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¿Y las gemelas?

La herida que Hester y el médico les habían causado era muy profunda. Las cosas, lógicamente, ya nunca serían como antes. Las gemelas compartirían siempre una cicatriz y los efectos de la separación nunca serían erradicados por completo. No obstante, cada una vivía la cicatriz de forma diferente. Adeline, después de todo, había caído en un estado de amnesia temporal en cuanto comprendió lo que Hester y el médico estaban tramando. Se ausentó de sí misma casi en el mismo instante en que perdió a su gemela y no guardaba recuerdo alguno del tiempo que había pasado separada de ella. Adeline ignoraba si la oscuridad que se había interpuesto entre la pérdida de su hermana y el reencuentro con ella había durado un año o un segundo. Pero eso ya no importaba. Todo había terminado y ella volvía a estar viva.

Para Emmeline la situación era distinta. Ella no había gozado del bálsamo de la amnesia; había sufrido durante más tiempo y con mayor intensidad. Durante las primeras semanas cada segundo había sido un tormento. Parecía una mutilada en los minutos previos a la anestesia, medio enloquecida por el dolor, atónita ante el hecho de que el cuerpo humano pudiera sentir tanto y no morir a causa de ello Pero poco a poco, de célula herida en célula herida, empezó a reponerse. Llegó un momento en que ya no era todo su cuerpo el que ardía de dolor, sino solo su corazón. Y llegó el día en que su corazón fue capaz, al menos durante un tiempo, de sentir otras emociones además de tristeza. En pocas palabras, Emmeline se adaptó a la ausencia de su gemela. Aprendió a vivir separada de ella.

Así y todo, consiguieron conectar de nuevo y volvieron a ser gemelas. Pero Emmeline ya no era la gemela de antes, aunque Adeline no lo percibió de inmediato.

Al principio solo hubo lugar para la dicha del reencuentro. Eran inseparables; a donde iba una, la otra la seguía. Correteaban entre los viejos árboles del jardín de las figuras jugando incansablemente al escondite, una repetición de su reciente experiencia de pérdida y reencuentro de la que Adeline nunca parecía cansarse. Para Emmeline la novedad empezó poco a poco a perder su brillo. Parte del antiguo antagonismo emergió a la superficie. Emmeline quería ir en una dirección, Adeline en la otra, de modo que reñían. Y como antes, era Emmeline quien, por lo general, cedía. Y eso molestaba a su nueva y secreta personalidad.

Aunque al principio Emmeline se había encariñado con Hester, ya no la echaba de menos. Durante el experimento su afecto había disminuido. Después de todo, sabía que era Hester quien la había separado de su hermana. Y no solo eso, sino que Hester había estado tan absorta en sus informes y reuniones científicas que, quizá sin darse cuenta, había descuidado a Emmeline. Durante esa época, envuelta por una soledad desacostumbrada, Emmeline había encontrado formas de evadirse de su dolor. Descubrió pasatiempos y entretenimientos con los que llegó a disfrutar de verdad, juegos a los que no estaba dispuesta a renunciar simplemente porque su hermana hubiera vuelto.

De modo que al tercer día de su reencuentro Emmeline abandonó el juego del escondite en el jardín de las figuras y se marchó a la sala de billar, donde guardaba una baraja de cartas. Tumbada boca abajo en la mesa de paño, se puso a jugar. Era una versión del solitario, pero la más sencilla, la más infantil. Emmeline ganaba siempre; de hecho, el juego estaba ideado para que no pudiera perder, y cada vez que ganaba se alegraba muchísimo.

A media partida ladeó la cabeza. En realidad no podía oírlo, pero su oído interno, constantemente sintonizado con el de su hermana gemela, le dijo que Adeline la estaba llamando. No hizo caso; ya la vería más tarde, cuando terminara la partida.

Una hora después, cuando Adeline irrumpió violentamente en la sala de billar con los ojos encendidos de ira, Emmeline no pudo hacer nada para defenderse. Adeline trepó a la mesa y, enloquecida de furia, se abalanzó sobre su hermana.

