta que Ahmad les cedió el paso.
Después del descongestionamiento inicial al entrar en el túnel, tras la fuga rápida hacia el espacio que han terminado por alcanzar al desenredarse del atasco del exterior, el flujo del tráfico queda detenido por algún obstáculo invisible, por algún contratiempo ocurrido más adelante. La suavidad del avance se ha quedado en mera ilusión. Los conductores frenan, las luces rojas traseras se encienden. A Ahmad no le molesta tener que aminorar la marcha, arrancar y parar. La pendiente del firme, que es inesperadamente desigual y llena de baches para una calzada que no está expuesta a las inclemencias del tiempo, amenazaba con llevarlos demasiado pronto, a él y a su acompañante y su carga, hasta el nadir del túnel, más allá del cual, ya de subida, se encuentra el teórico punto débil, tras dos terceras partes del recorrido. Ahí es donde, según le indicaron, el paso subterráneo describirá una curva y será más endeble. Ahí terminará su vida. Un brillo como de espejismo causado por el calor ha deslumbrado su imaginación: aquel triángulo de césped cuidado, pero sin uso práctico, que colgaba sobre la boca del túnel sigue suspendido en su mente. Sintió lástima por él, nadie lo visitaba.
Se aclara la garganta.
– No parezco joven -le comenta al señor Levy-. Los hombres de Oriente Medio, con los que comparto sangre, maduramos más rápido que los anglosajones. Charlie decía que yo aparentaba veintiún años y podría conducir grandes camiones articulados sin que nadie me obligase a detenerme.