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– ¿Qué me dices de esa mano?

Aunque mi mente no haya advertido el dolor, mi cuerpo desvela mi secreto: estoy apretando con mi mano izquierda la derecha.

El hombre me toma la mano y dejo que me estire los dedos. Tengo la marca profunda de una quemadura en la palma. La llave.

– Cicatrizará -me dice-. No te preocupes. ¿Quién eres tú, Adeline o Emmeline?

Señala a la otra muchacha.

– ¿Ella es Emmeline?

No puedo responder, no puedo sentirme, no puedo moverme.

– No te preocupes -dice-. Todo a su tiempo.

Renuncia a intentar hacerse entender. Masculla para sí:

– Pero tenemos que llamarte de alguna manera. Adeline, Emmeline, Emmeline, Adeline. Mitad y mitad, ¿no es cierto? Se pasará todo cuando te lavemos.

El hospital. Abren las puertas de la ambulancia. Ruido y bullicio. Voces hablando deprisa. Trasladan la camilla a una cama con ruedas y empujan a gran velocidad. Una silla de ruedas. Unas manos en mi hombro, «Siéntate, cariño». La silla avanza. Una voz a mi espalda: «No te preocupes, criatura. Cuidaremos de ti y de tu hermana. Ya estás a salvo, Adeline».

El cuento número trece pic_59.jpg

La señorita Winter dormía.

Observé la suave flojedad de su boca entreabierta, el mechón de pelo rebelde sobre la sien. Mientras dormía me pareció muy, muy vieja y muy, muy joven. Con cada respiración las sábanas subían y bajaban sobre sus hombros huesudos, y con cada descenso las cintas del borde de la manta le rozaban el rostro. No parecía notarlo, pero de todos modos me incliné para doblarla y devolver el rizo de pelo blanco a su lugar.

No se movió. ¿Dormía realmente, me pregunté, o había entrado ya en un estado de inconsciencia?

No sé cuánto tiempo estuve contemplándola. Había un reloj, pero el movimiento de sus manecillas significaban tan poco como un mapa de la superficie marina. Las olas del tiempo me lamían mientras mantenía los ojos cerrados pero despiertos, como una madre atenta a la respiración de su hijo.

No sé muy bien qué decir sobre lo que ocurrió entonces. ¿Es posible que alucinara a causa del cansancio? ¿Me quedé dormida y soñé? ¿O es cierto que la señorita Winter habló una última vez?

«Le daré el mensaje a su hermana.»

Abrí los ojos de golpe, pero ella los tenía cerrados. Parecía tan profundamente dormida como antes.

No vi venir al lobo. No lo oí. Solo hubo esto: poco antes del alba tomé conciencia del silencio reinante, y me di cuenta de que la única respiración que se oía en la habitación era la mía.

Inicios

Nieve

La señorita Winter falleció y la nieve siguió cayendo. Cuando Judith llegó pasó un rato conmigo ante la ventana, contemplando la luz fantasmagórica del cielo nocturno. Más tarde, cuando una alteración en la luz nos indicó que ya era de día, me mandó a la cama.

Desperté al atardecer.

La nieve que había cortado la línea telefónica alcanzaba los alféizares de las ventanas y trepaba por las puertas. Nos separaba del resto del mundo con tanta eficacia como la llave de una celda. La señorita Winter se había fugado; también la mujer a la que Judith llamaba Emmeline y que yo evitaba nombrar había logrado huir. El resto de nosotros, Judith, Maurice y yo, seguíamos atrapados.

El gato estaba inquieto. La nieve lo enervaba; no le gustaba esa alteración en el aspecto de su universo. Saltaba de una ventana a otra buscando su mundo perdido y nos maullaba con apremio a Judith, a Maurice y a mí, como si restablecerlo estuviera en nuestras manos. En comparación con aquel encierro forzado, la pérdida de sus dueñas era un hecho nimio que, si reparó en él, no lo perturbó en absoluto.