Emmeline no levantó un solo dedo para defenderse; tampoco lloró. No emitió sonido alguno, ni durante ni después del ataque.

Tras descargar toda su ira, Adeline se quedó unos minutos contemplando a su hermana. La sangre estaba empapando el paño verde. Había naipes desperdigados por toda la sala. Encogidos en un ovillo, los hombros de Emmeline subían y bajaban entrecortadamente al ritmo de su respiración.

Adeline se dio la vuelta y se marchó.

Emmeline se quedó donde estaba, sobre la mesa, hasta que John la encontró horas después. Se la llevó al ama, que le lavó la sangre del pelo, le puso una compresa en el ojo y le curó las heridas con solución de avellana de bruja.

– Esto no habría sucedido si Hester estuviera aquí -comento- Ojalá supiera cuándo piensa volver.

– No volverá -dijo John esforzándose por contener su enfado, tampoco a él le gustaba ver a la niña en ese estado.

– Pero no entiendo por qué se fue de ese modo, sin decir una palabra. ¿Qué puede haber ocurrido? Alguna emergencia, digo yo. En su familia…

John negó con la cabeza. Había escuchado una docena de veces esa idea a la que se aferraba el ama de que Hester volvería. El pueblo entero sabía que no regresaría. La criada de los Maudsley lo había oído todo. También aseguraba haberlo visto todo, así que a esas alturas era imposible que hubiera un solo adulto en el pueblo que no asegurara que la institutriz de rostro anodino había mantenido una relación adúltera con el médico.

Los rumores sobre la «conducta» de Hester (eufemismo de mala conducta que utilizaban los lugareños) estaban destinados a llegar algún día a oídos del ama. Cuando ocurrió, al principio la mujer se escandalizó. Se negaba a contemplar la idea de que Hester -su Hester- pudiera haber hecho algo así, pero cuando explicó indignada a John los chismorreos, este se los confirmó. El día en cuestión había ido a casa del médico, le recordó, para recoger a la niña. Lo había oído directamente de boca de la criada. El mismísimo día que ocurrió. Además, ¿por qué iba a marcharse Hester tan de repente, sin previo aviso, a menos que hubiera ocurrido algo fuera de lo normal?

– Su familia -tartamudeó el ama-. Una emergencia…

– En ese caso, ¿dónde está la carta? ¿No crees que habría escrito una carta si tenía previsto volver? Habría dado alguna explicación. ¿Has recibido alguna carta?

El ama negó con la cabeza.

– Eso significa -concluyó John sin poder reprimir la satisfacción en su voz- que hizo algo que no debía y que no volverá. Se ha ido para siempre. Te lo digo yo.

El ama siguió dándole vueltas al asunto. No sabía qué creer. El mundo se había convertido en un lugar sumamente desconcertante para ella.

¡No está!

En cuanto a Charlie, los platos decentes que bajo el régimen de Hester habían sido colocados ante su puerta a la hora del desayuno, la comida y la cena se convirtieron en algún que otro sándwich, alguna chuleta fría con un tomate, algún que otro cuenco de huevos revueltos ya cuajados, que aparecían en su puerta a horas imprevisibles, cuando el ama se acordaba. A Charlie no le importaba. Si tenía hambre y tenía algo por ahí, le daba un bocado a la chuleta del día anterior o a un resto de pan reseco, pero si no había nada no pegaba bocado y el hambre no le molestaba. Tenía otra hambre más voraz de la que ocuparse. Era la esencia de su vida y algo que ni la llegada ni la marcha de Hester habían conseguido alterar.

No obstante, sí hubo un cambio para Charlie, aunque nada tuvo que ver con Hester.

De vez en cuando llegaba una carta a la casa y de tanto en tanto alguien la abría. Pocos días después de que John-the-dig comentara que no había llegado ninguna carta de Hester, el ama, que se encontraba en el vestíbulo, reparó en un pequeño montón de cartas que estaban acumulando polvo sobre la alfombrilla situada debajo del buzón. Las abrió.