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Una era del banquero de Charlie: ¿estaba interesado en una oportunidad de inversión única?

La segunda era una factura del albañil por el trabajo realizado en el tejado.

¿Era la tercera de Hester?

No. La tercera era del manicomio. Isabelle había muerto.

El ama leyó la carta de hito en hito. ¡Muerta! ¡Isabelle! ¿Podía ser cierto? Gripe, decía la carta.

Había que decírselo a Charlie, pero solo de pensarlo se puso a temblar. «Mejor hablar primero con Dig», se dijo el ama, apartando las cartas. Pero más tarde, estando John sentado a la mesa de la cocina y ella sirviéndole una taza de té humeante, en su cabeza ya no quedaba rastro de la carta. Se había sumado a esos otros momentos suyos vividos y sentidos pero no grabados que acababan por evaporarse, No obstante, unos días después, cuando pasó por el vestíbulo con una bandeja de tocino y tostadas chamuscadas, colocó mecánicamente las cartas en la bandeja, al lado de la comida, aunque había olvidado por completo qué contenían.

Los días pasaron sin que aparentemente ocurriera nada, exceptuando el hecho de que el polvo seguía aumentando de grosor, la mugre seguía acumulándose en los vidrios de las ventanas y los naipes seguían alejándose un poco más de su estuche en el salón, de manera que cada vez era más fácil olvidarse de que había existido una Hester.

Fue John-the-dig quien advirtió, en el silencio de los días, que algo había ocurrido.

Él era un auténtico hombre de campo, un hombre sin domesticar, pero sabía que llega un momento en que las tazas ya no dan para otra taza de té si no las friegas primero y que un plato donde ha reposado carne cruda no puede utilizarse inmediatamente después para carne asada. Se daba cuenta del estado del ama, no era idiota. Así pues, cuando las tazas y los platos sucios se amontonaban, los fregaba. Era curioso verlo ante al fregadero con sus botas de agua y su gorra, tan torpe con el trapo y la loza y, sin embargo, tan mañoso con sus tiestos de terracota y sus delicadas plantas. Un día reparó en que cada vez había menos tazas y menos platos. A ese ritmo no tendrían suficientes para todos. ¿Dónde estaba la vajilla que faltaba? Enseguida pensó en el ama subiendo de vez en cuando platos de comida para el señorito Charlie. ¿Alguna vez la había visto regresar a la cocina con un plato vacío? No.

Subió. Fuera de la puerta cerrada con llave se extendía una larga hilera de platos y tazas. La comida, intacta, estaba sirviendo de festín a las moscas que zumbaban encima y se respiraba un olor fuerte y desagradable. ¿Cuántos días llevaba el ama dejando comida sin advertir que la del día anterior seguía intacta? Contó los platos y las tazas y frunció el entrecejo. Entonces cayó en la cuenta de lo que había sucedido.

No llamó a la puerta. ¿Para qué? Fue al cobertizo a buscar un trozo de madera lo bastante fuerte para utilizarlo como ariete. Los golpes contra el roble, el crujido de los goznes al desgarrarse de la madera, bastaron para que todas, incluida el ama, acudiéramos al rellano.

Cuando la apaleada puerta, semiarrancada de los goznes, cedió, oímos un zumbido de moscas y de la estancia escapó un terrible hedor que echó para atrás a Emmeline y al ama. Hasta John se llevó una mano a la boca y empalideció.

– Quedaos ahí -ordenó al tiempo que entraba en la habitación. Le seguí a uno pasos de distancia.

Levantando nubes de moscas a nuestro paso, sorteamos con tiento los restos de comida putrefacta que inundaban el suelo del antiguo cuarto de los niños. Charlie había estado viviendo como un animal. Había platos sucios cubiertos de moho en el suelo, en la repisa de la chimenea, en las sillas y en la mesa. La puerta del dormitorio estaba entornada. Con la punta del ariete que todavía sostenía en la mano John la empujó despacio y una rata asustada pasó corriendo por encima de nuestros pies. La escena era truculenta. Más moscas, más comida en descomposición y lo peor de todo: el hombre había devuelto. Una montaña de vómito reseco, salpicado de moscas, se había incrustado en la alfombra. Sobre la mesita de noche había una pila de pañuelos ensangrentados y la vieja aguja de zurcir del ama.