La nieve nos había sumergido en un lapso de tiempo paralelo y cada uno de nosotros encontró su propia forma de sobrellevarlo. Judith, imperturbable, hizo sopa de verduras, limpió el interior de los armarios de la cocina y cuando se le acabaron las tareas, se hizo la manicura y se preparó una mascarilla facial. Maurice, irritado por el confinamiento y la inactividad, hacía interminables solitarios, pero cuando tuvo que beber el té solo por falta de leche, Judith se prestó a jugar al rummy con él para distraerlo de su amargura.

En cuanto a mí, pasé dos días redactando mis últimas notas y, cuando terminé, me extrañó que no me apeteciera leer. Ni siquiera Sherlock Holmes conseguía encontrarme en ese paisaje atrapado en la nieve. Sola en mi habitación, pasé una hora examinando mi melancolía, tratando de poner nombre a lo que pensaba que era un nuevo elemento en ella. Entonces me di cuenta de que echaba de menos a la señorita Winter. Deseosa de compañía humana, bajé a la cocina. Maurice se alegró de poder jugar a cartas conmigo aun cuando yo solo conociera juegos de niños. Luego, mientras las uñas de Judith se secaban, preparé chocolate caliente y té sin leche, y después dejé que Judith me limara y pintara las uñas.

De ese modo los tres y el gato pasamos los días, encerrados con nuestros muertos y con la sensación de que el viejo año se estiraba indefinidamente.

Al quinto día me dejé invadir por una inmensa tristeza.

Yo había fregado los platos y Maurice los había secado mientras Judith hacía un solitario en la mesa. A todos nos apetecía un cambio. Y cuando terminé de recoger, renuncié a su compañía y me retiré al salón. La ventana daba a la parte del jardín resguardada del viento. Ahí la nieve estaba más baja. Abrí la ventana, salí al paisaje blanco y caminé por la nieve. Todo el dolor que durante años había mantenido a raya sirviéndome de libros y estanterías me asaltó de repente. En un banco resguardado por un seto de tejos altos me abandoné a una tristeza vasta y profunda como la nieve, tan inmaculada como esta. Lloré por la señorita Winter, por su fantasma, por Adeline y Emmeline. Por mi hermana, mi madre y mi padre. Y sobre todo, y lo más terrible, lloré por mí. Mi dolor era el dolor del bebé recién separado de su otra mitad; de la niña sorprendida por el contenido de una vieja lata al descubrir el significado, un significado repentino, espeluznante, de unos documentos; y el de una mujer adulta llorando en un banco, envuelta en la luz y el silencio de la nieve.

Cuando salí de mi ensimismamiento el doctor Clifton estaba a mi lado. Me rodeó con un brazo.

– Lo sé -dijo-. Lo sé.

Por supuesto, él no sabía nada. O no con exactitud. Y, sin embargo, eso fue lo que dijo y a mí me reconfortó oírlo. Porque sabía a qué se refería. Todos tenemos nuestras aflicciones, y si bien el perfil, el peso y el tamaño del dolor son diferentes para cada persona, el color del dolor es el mismo para todos.

– Lo sé -dijo, porque era humano y por tanto, en cierto modo, algo sabía.

Me llevó adentro, para que entrara en calor.

– Dios Santo -dijo Judith-. ¿Le traigo un chocolate caliente?

– A ser posible con un chorrito de coñac -dijo el doctor Clifton.

Maurice me acercó una silla y se dispuso a avivar el fuego.

Bebí el chocolate a sorbos lentos. Había leche: el médico la había traído cuando llegó con el granjero en el tractor.

Judith me arrebujó con un chal y se puso a pelar patatas para la cena. De vez en cuando ella, Maurice o el médico comentaban cualquier cosa -lo que podríamos cenar, si la capa de nieve era o no más fina, cuánto tardarían en restablecer la línea telefónica- y de esta manera reactivaron el laborioso proceso de volver a poner en marcha la vida después de la parálisis que la muerte nos había provocado.

Poco a poco los comentarios se fueron enlazando y derivaron en una conversación.

Escuché sus voces, y al rato, me sumé a ellas.