En la cama no había nada. Solo sábanas roñosas manchadas de sangre y otras inmundicias humanas.

John y yo no hablamos. Tratábamos de no respirar, pero cuando por necesidad aspirábamos por la boca, el repugnante aire se nos quedaba atascado en la garganta, provocándonos arcadas. Lo peor, no obstante, estaba por venir. Quedaba otra habitación. John necesitó hacer acopio de todo su valor para abrir la puerta del cuarto de baño. Antes de que cediera del todo ya pudimos detectar el horror que ocultaba. Mi piel pareció olerlo antes que mi nariz y un sudor frío me recorrió el cuerpo. El estado del retrete era atroz. La tapa, aunque bajada, no conseguía retener del todo las heces que lo desbordaban. Pero eso no era nada, porque en la bañera -John dio un brusco paso atrás y me habría pisado si en ese momento yo misma no hubiera retrocedido otros dos pasos-, había una bazofia oscura de emanaciones corporales cuya fetidez hizo que saliéramos disparados del cuarto de baño, sorteando moscas y excrementos de rata, echáramos a correr por el pasillo y bajáramos las escaleras como flechas hasta el jardín.

Devolví. En comparación con lo que había visto, mi vómito amarillento se me antojó fresco, limpio y dulce en la hierba verde.

– Tranquila -dijo John, y me dio unas palmaditas en la espalda con una mano todavía temblorosa.

El ama, que nos había seguido con toda la rapidez que le permitían sus pies, caminó por el césped hasta nosotros con el semblante plagado de preguntas. ¿Qué podíamos decirle?

Habíamos encontrado la sangre de Charlie. Habíamos encontrado la mierda de Charlie, la orina de Charlie y el vómito de Charlie, pero ¿dónde estaba Charlie?

– No está -le dijimos-. Se ha ido.

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Regresé a mi habitación pensando en el relato. Era curioso en más de un aspecto. Estaba, naturalmente, la desaparición de Charlie, que daba un interesante giro a los acontecimientos y me hizo pensar en los anuarios y esa extraña abreviatura: DF. Pero había algo más. ¿Sabía ella que me había dado cuenta? Había intentado disimularlo, pero me había dado cuenta. Ese día la señorita Winter había dicho «yo».

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En mi habitación, sobre la bandeja y junto a los sándwiches de jamón, encontré un sobre marrón grande.

El señor Lomax, el abogado, había contestado a mi carta a vuelta de correo. Acompañando su breve pero amable nota había copias del contrato de Hester, que ojeé por encima y dejé a un lado; de una carta de recomendación de una tal lady Blake de Nápoles que hablaba de manera muy favorable de las aptitudes de Hester y, lo más interesante de todo, de una carta de aceptación de la oferta de empleo escrita por la propia Hester.

Estimado doctor Maudsley:

Le agradezco la oferta de trabajo que tan amablemente me hace.

Será un placer para mí incorporarme al puesto de Angelfield el 19 de abril, como usted propone.

He hecho indagaciones y, al parecer, los trenes solo llegan a Banbury. Tal vez pueda aconsejarme sobre la mejor forma de trasladarme a Angelfield desde allí. Llegaré a la estación de Banbury a las diez y media.

Atentamente,

Hester Barrow

Se advertía la firmeza de las robustas mayúsculas, la regularidad de la inclinación de las letras, la fluidez de los comedidos rizos de las «g» y las «y». El tamaño de la carta era el justo: lo bastante leve para permitir ahorro de tinta y papel y lo bastante extensa para ser clara. No había adornos. Tampoco intrincados bucles ni florituras. La belleza de la caligrafía provenía de la sensación de orden, equilibrio y proporción que regía cada carácter. Era una letra pulcra y clara. Era Hester hecha palabra.